Que nadie compare «Divorce» con «Sexo en Nueva York»: nos encontramos ante una serie completamente diferente… y también mucho mejor.
Supongo que dejar bien claro en el titular de este artículo que soy de las escasas personas en este mundo que odian «Sexo en Nueva York» es una declaración de intenciones que es necesario matizar cuanto antes mejor. Porque, al fin y al cabo, pasé a odiar la serie que popularizó el personaje de Carrie Bradshaw después de haber sido (muy) fan. Por lo menos durante un tiempo. Temporada y media. Más o menos. Después, sin embargo, no pude evitar sentir todo un conjunto de fuerzas centrífugas que, directamente, se empeñaban en expulsarme de la serie.
La principal fuerza centrífuga era la provocada por las cuatro protagonistas femeninas: al principio era inevitable sentirse fascinado con Bradshaw y sus amigas, por lo menos hasta que te dabas cuenta de que, poco a poco, en vez de ir matizando sus clichés (cada una de ellas es, de hecho, un cliché andante: la reflexiva, la sexualmente activa, la intelectualmente empoderada, la pija busca-maridos), los iba acentuando. Cuando «Sexo en Nueva York» debería haber optado por el claroscuro, apostó por el claro en exclusiva, por creerse su propio cliché y llevarlo hasta las últimas consecuencias. Y los hombres no se salvaban de esta quema, ya que no solo respondían a clichés igual de vergonzantes, sino que esos clichés existían con el mero propósito de alimentar la estrechez de miras por las que se hacía pasar todo el discurso de Bradshaw y compañía.
En resumidas cuentas: me aburrí de «Sexo en Nueva York» igual que me aburre cualquier ficción empeñada en venderme un cuento irreal y aspiracional. El mayor empeño de aquella serie parecía ser que las mujeres del mundo entero aspiraran a ser una Carrie Bradshaw del montón, que usaran sus frases (y las de sus amiguis), que se comportaran como ellas, que adoptaran un discurso falsamente feminista que tenía más de mensaje superficial de Mr. Wonderful que de verdadera proclama incendiaria. «Sexo en Nueva York» quería ser un cuento moderno que hiciera soñar a las mujeres independientemente de su país de procedencia. Lo siento, pero yo ya no estoy para cuentos.
Y si me he permitido extenderme de esta forma en todo lo que me alejó de Carrie Bradshaw en su momento, es precisamente porque los motivos por los que «Divorce» es una serie muy (pero que muy) apreciable se obtienen haciendo un simple negativo fotográfico de lo dicho en los dos párrafos anteriores. Ambas series comparten a la actriz principal como motor de la trama: Sarah Jessica Parker. Esta coincidencia ha llevado a muchos fans de Bradshaw a plantarse delante de «Divorce» esperando encontrar una especie de secuela espiritual de «Sexo en Nueva York«, un transplante de corazón desde aquel cuerpo de jovencita urbana lozana a este otro cuerpo de mujer de mediana edad que pasa por un proceso de divorcio.
Todo parecía listo para que ese transplante fuera efectivo: evidentemente, la fan media de «Sexo en Nueva York» ha madurado y, más que probablemente, ya no sea aquella chica que intentaba abrirse camino en la gran ciudad, sino que tiene todas las papeletas para haberse convertido en una madre de familia agobiada por sus hijos y totalmente aburrida de su marido. «Sexo en Nueva York» le ayudó a soñar con un mundo mejor, ¿por qué no debería ser «Divorce» la serie que convierta el trámite del divorcio y la separación en un mundo de color y zapatos de tacón y quedadas maravillosas con tus amigas y amantes superdotados?
