The Divine Comedy siguen defendiendo el pop ilustre e ilustrado en su último disco, un «Foreverland» que sigue siendo relevante porque va directo al corazón.
FOREVERLAND / The Divine Comedy. Con cada disco publicado por The Divine Comedy desde hace tres lustros, se ha acentuado la impresión de que Neil Hannon y su banda viven (temporalmente) en una anacronía. Sobre todo en la época actual, cuando la urgencia musical parece llevarse por delante el pop exquisito que se debe paladear con calma y atención. Espacialmente, además, parece que se encuentran instalados en una burbuja convertida en atalaya desde la que defienden a capa y espada, junto a insignes compañeros como Belle & Sebastian, las bondades del pop ilustrado.
Esas características tan afianzadas en la identidad de The Divine Comedy podrían interpretarse como defectos que han hecho que su trayectoria se mostrase demasiado homogénea. Pero Hannon siempre ha resuelto ese problema con sus dos grandes virtudes: el mimo musical y el ingenio lírico, a pesar de que se haya acostumbrado a dilatar su tarea más de la cuenta entre cada uno de sus últimos trabajos. ¿Que necesitó seis años desde el anterior “Bang Goes The Knighthood” (Divine Comedy, 2010) para alumbrar “Foreverland” (Divine Comedy, 2016)? No importa si el producto final lo justifica.
En este sentido, Neil Hannon ha cumplido con buena nota -dentro de la tónica habitual de The Divine Comedy desde hace más de dos décadas- recurriendo a una especie de -sin llegar a ser esa su intención- disco conceptual en el que se combina la imaginería de la Europa imperialista del siglo XVIII (por sus letras desfilan metafóricamente Catalina la Grande o Napoleón y los videoclips de sus singles muestran la estética de la época) con la visión que el norirlandés, romántico empedernido pero agudamente sensato, posee sobre las uniones sentimentales (incluida la suya) en las que la búsqueda de la felicidad eterna despierta dulces emociones pero también revela imperfecciones propias y ajenas, patinazos, crudas realidades y falsas expectativas.
De esta forma, Hannon se pone tontorrón a la vez que desmonta mitos amorosos cubiertos de azúcar con su fina e irónica pluma, que dota de sentido a un envoltorio musical salpicado de deliciosos arreglos orquestales, melodías juguetonas (“Napoleon Complex”, “Funny Peculiar”), clasicismo pop marca de la casa (“Catherine The Great”, “How Can You Leave Me On My Own”), elegancia suprema (“My Happy Place”) y alegrías estilísticas (“A Desperate Man”) que componen un verdadero festín que llena los oídos.
El bueno de Neil Hannon sabe que en el amor no es oro todo lo que reluce, pero las pepitas que se encuentran a lo largo de la travesía son extremadamente valiosas. En “Foreverland” te lo cuenta de una forma bella a la par que realista. Hazle caso.
Más información en la web de The Divine Comedy. Escucha «Foreverland» en Apple Music o en Spotify.
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La buena noticia es que en el año 2016 siguen existiendo Teenage Fanclub. Pero, ojo, porque hay una mejor noticia todavía: que su nuevo disco «Here» es muy tremendo.
HERE / Teenage Fanclub. Teenage Fanclub han decidido tomárselo con calma en lo que va de siglo. Seis años han transcurrido entre la publicación de su anterior disco, el notable “Shadows” (Merge Records, 2010), y este “Here” (Merge Records, 2016). Un adverbio como título que parece querer reivindicar la propia importancia de la banda de Norman Blake, Raymond McGinley y Gerard Love, no sólo por su legado, sino por la preeminencia que Teenage Fanclub aún ostentan en la escena del pop de guitarras, veinticinco años después de publicar el seminal “Bandwagonesque” (Creation Records, 1991).
“Here” sigue los parámetros que han hecho de Teenage Fanclub uno de los iconos más reconocible dentro del pop-rock melódico, en una línea que se traza desde los Byrds hasta ellos, pasando por Big Star o The Posies: melodías siempre en busca de la perfección, dulces polifonías vocales, armonías melancólicas y letras que apelan a la complejidad de los sentimientos por la vía de la sencillez, aquí sin embargo con una producción que les otorga unos matices en su sonido de los que carecía por ejemplo “Shadows”.
El décimo álbum de estudio de la banda escocesa empieza sorprendentemente vibrante, urgente, con la acelerada “I’m In Love” y una “Thin Air” que, de alguna forma, recuerda a “Sparky’s Dream”, acaso por ese riff de guitarra que sirve para dar cuerda a ambas canciones. “Hold On” pone una pausa con un pequeño maravilloso himno a la resiliencia, quizás mi favorita personal del disco, junto con una veraniega “It’s A Sign” que podría haber firmado el Brian Wilson más inspirado o la bonita “The First Sight”, que debe parte de su belleza a una discreta sección de vientos. Blake, McGinley y Love se apartan poco de esta dirección a lo largo de “Here”, quizás acaso en unas sorprendentemente oscuras -si es que tal cosa es posible para un grupo tan resplandeciente como son Teenage Fanclub– “Steady State” o “I Have Nothing More To Say”.
