«Drive My Car» de Ryusuke Hamaguchi tiene muchas capas de lectura… Por eso aquí te damos dos claves para entender (y gozar) mejor la película.
Hay algo que no ha dejado de sorprenderme desde que, hace ya algunos meses, el nombre Ryusuke Hamaguchi empezó a convertirse en moneda de cambio más allá de los circulitos cinéfilos habituales y desde que «Drive My Car» se empezara a perfilar como la nueva obsesión de Occidente con una peli de Oriente (vamos, un nuevo capítulo de la larga serie que hace años que vivimos y que tiene su más reciente episodio en «Parásitos«). Lo que me sorprendía era leer cómo había un buen número de personas que afirmaban que la peli se les había pasado en un suspiro pese a durar tres horas.
¿Cómo es posible? ¿Qué tiene Hamaguchi para que no se blanda contra él la espada contra la anti-narratividad (es decir: la espada de «es una peli lenta y aburrida en la que no pasa nada«) que suele blandirse contra directores como Tsai Ming-Liang o Apichatpong Weerasethakul, por poner dos ejemplos? Spoiler alert: este artículo no pretende responder a estas preguntas porque, sinceramente, creo que son preguntas sin respuesta.
Lo máximo que puedo decir ahora que por fin he visto la película es que 1. Toda aquella gente que dice que las tres horas se pasan en un suspiro tienen razón a pies juntillas, y 2. La única explicación del punto 1 es que Ryusuke Hamaguchi practica una especie de magia inefable que da cohesión a la totalidad de su película. Puede ser, al fin y al cabo, que el director haya conseguido encontrar el punto intermedio entre propuestas como las mencionadas en el párrafo anterior, las de Ming-Liang y Weerasethakul, y las de otros directores nipones que coquetean con formatos más comerciales, como pueden ser Naomi Kawase o Hirokazu Koreeda (más el segundo que la primera, todo sea dicho).
También puede ser que el realizador practique una espartana economía de medios en las que cada plano, cada escena, cada línea de diálogo están medidos y justificados. Porque eso es algo que sorprende profundamente en «Drive My Car«: es una película hablada a la manera de Eric Rohmer, una influencia que Hamaguchi pone sobre la mesa siempre que le dan ocasión en todas sus entrevistas. Y es una película, de hecho, muy hablada. Cuando sus personajes no están hablando, están ensayando los diálogos de «El Tío Vania» de Chéjov. Y eso hace que los momentos de silencio, los viajes que comparte el protagonista y su conductora, sean más preciados y preciosos si cabe.
Antes de seguir por ahí, una pequeña contextualización (con posibles spoilers, advertido estás). «Drive My Car» es una película sobre el duelo de Yusuke Kafuku, director de teatro que pierde a su mujer Oto en un ictus repentino. Pero aquí llega lo interesante. Y es que, en verdad, puede decirse que Hamaguchi realiza dos películas diferentes o una película díptico: el primer tramo, de casi una hora de duración, trata la relación de Yusuke y Oto antes de que esta muera (y, de hecho, lo hace de forma muy cinematográfica, con planos espectaculares como el que abre el film -con Oto desnuda recortada contra el amanecer explicándole una historia a su marido- y con recursos visuales complejos -como el fundido de las ruedas del coche de Yusuke con los cabezales de la cinta de audio en la que su mujer ha grabado los diálogos de «El Tío Vania«); el segundo tramo, por su parte, se centra en le duelo del protagonista mientras prepara una representación de la obra de Chéjov y en la relación que establece con la conductora que, cada día, le lleva y le trae al trabajo (un tramo que se despoja de artificios y que apuesta por una realización transparente, pero nunca aburrida).
Una vez establecido este contexto, hay que reconocer una cosa: «Drive My Car» no es una película compleja o, por lo menos, no lo es en su capa externa. Puede disfrutarse en su capa más superficial… Pero también puede disfrutarse más todavía si se escarba un poco en el concepto de comunicación / conexión.
