«Drive» aterriza en el panorama cinematográfico como el antídoto contra el subidón de pelis de superhéroes marvelianos que hemos vivido en los últimos tiempos. Como en todo subidón, la euforia viene acompañada de un distorsión en nuestra percepción de la realidad; una distorsión que, además, casa a la perfección con el cine de última generación empeñado en convertir todo film en la experiencia definitiva de efectos especiales. Los tipos que vuelan, los superpoderes, los trajes molones, las peleas apocalípticas… Todo lo dicho requiere un esfuerzo de producción rayano a lo megalómano para que la ilusión de realidad llegue intacta hasta un espectador que perciba la superficie como pura coherencia. Pero, ¿qué pasa con el fondo? Más allá de los Batmans de Christopher Nolan, parecía que una pequeña facción de cineastas algo más inquietos decidieron explorar los entresijos de las secuelas psicológicas de tanto superhéroe: «Kick-Ass» (Matthew Vaughn, 2010), «Super» (James Gunn, 2010), «Special» (Hal Haberman y Jeremy Passmore, 2006)… Todas ellas, sin embargo, prefirieron no despegarse demasiado de la figura reconocible del superhéroe (o su perversión): el típico tipo con mayas de colores estridentes abocado a la clásicas dosis de violencia. Pero, ¿qué pasa cuando queremos conocer al «real hero» del que habla la canción de College tan bien elegida por Nicolas Winding Refn para la banda sonora de «Drive«?
Lo que pasa es que el héroe real no ve enfundado en mallas… Sino que tan solo mastica un eterno palillo, no se separa de sus mitones de cuero y viste una cazadora blanca con un escorpión en la parte trasera. Como podrías vestirla tú o como podría vestirla yo. Este último símbolo no es gratuito y desde el principio remite a la fábula del escorpión y la rana: aquel cuento que hablaba de la imposibilidad de negar la naturaleza. Por mucho que esta sea una naturaleza violenta y autodestructiva. Y aunque el atuendo del héroe de Winding Refn apueste por el realismo, el tratamiento de la violencia en su cinta es similar al de los casos mencionados: el director la aborda con cargas de coherencia, dejando al descubierto no sólo la espectacularidad y la belleza de la destrucción, sino también las devastadoras consecuencias (físicas y psicológicas) que acarrea. Desde una primera escena impactante, en la que queda al descubierto el modus operandi del conductor interpretado de forma sublime por Ryan Gosling, queda clara que la intención de Winding Refn es diseminar la tensión como el que reparte el agua en una travesía cruzando el desierto: esta escapatoria inicial de la policía no se realiza con saltos imposibles y tiroteos surrealistas, sino que el protagonista utiliza las sombras para jugar al ratón y al gato en un juego en el que el ratón sabe que esconderse del gato y guardar silencio es vital para preservar su vida (todo aderezado con una planificación de la escena magnífica amplificada por un uso magistral de la banda sonora de Chromatics, en esta ocasión).
A partir de aquí, y pese al título del film, las escenas de coches se reducen a dos magníficos puntales rodados con una precisión quirúrgica lejana al gusto por el aderezo de sal gorda tan típico de las producciones hollywoodienses de última generación. Lo mismo ocurre con la violencia: su diseminación, en este caso, más que a un patrón de puntales responde a un crescendo impecable, como una flor que se va abriendo poco a poco para dejar al descubierto que bajo la belleza superficial late un corazón igualmente bello pero perversamente venenoso. Al iniciarse «Drive«, la violencia es a lo que se dedica el protagonista, ya sea como doble de escenas de acción o como conductor mercenario a sueldo… Pero que se dedique a ello no significa que él sea esa violencia. Winding Refn se las ingenia para presentar a su personaje como un «buen salvaje» rousseauniano cuya integridad interior se conserva sin mácula pese a lo mancillado de su entorno. Poco a poco, sin embargo, la sucesión de escenas de violencia van resquebrajando su máscara (ojo con la máscara) y dejando al descubierto la naturaleza que habita su interior: desde el robo que deviene en tragedia hasta la (hipnotizante) visita del personaje de Gosling a un puticlub, la violencia va creciendo paulatinamente hasta que es su entorno el que queda salpicado y afectado por los daños colaterales. Este punto sin rotorno queda señalado en «Drive» en la bellísima escena del ascensor, cuando finalmente el escorpión pica a la rana y tiene que abandonarse a su hundimiento mientras ve cómo los seres amados quedan cada vez más y más lejos en la orilla: tras un beso estilizadísimo, el conductor protege a la damisela asesinando al matón. Pero, más que caer rendida a sus pies, la damisela actúa siguiendo la lógica que seguiría cualquier ser humano: la del horror ante la violencia. Entonces las puertas del ascensor se cierran, dejándolos a los dos separados… y el final se acelera.
De esta forma, el tramo final del film se espeja sobre el principio mostrando una imagen invertida: lo que allá era violencia que opera en el exterior del personaje aquí ya ha salido a la superficie como violencia interior. No es el único juego de espejos en una película repleta de ellos (el omnipresente retrovisor, los del prostíbulo…), sino que Winding Refn muestra una habilidad sorprendente a la hora de disponer los acontecimientos en dobles parejas: desde las sombras (la del protagonista sobre la pared cuando el hijo de la damisela le pregunta cómo saber quién es el «bad guy» en toda historia vuelve a aparecer cuando, al final, la única sombra que queda en pie muestra quién es el vencedor de la lucha de puñaladas traperas) hasta los juegos de parpadeos (la competición que tiene con el niño para ver quién pasa más tiempo con los ojos abiertos se desdobla al final en ese plano sostenidísimo en el que el personaje de Gosling, cuando le creíamos muerto, parpadea y demuestra su apego a la vida) pasando, sobre todo, por el retrato de familia. En una de las primeras secuencias, Gosling se mira en un espejo de la casa de la damisela (Carey Mulligan) en el que además de reflejarse ella (él no se refleja pero está en el plano) hay una foto del niño con su padre: es esta una primera «reunión» de la nueva familia que sólo vuelve a reunirse otra vez, alrededor de una mesa en la que silenciosamente queda pactado el principio del fin (el atraco del marido de Mulligan en el que Gosling actuará de conductor).
El mayor juego de espejos de «Drive«, sin embargo, se realiza sobre un objeto que queda fuera de campo: todas aquellas películas de superhéroes mencionadas al princípio. Nicolas Winding Refn no sólo reformula la figura del héroe obligándole a vestir unas mayas de coherencia y realidad, sino que demuestra lo cerca que está la psicología del héroe silencioso tan hollywoodiense del psicópata asesino a lo «Taxi Driver«. El personaje de Ryan Gosling no sólo es silencioso, sino que además es un John Doe cualquiera (nunca llegamos a saber su nombre) que, en ocasiones, roza el autismo emocional. De ahí la importancia (y la belleza) de las sonrisas, herramienta de comunicación última para un personaje que las utiliza en contadísimas ocasiones y siempre para expresar mucho más que una sonrisa. Es, al fin y al cabo, un «real hero» que no sólo viste su atuendo superheróico, sino que incluso recurre a la máscara como complemento imprescindible para ese asesinato final que debe proporcionarle la libertad a la damisela y los suyos. Una máscara de doble cinematográfico, grotesca y esperpéntica. Una máscara, al fin y al cabo, no demasiado diferente a la que ha estado vistiendo durante toda la peli, ocultándose de la vista del espectador y de todos los que le rodean. Una máscara tan real que no se percibe como máscara. Que intenten esto los de Industrial Light & Magic.