Quizás la mejor noticia al respecto de este precioso “Here” es que, en pleno 2016, Teenage Fanclub sigan haciendo lo de siempre para hacernos sentir como nunca. Y nos vale, claro que nos vale.
Más información en la web de Teenage Fanclub. Escucha «Here» en Apple Music y en Spotify.
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Hamilton Leithauser y su amigo Rostam exploran la música puramente masculina del siglo XX en un disco que es ideal para corear en pubs con una cerveza en la mano.
I HAD A DREAM THAT YOU WERE MINE / Hamilton Leithauser + Rostam. Soy consciente de que, si alguna vez seré conocido en el mundo del periodismo musical (lo que seguramente no ocurra nunca), no será precisamente por mis acertadas aproximaciones a los sonidos tradicionalmente masculinos. No es mi especialidad, para qué voy a negarlo. Yo soy más de mariconadas y pop y house guarrete y periferias. Pero resulta que, de vez en cuando, hay alguna canción que, sin saber bien por qué, estimula mi lado más macho. Y entonces la hemos liado.
Me pasó hace unos años, por ejemplo, con Grand Archives y aquella «Torn Blue Foam Couch» que me hacía pensar en otra vida diferente para mi, una vida en la que estar rodeado de amigos borrachos en un pub a la salida de un partido de fútbol, todos abrazados y coreando una canción como esta mientras chocamos nuestras copas y la cerveza nos golpea en la cara (vale, ahora que lo pienso, a lo mejor es una estampa un poco gay). Y me ha vuelto a ocurrir con «1000 Times«, el temazo de la vida que abre «I Had A Dream That You Were Mine» (Glassnote, 2016). En él, Hamilton Leithauser habla de un sueño que tiene una y mil veces en el que persigue al objeto de sus desvelos sin conseguirlo. La voz se le desgarra. El hombre se desgañita y a mi me dan ganas de que una femme fatal de la América rural profunda me rompa el corazón para poder emborracharme con el bourbon más barato que haya e ir cantando esta canción de bar en bar, de granero en granero, hasta el amanecer.
Sí, ya sé que tiendo a hacerme unas pajas bastante extrañas en lo que a música se refiere. Pero es lo que hay. Y me viene que ni pintado para hablar del disco que se han cascado Hamilton Leithauser y Rostam. Y sabes: Hamilton, hombretón que parecía sin rumbo después de que la separación de The Walkmen le rompiera el alma a pedazos; y Rostam Batmanglij, que hace un año decidió que su relación con Vampire Weekend era tóxica y voló libre hacia la soltería creativa. Estaban destinados a encontrarse: ambos tenían el corazón roto… Así que, ahora que no tenemos a Brangelina, ¿qué tal coronar a RostHam como la nueva pareja de moda?
Al fin y al cabo, su «I Had A Dream That You Were Mine» es desde ya, y por derecho propio, uno de los discos más elocuentes e importantes del año. Es lo que ocurre cuando juntas a un tipo con una voz privilegiada como la de Hamilton con otro como Rostam, con una cultura musical historicista muy pero que muy enciclopédica. En su disco en común hay un repaso a cierta timeline musical del siglo 21 impregnada de testosterona: desde Bob Dylan a Leonard Cohen, desde Grand Archives a todo lo que Jack White siempre ha querido ser pero no puede porque se viene arriba demasiado fácilmente y al final acaba siendo un notas. Y lo mejor de todo es que todas y cada una de las canciones son carne de coro beodo en pub irlandés. Por favor, RostHam, no hagáis gira por festivales, sino por pubs irlandes. Gracias.
Más información en la web de Hamilton Leithauser. Escucha «I Had A Dream That You Were Mine» en Apple Music y en Spotify.
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La Femme siguen en su trece, explorando con los que nos atraparon en su red de viuda negra… Pero, aun así, «Mystère» a veces peca de dormirse en los laureles.
MYSTÈRE / La Femme. En cuanto el acople de sintetizadores suntuosos, guitarras afiladas y escindentes cajas de ritmo de “Couteau” (que no Cocteau, pues se canta aquí de vengarse de tu violador puñal en mano y no del viejo amigo Jean) se deshace, lo primero que se le viene a la cabeza a uno es: “Joder, qué ganas de ponerme el Psycho Tropical Berlin” (Universal, 2013). Así tal cual, con entusiasmo, premura y grosería. Y esa es, si no la mayor, al menos la más instantánea virtud del segundo disco de los franceses La Femme: hacer que recuerdes aquella especie de Velvet Undergound cortados con hielo en ocasiones y puestos a bailar yeyé sobre una tabla de surf en otras que fue su debut del año 2013.
