Nuestra segunda crónica del In-Edit 2014 dice que este año priman los documentales con alma como «Supermensh: The Legend of Shep Gordon» o «American Interior».
[dropcap]Y[/dropcap]a lo dije hace un par de días a tenor de mi primera crónica del Beefeater In-Edit 2014: si hay algo que está caracterizando esta edición del Festival Internacional de Cine Documental, es precisamente la sensación de que lo mejor de su programación no está en sus nombres más vistosos, en sus «cabezas de cartel» (si se me permite esta analogía con el lenguaje de festivales musicales)… El corazón de este In-Edit 2014 está latiendo siguiendo un ritmo que empezó siendo casi sordo, el ritmo de las joyas ocultas, pero que cada vez menos secreto, cada vez menos oculto. Aun así, eso ya lo dije hace unos días, así que permitidme que ahora diga otra cosa más: esta está siendo la edición en la que el certamen está consiguiendo un «festival feeling» más palpable. Otros años, al llegar estas fechas, somos los que decíamos que el In-Edit está en el aire: los más veteranos del festival disfrutamos re-encontrando viejas caras, compartiendo conversaciones a la lumbre de los gin-tonics que se ofrecen a la salida de los pases o quedándonos en las sesiones de preguntas después de los títulos de crédito. Pero en este In-Edit 2014 por fin parece que este ambiente ya es puro evento: la locura de las fans de Spandau Ballet o la presencia de un cuentacuentos tan seductor como Gruff Rhys están consiguiendo que ir al In-Edit ya no consista en llegar, ver un documental y salir corriendo. Ahora, de una vez por todas, todos estamos «viviendo» el festival.
Será por este buen ambiente generalizado que una sesión como la de «Supermensch: The Legend of Shep Gordon» supo a catarsis comunal. Mucho tiene que ver el propio retratado: Shep Gordon ha sido el manager de estrellas como Alice Cooper o Groucho Marx, salió de farra con Janis Joplin y Jimi Hendrix, se metió todas las drogas que pilló por delante, convirtió a Teddy Pendergrass en un ídolo del placer sólo para mujeres, fue discípulo del Dalai Lama, creó la categoría de «chef estrella»… Pero, por encima de todo, Shep Gordon es un tipo de puta madre con una risa única y contagiosa. Y esa es la magia que consigue captar Mike Myers en su documental: muchos otros directores intentan transmitir la sensación de que el biografiado es un tipo de puta madre forzando las declaraciones de sus compañeros de fatigas, pero es que sobre «Supermensch: The Legend of Shep Gordon» flota una magia indescifrable e indescriptible que te postra delante de un Shep Gordon al que sientes cercano como un colega. Será porque, al final del camino, este hombre verbaliza lo que ya hemos intuido en el resto del metraje: que la fama sólo trae consecuencias de mal karma y que, pese a ser un «supermensch» (un «mensch» es un hombre ejemplar), sigue siendo alguien sin gilipolleces. Rara vez un documental sobre alguien que ha sido pieza vital en la vida de gente tan afamada consigue ser tan natural y tan desprovisto de ego. Porque, al fin y al cabo, ¿puede existir un biopic sin presencia de ego? Va a ser que sí.
Como ya decía más arriba, la sesión de «American Interior» del pasado martes 28 de octubre fue una de las más emotivas y emocionantes del festival. Aun así, sería injusto no ver más allá de la presencia de Gruff Rhys con su tocado de lobo introduciendo el documental como si una azafata de vuelo se tratara o del precioso y divertido concierto que ofreció al finalizar la proyección. Porque, al fin y al cabo, «American Interior» es un sublime exponente de documental poliédrico, de cinta con mil caras ante la que es el espectador quien decide qué rostro prefiere observar. Hay muchas películas dentro de la película de Gruff Rhys y Dylan Goch: está el cuento surrealista poblado de seres entrañables de la América Profunda (la guía turística con antepasados aficionados al vudú se lleva la palma), está el planteamiento de la música como un continuo work in progress, está el boat movie en el que un personaje busca su identidad a la vez que intenta iluminar las sombras de la existencia de sus antepasados… Pero si alguien me pregunta a mi, yo me quedo con la «American Interior» que es un bellísimo canto celebrativo de las comunidades pequeñas y de los idiomas en vías de extinción, de su lucha contra las grandes potencias opresoras con la única arma que tienen: el orgullo cultural. Impresiona ver cómo Rhys y Goch alternan las capas de sentido de su película sin necesidad de dejar de ser divertidos y entrañables.
Hasta ahora estamos hablando de cine documental con alma, con algo mágico que le eleva por encima del resto de cintas del festival; pero tampoco tenemos que perder de vista que en el In-Edit también se hace necesario ver documentales como «Tubular Bells: The Mike Oldfield Story«. Es este un documental expeditivo en el que Matt O’Casey aborda el proceso de creación de la obra más mítica de Mike Oldfield… Y, como tal, hay que reconocer que lo borda: la contextualización no podría ser más acertada (incluso a la hora de dejar al descubierto el laberinto de psicosis del propio Oldfield durante la creación de su disco), y algo que a priori podría ser tan aburrido como el paseo por las entrañas instrumentales del álbum acaba convirtiéndose en un viaje interesante que obligará a muchos a dejar de pensar en «Tubular Bells» como una oda al horterismo. El único problema es que O’Casey se muestra demasiado benevolente con el Oldfiel post-«Tubular Bells» y, al final, al pasar de puntillas por la sensación poderosa de que el artista no consiguió superar nunca la sombra de su opera magna, incurre en una parcialidad que resta rigor al documento.
«Supermensch» deja al descubierto cómo un hombre que conozca los resortes de la cultura popular puede jugar con ella para conseguir la fama: ¿que para agradar a los niños antes tienes que escandalizar a los padres? ¡Pues a escandalizar padres se ha dicho! Pero lo que en Shep Gordon se entiende como una actitud cachonda y juguetona, en el caso de Spandau Ballet se entiende más bien como una actitud mercenaria, como un ir dando palos de ciego hasta que suena la flauta. «Spandau Ballet: Soulboys of the Western World» pretende mostrar a la banda como unos héroes de la estética y de ciertos sonidos ochenteros, pero lo que consigue (inconscientemente) es mostrar a estos chicos como unos mercenarios que nunca tuvieron una personalidad definida y destinada para triunfar, sino que más bien estaban desesperados por encontrar el éxito vistiendo la piel que tocara en cada momento. Además, George Hencken muestra una preocupante incapacidad no sólo para meter las tijeras (el documental es excesivamente largo), sino para dejar su huella en la estructura de un documental que al final acaba siendo la versión de Spandau Ballet sobre Spandau Ballet: todo luces, nada de sombra. Se echa en falta algo más que la versión oficial. Sin embargo, lo cortés no quita lo valiente: la presencia de la banda en la sala disparó las hormonas de las fans y animó una de las sesiones de preguntas y respuestas más animada de la historia del festival. Eso sí, yo me quedé con ganas de preguntar qué carajo pasó al final con los royalties.