Las voces (muy diferentes entre sí) de diversas directoras de cine son las que marcan el ritmo de las primeras jornadas del Festival de San Sebastián 2016.
“Toni Erdmann” llegaba al Festival de San Sebastián 2016 desde Cannes con la vitola de ser una de las películas del año. Tras su pase, poco podemos argumentar en su contra. La relación entre una mujer absorbida por su trabajo y su peculiar padre, del que parece emocionalmente desvinculada, da lugar a una obra de calado hondo pese a su aparente sencillez narrativa. Y es que una de las virtudes más destacables de esta notable película es su capacidad para gestionar de forma ilusoriamente simple, sin alardes, un caudal de emociones poco sospechado a priori.
La cineasta alemana Maren Ade parece tomar en su película el relevo de Roy Andersson para crear con una cadencia casi mortecina un tratado sobre lo humano desde la perplejidad. Lo hace a partir de escenarios imposibles, muy destacablemente en su segmento central, lleno de exposiciones que de alguna forma revientan el nuevo capitalismo en lo que parecen pequeños détournements escénicos (la escena de la eyaculación sobre un cupcake a modo de topping ultraecológico sería un buen ejemplo de situacionismo aplicado al siglo XXI). Así, se crea un desajuste entre una comicidad in crescendo que termina como un constructo deudor del teatro del absurdo y una forma de filmar relajada, que parece una narración documental sobre la cotidianidad del animal humano, algo que efectivamente recuerda ciertos pasajes de “Una Paloma se Posó en una Rama a Reflexionar sobre la Existencia” del mencionado Andersson.
Es esta una película de contrastes más allá de lo antes mencionado, puesto que Ade establece de igual forma un contrapunto ente significado y significante. Me explico. “Toni Erdmann” aloja por su propia naturaleza argumental una profundidad implícita que remueve nuestra conciencia, principalmente a partir de la compleja relación paterno-filial que se relata y cuyo conflicto queda resulto mediante dos hermosísimas catarsis, si bien también pone sobre el tablero cuestiones como la trágica percepción de uno mismo, el influjo del entorno sobre esta percepción y los mecanismos de ruptura de dicho influjo, en una especie de emancipación moral de nosotros mismos. Y toda esa amargura, toda esa reflexión vital, recibe un tratamiento de comedia bastarda, donde se dan la mano un fino humor casi dadaísta y una gestualidad grosera (con una dentadura postiza como elemento hereditario que acaba resultando clave en el devenir del destino de los protagonistas: Dentium Ex Machina): un auténtico slapstick del alma. Desde luego, si “Toni Erdmann” ha jugado a ser la comedia más triste de la historia del cine, por momentos lo ha conseguido.
El inicio del Festival de San Sebastián ha traído consigo una marcada impronta femenina. A la mencionada Maren Ade, hay que sumarle la presencia de Mia Hansen-Løve con su esperada nueva obra tras “Eden”, la de Milagros Mumenthaler con “La Idea de un Lago” y la de Emmanuelle Bercot, directora de “La Doctora de Brest”, que servía para inaugurar la Sección Oficial.
Poco bueno podemos decir de esta última, crónica sobre el caso real de Irène Frachon, una neumóloga, interpretada por Sidse Babett Knudsen, en lucha contra una gran empresa farmacéutica francesa por la distribución de un medicamento antidiabético causante de varias muertes por valvulopatía cardíaca. La obra de Bercot, con su par de metáforas sonrojantes (la doctora hundiéndose en la marea en una ensoñación recurrente o haciendo de Sísifo moderno contra una puerta giratoria atascada) y su narrativa caducada, se queda en anécdota previsible, moderadamente plomiza y bastante inocua. Se queda en una acumulación de todos los tics y clichés habidos y por haber en el drama de trasfondo socio-legal, cuyo mayor mérito es quizás que, pese a eso, o gracias a eso, la proyección de la película se cerró con una ovación final de un público extremadamente generoso, lo cual nos hace caer en la cuenta de reflexiones no precisamente halagüeñas sobre hacia dónde va el cine y hacia dónde va el espectador.
En las antípodas en cuanto a trascendencia cinematográfica se sitúa la hermosísima “La Idea de un Lago” de Milagros Mumenthaler, un juego discretísimo en sus formas, perfecto en su sencillez, sobre la memoria, sobre el cauce de los recuerdos y la impronta que deja el pasado en nuestro presente. La futura maternidad de una mujer recién separada y la creación de un libro de poemas basados en sus recuerdos son los dos recursos utilizados como elementos axiales en la narración de Mumenthaler para realzar el diálogo que establece la protagonista consigo misma y con su entorno más íntimo y que se proyecta sobre nosotros. Porque efectivamente, como ocurre con las cosas que realmente importan, en “La Idea de un Lago” la integración emocional entre protagonista y espectador se antoja máxima, y la proyección de las reflexiones establecidas en la obra están trazadas mediante un calco milimétrico, escala 1:1, sobre nosotros. Seguramente por eso la película de Mumenthaler duele tanto como cura.
Vertebrada en una aparente liviandad, sin disonancias formales, las transiciones entre presente y pasado fluyen pausadas en la narración, como fluye el Renault 4LT verde sobre el lago del título, alegoría fundamental sobre el espectro global de una infancia aparentemente perdida y ahora recuperada en la gravidez de la protagonista, vinculando genealógicamente así el trinomio hija-mujer-madre.
En esencia, se trata de una obra que hace enorme lo minúsculo, trasciende lo material en etéreo como las luces de las linternas en busca de unos niños perdidos se convierten en elementos mágicos, esferas luminosas que se mueven azarosas sobre el fondo de la noche. Porque este puzzle que nos plantea Mumenthaler en voz baja, casi susurrado, una vez completado acaba dibujando un elogio de la memoria alejado de falsa nostalgia pero sinceramente conmovedor.