Puede que el principal problema de “Mystère” (Disque Pointu, 2016) sea que suena muy poco berlin, demasiado psycho y un tropical que a veces roza lo estrambótico. Y también que su duración alcanza casi la hora y cuarto, convirtiéndolo en un disco denso, retorcido: petróleo y frondoso si nos queremos poner poéticos, algo coñazo y pelma si dejamos atrás la petulancia. Aunque, ojo, que La Femme ya nos advirtieron de algún modo u otro de los derroteros que parecían querer tomar en sus siguientes trabajos. Fue justamente bajo el nombre de Mystère que compusieron la banda sonora para el desfile otoño-invierno 2015 de Yves Saint Laurent: “Me suive”, una especie de balada de veinte minutos a lo Birkin-Gainsbourg con Morricone en las vestes de voyeur. Sea como sea, con un poco de perseverancia y una segunda escucha más atenta, es posible encontrar algún deleite en dejarse llevar por los enigmas en los que se retuerce y crispa el sophomore de los franceses.
De esta forma, 17 cortes en los que predominan las ambientaciones western, los retruécanos de la psicodelia y hechiceras voces femeninas. Incluso “Sphynx”, tema con el que se abre el disco, pierde el fuelle e esperanza que le otorga aquel bombo inicial a medida que la canción va avanzando.“La vide es ton nouveau prenom”… Pues está bien. Muy bien, de hecho, con su pandereta y guitarra acústica con esos organillos y coros. Pero le sobran minutos. Y minutos le sobrarán también a la épica de “Al Warda”, a la lujuriosa “Tueur de fleurs”, a la insulsa “Always In the Sun” -que, por sobrar, sobra entera- y a los trece minutazos de “Vagues”.
La Femme aciertan, en cambio, cuando se toman las cosas con más ligereza. O, directamente, cuando se toman anfetas (“Quand on s’est mis à danser, tu m’as donné un baiser de cristal” nos cantan en la colosal -y, esta sí, absoluto e innegable temón- “Tatiana”). Es en canciones como “Septembre” -aparente feel good song de ir por allá caminando dando saltitos antes de paulatinamente degenerar en algo oscuro sobre una irrecuperable inocencia-, o en el moderno flaneur retratado a golpe de bombo y frases alargadas de “S. S. D” cuando uno realmente disfruta de este “Mystère”.
La banda sigue fiel a lo que nos encandiló tanto de su primer disco, aquel tan discorde y a la par acertado mélange de estilos. Lo que pasa es que, en este disco, a veces aciertan mejor y otras peor. Ejemplo de cuando lo hacen bien: el binomio central que constituyen “Elle Ne T’aime Pas” y “Exorciseur”, con esos sugerentes ecos a Roulé Music o a hip-funk, funky-hop o como queráis llamarlo. Y es que, aunque suene a cliché, los franceses parecen estar más dotados que el resto de habitantes para la elegancia, la delicadeza y el encanto. Encontradme, si no, a alguien que sea capaz de hacer de una “Mycose” (para el que no lo sepa: candidiasis vaginal) algo sexy y contundente gracias a esos ritmos post-punk y voz a lo Yelle.
Lo tropical se vuelve exótico y rocambolesco y extraño y sobrante tras “Al Warda” -donde viran para nunca volver hacia guerras persas y herencias árabes-… y el frenesí de “Antitaxi” ya empieza a sonar.
Más información en la web de Le Femme. Escucha «Mystère» en Apple Music y en Spotify.
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Admítelo: PJ Harvey ha lanzado un disco que te importa bien poco. Así que, ¿por qué no darle una oportunidad a esta maravilla que es el «My Woman» de Angel Olsen?
MY WOMAN / Angel Olsen. Es oficial: PJ Harvey ha lanzado disco este año 2016 y a nadie le ha importado tres cojones. Mira que la mujer ha repetido incendiaria procalama política y tal… Pero no. Algo no ha cuajado. Y si me aventuro a decir algo como esto en voz alta es porque no dejo de pensarlo en voz baja cada vez que escucho el «My Woman» (Jagjaguwar, 2016) de Angel Olsen: no, no es que nos hayamos cansado del sonido que nos enamoró de PJ Harvey, ni mucho menos. A lo mejor lo que ocurre es que es ella la que está cansada, porque aquí tenemos a esta mujer reverdeciendo los campos que en la última Harvey suenan quemados, hastiados, yermos.