Comunicación / conexión
«Drive My Car» es, esencialmente, una película sobre el duelo… Pero, a lo mejor más esencialmente todavía, también puede afirmarse que es una película sobre lo difícil y a la vez bellísima que es no solo la comunicación entre seres humanos, sino sobre todo la conexión entre ellos. Esta duplicidad es abordada por Ryusuke Hamaguchi a partir de dos relaciones: la desconexión de Yusuke y Oto, que existe pese a que (aparentemente) hay una gran comunicación en la pareja; y la conexión de Yusuke y Misaki Watari, su chófer, por mucho que la comunicación entre ambos sea escasa e incluso espartana.
¿De dónde sale la desconexión en el matrimonio? (Repito: spoilers a continuación.) Hamaguchi juega al (doble) twist, y lo hace en una de las escenas más impactantes del film: la conversación de Yusuke con el que fuera amante de Oto, Koji Takatsuki, y que ahora es el Vania de la obra que prepara el protagonista. Un intenso plano / contraplano en el que los dos rivales se van pasando la pelota cada vez con mayor violencia (verbal) y en la que, cuando creemos que la película va a ir de lo mal que Yusuke lleva los cuernos, ¡zas!, la tortilla se da la vuelta para hacernos saber que el marido siempre conoció las infidelidades de su mujer e incluso las había normalizado.
En eso momento, sin embargo, Takatsuki vuelve a girar la tortilla al explicarle el final de una historia de Oto (guionista de televisión) que Yusuke pensó que estaba inconclusa. En ese momento se revela que Oto, como suelen hacer los autores, siempre ha usado sus historias para intentar conectar con su marido, pero también para esconder dentro de la ficción una carga explosiva de verdad que tiene mucho de grito de socorro. Ahí es donde el esposo falla y nace la desconexión: Yusuke sabe la verdad sobre Oto, pero al no aceptar que es una verdad que le duele, al no verbalizarla, está condenando a su mujer a la frustración. De eso va la historia de la chica lamprea que se sorprende cuando, después de un asesinato, nada cambie en el mundo a su alrededor y todo el mundo siga actuando como si nada, incluido el objeto de su deseo.
Como le dice Takatsuki: al no aceptar lo que realmente sentía hacia las infidelidades de su esposa (celos), condenó al matrimonio a una desconexión inevitable. De hecho, esta actitud es precisamente el corazón del duelo de Yusuke: su empeño en montar una función de «El Tío Vania» en el que los actores hablen diferentes idiomas, incluida una actriz muda que habla por lenguaje de signos, puede y debe entenderse como una forma de intentar probarle al mundo que su sistema de comunicación funciona. Que dos actores puedes conectar a un nivel profundo y primigenio y, a la vez, conectar con el público sin necesidad de comunicarse en el mismo lenguaje. De la misma forma que él creía conectar con Oto por mucho que su canal de comunicación estaba igualmente bloqueado. Sorprendentemente, los actores triunfan en esta adversidad. Yusuke, no tanto.
Pero, entonces, ¿de dónde sale la conexión entre Yusuke y Misaki? Empecemos por lo básico, y es precisamente lo que aparentemente ambos comparten: el cocho de Yusuke, que ahora conduce Misaki. Un coche rojo (color de las emociones y el amor, pero también del dolor) que no es un coche, sino la metáfora clásica de la independencia: un espacio propio que él ha construido y mimado, su intimidad, sus emociones y también su sentimiento de culpa. Un espacio que no le gusta dejar en manos de nadie, pero que deja en manos de la chófer.
De hecho, cuando deja el coche en manos de la conductora, le sorprende que ella lo conduzca tan bien… Hasta que descubre que la pericia de Misaki nace de su propio trauma infantil con su madre. Sin necesidad de palabras, los dos personajes conectan a través de algo mucho más profundo: por la vía del trauma callado y, como sabremos más adelante, por el sentimiento de culpa.
