En primer lugar aclararé que no soy una devota de Terrence Malick. Con ello quiero decir que respeto su obra pero no me declaro fan. Digo esto porque, muchas veces, nos pueden los amores incondicionales y nos impiden ver con claridad: uno debe matar a sus ídolos. En este caso, ya fuí llorada y realicé mi propio “cinecidio” en casa. Bien es cierto que,conociendo el corpus poético de Malick, sabía por donde irían los tiros y tenía cierto temor de encontrarme con dos horas de paja mental con muchas cortinas a contraluz y primerísimos planos de pajarillos moribundos. Quizás debido a estos temores, me gustó más de lo que en un principio creí que me gustaría.
No nos engañemos: no es una película difícil de ver, pero sí es una película difícil de digerir, más que por su complejidad narrativa, por su exceso de contenidos. «El Árbol de la Vida» es una película inabarcable, extremadamente poética, excesiva en todos los sentidos. Querer contar el origen del universo, darnos una lección pseudo filosófica sobre la conceptos estéticos como la Gracia, la Bondad, la Belleza y sus interrelaciones, coquetear con la eterna búsqueda del sentido de la vida y entender el binomio vida / muerte a través de la historia de una familia en los años 50 (contando, además, con la presencia mainstream de Brad Pitt y Sean Pean) quizás sean demasiadas cosas para contar en una sola cinta.
Los mecanismos e imágenes que el director empleó en sus últimas películas, como «La Delgada Línea Roja» o «El Nuevo Mundo«, se vuelven a repetir aquí hasta la saciedad; pero Terrence se arremanga y da lo mejor de sí mismo (y de su operador Emmanuel Lubezki, auténtico maestro de la luz) depurando aquello que ya vimos en sus dos anteriores películas: imágenes preciosistas, muchas fruto de horas y horas de rodaje y en ocasiones del puro azar, voz en over, atípica continuidad narrativa (donde un plano no tiene por qué corresponderse con el siguiente) y una selección de piezas musicales clásicas inmejorables.
«El Árbol de la Vida» recuerda, en ocasiones, a «Zerkalo» de Andrey Tarkovski: una narración personal y nostálgica que reflexiona sobre la infancia y los recuerdos centrándose en la presencia de la madre como símbolo (aunque en el caso de Tarkovski estaba más relacionado con el concepto de Historia) que en Malick se traduce como una presencia más cercana a la verdadera naturaleza de lo divino, representación de la Gracia y la Bondad (en mayúsculas) y daimon benefactor creadora de vida. Así como Tarkovski hace su propio «Amarcord«, Malick parece citar en cambio a «Otto e Mezzo» con ese final de redención en la playa del reencuentro, creando un limbo espiritual de perdón y purificación.
Personalmente, creo que la clave del cine de Malick reside en que va más allá del mero dispositivo cinematográfico: es decir, exige una mirada y un acercamiento que estaría más relacionado con la contemplación del objeto artístico y, en consecuencia, de un juicio más cercano a la reflexión estética que al análisis puramente cinematográfico. No podemos enfrentarnos a una película de Malick con las mismas herramientas que nos enfrentamos a una película de Soderbergh (sin desmerecer). No juegan en la misma liga. Es más, no juegan ni siquiera al mismo deporte. Tal empacho de belleza sólo se puede disfrutar si uno se deja llevar y suspende el interés en pro de forjarse un juicio estético, al más puro estilo Kantiano: dejarnos llevar por las imágenes sin esperar una satisfacción ni una finalidad. No sé hasta que punto las recurrentes imágenes de naturaleza (los trigales, el mar, el pájaro que cruza el cielo) son realmente un rebus que crean contenido y sentido narrativo mediante alusiones, o meramente iconos de pura contemplación, de puro goce estético.
Aún así, Malick mea fuera de tiesto en muchas ocasiones. Es el exceso lo que acaba pasando factura a la película, como en ese momento «Jurassic Park» en el que uno piensa; “Terrence, no hacía falta”. En su deriva «Érase una Vez… La Vida«, Malick se pierde para volver a encontrarse en casa de los O’Brian, sus conflictos matrimoniales, su relación con los hijos y, sobre todo, el paso de la infancia a la madurez del joven Jack, sin duda la parte más interesante del film. Por otro lado, y hablando en lo personal, Brad Pitt no me entusiasma y me recuerda demasiado a su personaje en «Inglorious Basterds» y su mentón salido (cosa que se empeñó en hacer, como si de un Marlon Brando y sus bastoncillos de algodón se tratase, por más que Tarantino intentará disuadirle). Aquí parece que Malick no logró hacerle entender que no era necesario forzar el mentón para parecer un padre severo. Como última meada fuera de tiesto, decir que la particular visión cristiano/mística del director acaba transformándose en una suerte de falso trascendentalismo que se convierte en ocasiones en un burdo libro de autoayuda rozando el Coehlismo.
Ahora bien, a pesar de sus pretensiones de proporciones cósmicas, el film nos ofrece píldoras de gran intensidad y belleza que hay que tomar así, como pura contemplación, sin tragarnos todo el cuento místico. No obstante, y a pesar de la pretenciosidad de la obra, aprovecho para denunciar algunas salas de cine que, no contentos con repartir flyers en la cola de taquillas avisando de la dureza conceptual de la película y recomendando su salida inmediata de la sala en caso de aburrimiento extremo, también devolvían el dinero de la entrada para evitar la pataleta. Esto me parece no sólo tratar al espectador como un niño de tres años y presuponer su ignorancia y su incapacidad para gozar de una narración heterodoxa, sino fomentar la mediocridad y la falta de espíritu crítico.