La Olsen venía advirtiéndonoslo desde su anterior álbum: «Burn Your Fire For No Witness» (Jagjaguwar, 2014) ahuyentaba el fantasma de los inicios de la artista. Olvidémonos de la folkie de porche al atardecer de sus primeras canciones. Olvidémonos de la (hasta el día de hoy) mejor acompañante vocal de Bonnie «Prince» Billy… Porque la Angel de los últimos años es una mujerona de armas tomar que, en pleno subidón de empoderamiento global, ha decidido que las formas del rock clásico y arisco son las que más le representan. De eso va «My Woman«, por mucho que las letras (una puñetera maravilla a la altura del amigo Bonnie y otros como Bill Callahan y compañía) giren en torno a algo tan ancestral como el enfoque femenino del amor.
Eso sí, aquí, por mucho que haya una visión femenina del amor, Olsen consigue forzar un poliedro de múltiples y desiguales caras que convergen en puntos de unión en forma de amenazantes puntas. De esas capaces de herirte con un riff bien ponderado para, a continuación, lamerte las heridas con un susurro de dulce voz en el oído. «My Woman» juega a la subida y la bajada, a la exaltación y el remanso, a la violencia y la dulzura…. Y, siento ser yo el que lo diga, pero esta duplicidad de caras viene a ser la sublimación absoluta de aquello que decimos los hombres de que las mujeres son mucho más complejas porque tienen muchas caras. Demasiadas.
Ahora bien, si el hecho de tener muchas caras sólo puede ser algo jodida y gozosamente positivo si implica que alguien como Olsen es capaz de ofrecer un disco como este «My Woman«, donde PJ Harvey se encuentra con Fiona Apple y donde somos capaces de vislumbrar la posibilidad de un Nick Cave haciendo algo que sería impensable en él: explorar su lado femenino. Mira, otro que ha hecho un disco regulero en este año 2016. ¿No podéis aprender de Angel, chiquis?
Más información en la web de Angel Olsen. Escucha «My Woman» en Apple Music y en Spotify.
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Viet Cong tuvieron que cambiarse el nombre forzados por la opinión pública… Y eso les causó un mal rollo que han vertido en su primer disco homónimo como Preoccupations.
PREOCCUPATIONS / Preoccupations. El trance por el que tuvieron que pasar Preoccupations cuando se vieron obligados a cambiar su primer nombre, Viet Cong, porque algunos lo consideraban ofensivo debido a sus connotaciones culturales y políticas, fue uno más de los asuntos con los que tuvieron que lidiar sus miembros durante la composición y grabación de “Preoccupations” (Jagjaguwar, 2016), nacido al rebufo de relaciones sentimentales rotas, forzosos cambios de residencia, incómodas mudanzas y su redefinición como banda.
No es de extrañar, pues, que se hubieran rebautizado con una denominación tan pesimista como explícita y, por extensión, que hubiesen elegido un encabezamiento homónimo para su nuevo disco. Inevitablemente, las negativas vibraciones transmitidas por los hechos relatados se filtraron por cada poro de “Preoccupations”, hasta impregnar los títulos de los cortes (una sola palabra para cada uno, de significados ásperos que se conectan con su fondo y forma: ansiedad, monotonía, degradado, prohibido…) y su resolución sónica, basada en una mezcla de rock arisco, noise domesticado y post-punk tenebroso compactada bajo una atmósfera amenazante y, por momentos, asfixiante en la que rebotan ecos de Bauhaus, Suicide, Joy Division, A Place To Bury Strangers y The Soft Moon.
En medio de ese paisaje sombrío con un horizonte pintado de negro, “Preoccupations” exhibe un sonido de tensión variable y penetrante, que atraviesa la epidermis como una brillante y afilada daga. El grupo canadiense demuestra así que no sólo conserva el poderoso estilo desplegado en el anterior “Viet Cong” (Jagjaguwar, 2015), sino que además lo matiza permitiendo que asomen entre las descargas eléctricas y los ritmos espartanos melodías cuasi pop como las que transpiran “Anxiety” -pese a su arquitectura gótica- o “Degraded” -con el vocalista y bajista Matt Flegel mirando cara a cara a Peter Murphy-. Pero este álbum no discurre por un camino fácil ni previsible, sino a través de uno en el que sus extremos se tocan. Tanto, que aquí conviven remansos de aparente paz de poco más de un minuto de duración (“Sense” y “Forbbiden”) con una odisea post-punk, “Memory” -con Dan Boeckner de Wolf Parade-, que supera los once y funciona como centro de gravedad de “Preoccupations” al condensar su ideario lírico y sonoro.
Al final, queda la sensación de que Preoccupations han volcado todas sus angustias en un trabajo que actúa como terapia de desahogo para purgar emociones tóxicas acumuladas. Aunque esta sesión psicoanalítica no se realizó en un diván, sino con el cilicio sónico bien apretado en busca de los efectos sanadores del rock ruidoso y descarnado.
Más información en la web de Preoccupations. Escucha «Preoccupations» en Apple Music o en Spotify.
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