La relación entre ambos se va complejizando, además, porque la chófer tiene la edad que tendría la hija de Yusuke y Oto si no hubiera fallecido. Hay entre ellos cierta relación padre / hija que Hamaguchi conduce con sutilidad y finura, sin permitir que caiga nunca en el ámbito del interés amoroso. Su conexión crece a fuego lento y a base de imágenes perdurables, como la de las manos de ambos saliendo por la trampilla superior del coche, recortándose contra el cielo nocturno mientras sostienen un cigarro cada uno. Es una conexión que nace de reconocerse el uno en el otro, de espejarse el uno sobre el otro.
De ahí que, después de tres horas en las que no se han tocado el uno al otro, el final en la casa en ruinas de Misako sea tan emotivo. Él le tiende la mano para sacarla de las ruinas, y ella no solo la agarra y (por fin) se deja ayudar, sino que incluso acaban abrazándose en un gesto puramente paternofilial en el que él, con la lección aprendida después de la colleja que le dio Takatsuki, verbaliza sus penas y le asegura a la conductora que, a pesar de todo el sufrimiento, ambos van a «estar bien». Aquí, por cierto, es donde se abre otra nueva capa de sentido dentro de «Drive My Car«.
«El Tío Vania» vs. «Drive My Car»
No voy a extenderme mucho en la relación de espejo que establecen «Drive My Car» y «El Tío Vania» por un motivo concreto: no soy un experto en la obra de Chejov. Para nada. Y, sin embargo, no es que haga falta serlo para disfrutar con la trenza que se va estableciendo poco a poco entre ambas ficciones. Tanto en los ensayos como en la casette grabada por Oto que Yusuke escucha incansablemente en el coche, muchos de los diálogos resuenan constantemente con los acontecimientos, amplificándolos en esa dulce forma de serendipia que todos vivimos en el día a día y en la que, de repente, cualquier ficción peregrina parece explicar lo que estamos viviendo mejor que la vida misma.
Pero esta relación entre ambas ficciones es sublimada por Hamaguchi en el tramo final de la película. Si todo el film ha funcionado en un delicioso juego de espejos, estos espejos se sincronizan en el paralelismo que existe entre las dos escenas finales (antes de un pequeño epílogo). Justo después del abrazo de Yusuke y Misako, la acción se traslada a la representación de «El Tío Vania«, lo que significa que el director al final ha conseguido enfrentarse a sus demonios y hacer lo que tanto miedo le daba: declamar esas palabras de Chejov que, con anterioridad, ya ha afirmado que lo remueven de forma casi mortal.
Sobre el escenario, después de que Vania proteste sobre cuánto está sufriendo en la vida, Sonia le abraza y deja caer su mítico monólogo: «¡Viviremos, tío Vania! ¡Pasaremos por una hilera de largos, largos días, de largos anocheceres, soportando pacientemente las pruebas que el destino nos envíe! ¡Trabajaremos para los demás, lo mismo ahora que en la vejez, sin saber de descanso! ¡Cuando llegue nuestra hora, moriremos sumisos, y allí, al otro lado de la tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura! ¡Dios se apiadará de nosotros, y entonces, tío, querido tío, conoceremos una vida maravillosa, clara, fina! ¡La alegría vendrá a nosotros y, con una sonrisa, volviendo con emoción la vista a nuestras desdichas presentes, descansaremos! ¡Tengo fe, tío! ¡Creo apasionadamente! ¡Ardientemente! ¡Descansaremos! ¡Descansaremos!«.
Sonia abraza a Vania y, de hecho, le abraza con su lenguaje, puesto que está interpretada por la actriz que se comunica con lenguaje de signos. Es el momento en el que comunicación y conexión por fin se sincronizan de forma pluscuamperfecta. Un abrazo que, a la vez, es una iteración del abrazo de Yusuke y Misako. Un abrazo que incluye en su interior todas las preocupaciones de «Drive My Car» sobre la comunicación y la conexión, sobre la culpa y el trauma, sobre aceptarse a uno mismo y aceptar a los demás, y que deja al espectador con la cabeza en las nubes. «Estaremos bien«. «Descansaremos«. El círculo se cierra y, sí, tres horas han pasado en un suspiro y te han dado una lección de vida. [Más información en la web de «Drive My Car»]