Pues no. Cualquiera que llegue hasta «Divorce» con esa idea en la cabeza va a ser expulsado por una fuerza centrífuga que, para mi, sin embargo, ha resultado ser más bien una fuerza centrípeta. Para empezar, porque esta serie creada por Sharon Horgan nunca pretende ser un cuento de final feliz y huye de forma ostentosa de cualquier tipo de ombliguismo aspiracional que idealice a la trama y/o a la protagonista. El primer capítulo es, a este respecto, poderosamente significativo: Frances Dufresne, el personaje interpretado por Sarah Jessica Parker, aparece como alguien inestable, con las ideas poco claras y, sobre todo, de poco calado moral. Si va a haber divorcio, es por su culpa: por su infidelidad, por dejar a su marido creyéndose enamorada de un amante superdotado y, cuando este se muestra poco receptivo, intentar volver con su esposo.
A partir de ahí, el retrato de mujer que Horgan pinta en «Divorce» es bastante devastador y no hace ningún tipo de concesión a la hora de dejar bien a Sarah Jessica. Su personaje viste de forma bastante normalita, no es una triunfadora nata y, sobre todo, sus dos principales amigas no forman junto a ella ningún tipo de pandilla absurda en el interior de la cual todo es perfecto: una de ellas se lía con el (capullo del) abogado que está defendiendo a su marido en el proceso de divorcio; mientras que la otra no tiene ningún reparo a la hora de pedirle de vuelta un perro que le dejó prestado y que ha hecho que Frances se convierta en la favorita de sus hijos durante la separación. Y no es que Horgan plantee este grupo de amigas como algo inhóspito: es evidente que se quieren, pero se quieren más a ellas mismas y, por lo tanto, no siempre son la mejor compañía o la más comprensiva. A veces son amigas fieles, otras veces son traidoras despiadadas. Y no pasa nada. Así es el mundo real.
Si el retrato femenino aparece aquí con más claroscuros que en «Sexo en Nueva York«, lo mismo puede decirse de los personajes masculinos. Ya no es solo que el amante superdotado de la ficción neoyorkina pase a ser aquí una especie de papanatas que puede follar muy bien, pero que es un absoluto desastre en cuanto a inteligencia emocional. Es, sobre todo, que «Divorce» incluye uno de los personajes más fascinantes de la última temporada televisiva: Robert Dufresne, el marido de Frances interpretado de forma soberbia por Thomas Haden Church como un tipo eternamente apegado a un finísimo sentido de la ironía bajo el que, sin embargo, siempre late un cariño y una humanidad totalmente arrebatadores. Su contrapunto consigue que momentos que podrían haber hecho caer la balanza del lado de «Sexo en Nueva York«, como ese instante en el que Frances y su abogada se alían para hacerle creer que un «affaire emocional» es igual de grave que una infidelidad carnal, se conviertan en oro puro.
En cierto momento de «Divorce«, la madre de Frances le dice lo siguiente: «A veces la gente es infiel porque es divertido… Luego se cansan y esperan no ser descubiertos nunca«. Igual que en muchos otros momentos magistrales de la serie de Horgan, es inevitable pensar que, si esto fuera «Sexo en Nueva York«, veríamos cómo madre e hija se unen para ir a quemar la casa del marido por haber hecho infeliz a la hija y obligarla a ser infiel. Pero ahí está precisamente lo sublime de «Divorce«: que nunca cae en lo fácil, que nunca pretende contentar a la espectadora femenina sino que, por el contrario, hay veces que se esfuerce incluso en tocarle los ovarios, en provocarla, en hacerla saltar enfrentándola a un espejo que le enseñe la realidad.
Para que nos entendamos: «Sexo en Nueva York» es el espejo de un Zara, que te muestra siempre como una sílfide… Mientras que «Divorce» es el espejo de aumento del baño que usas para ver tus arrugas cada noche y recordarte que va siendo hora de ponerte la cremita. (Y esto, por cierto, es algo aplicable tanto a mujeres como a hombres, puesto que, tal y como ya he dicho varias veces, ninguno de los dos géneros sale bien parado del todo.) Será por eso, al fin y al cabo, por lo que «Divorce» me ha acabado ganando allá donde «Sexo en Nueva York» me perdió por completo. Será por eso que ya estoy esperando una segunda temporada como agua de mayo. [Más información en la web de «Divorce»]