Con Mia Hansen-Løve me pasa que una de cal y una de arena. Y, pareciéndome como me parece que la autora francesa no tiene una sola película mala en su filmografía y que tanto “Eden” como “El Padre de mis Hijos” son dos películas sobresalientes, confieso que tengo mis problemas con “Un Amor de Juventud”. Por desgracia, las sensaciones que me deja “El Porvenir”, recién presentada en el festival, se acercan más a la discreta decepción que también supuso en su día aquella película.
“El Porvenir” cuenta la historia de una profesora de filosofía interpretada por Isabelle Huppert que prácticamente de un día para otro se encuentra con una libertad emocional y vital poco sospechada. Decir que qué bien Isabelle Huppert, que qué maravilla de interpretación, que cómo ella sostiene la película se ha dicho tantas veces a lo largo de estos últimos años que hay que tener mucha vergüenza torera para incidir en ello. No, eso no es ninguna novedad. Como tampoco lo es que Hansen-Løve siga manteniendo aquí esa habilidad innata a la hora de rodar ajustando el tono de su película al relato narrado en la misma, enfatizando en la elipsis para crear una especie de ensoñación en su trabajo.
No obstante aquí, creo, se le va la mano con una cierta cursilería que adivinaba superada tras “Eden”, con ese segmento recurrente en una idílica casa en el campo con unos idílicos jóvenes filósofos bohemios y unas idílicas cenas con idílicos discos sonando de fondo mientras practican el idílico namedropping de sus autores de cabecera. Son cuestiones si se quiere nimias dentro del contexto global de la obra, pequeñeces que poco deberían importar, pero que entiendo como demasiado gratuitas, demasiado disonantes, y, de alguna forma, me expulsan moderadamente de la película. Sea como fuere, contaremos la apreciable “El Porvenir” como un pequeño paso en falso en la carrera de Hansen-Løve para seguir postulándose como una de las cineastas más importantes de este siglo.
Una carrera donde tiene como uno de sus mayores rivales, por así decirlo, a su compatriota Bertrand Bonello, cuya película “Nocturama” ha servido para crear un ambiente de guerracivilismo entre la crítica del festival, con un sector de devotos irredentos enfrentado a un grupo de personas indignado con la difícil propuesta del cineasta francés. La verdad es que no todo vale a la hora de juzgar una película en caliente, pero también es cierto que no hay forma sencilla de abordar la película del admirable Bonello. Y no la hay porque, en esta historia sobre unos jóvenes que se organizan para cometer diversos atentados terroristas simultáneos en París, la primera intuición es juzgarla moralmente.
Primer error: creo que no hay una forma válida de juzgar su moralidad. En ese sentido, dada su complejidad, su dualidad, “Nocturama” admite tantas lecturas como, quizás más acertadamente, no admite ninguna. El desarrollo de la película nos arrastra desde unas consideraciones iniciales que intuimos políticas (varias escenas, como bien señalaba la compañera Jara Cooper durante la proyección, que retrotraen al Godard de 1966-1967, e incluso aparece de fondo una cafetería –guiño, guiño– llamada Le Week-End) hacia un desagüe donde dichos planteamientos originales se desdibujan en un torbellino lúdico, casi un vodevil, como certifica la maravillosa pero incómoda escena del improvisado lipsync que se marca uno de los jóvenes del “My Way” en la interpretación de Shirley Bassey.
Ahí, desatado en el tercio final del último acto (el segmento del encierro en el centro comercial), el director y sus protagonistas deciden quedarse up all night to get lucky y, mientras los terroristas mudan sus líneas estéticas -se maquillan, cambian su atuendo por ropa elegante-, Bertrand Bonello decide acompañarles, sin pedir permiso, en un acto voyeur, sí, pero no esencialmente cómplice. Es en ese último acto donde Bonello se mimetiza con sus protagonistas y decide poner a plano su esencia estilística: los movimientos suntuosos de cámara acompañando a los de sus actores, regocijándose en la veleidad de los cuerpos y en la belleza de lo material, toman una presencia que hasta ahora se nos había negado. El director vuelve a fragmentar la pantalla, como hizo en “Casa de Tolerancia” y en “Saint Laurent”, utilizando aquí brillantemente el recurso de las pantallas de video-vigilancia, a lo que le suma la parcelación de la línea temporal, creando una especie de canon musical con superposiciones y vaivenes temporales en el desenlace de la película. De igual manera, el cineasta vuelve a recontextualizar su narración mediante la interacción de la música pop, puesto que además de la mencionada escena clave a propósito de “My Way”, el mítico “Call Me” de Blondie suena casi a modo de grito de socorro o de liberación y el “I Don’t Like” de Chief Keef parece cobrar una intención épica en esa rebelión de unos jóvenes declarada contra un ¿sistema? del que finalmente no son solo cómplices, sino perpetuadores.
“Nocturama” es una barrabasada genial, incómoda, brutal (la reflexión sobre el Islam y los asnos es devastadora) y de alguna forma clarividente, en la que unos muchachos acaban confundiéndose con maniquíes de grandes almacenes porque quizás nuestra moral, nuestra heroicidad, nuestros actos y nuestra supuesta particularidad en tanto que humanos no dista tanto de lo mostrado por una figura antropomorfa de plástico. La obra termina formulando varias cuestiones: ¿dónde situamos la frontera de la justicia? ¿Dónde ponemos los límites del perdón? ¿Dónde colocamos el umbral de la comprensión? Bonello plantea todas estas preguntas pero ofrece como única respuesta una carcajada violenta en la cara del espectador. Y en esa carcajada nos parece entreoír la, creo, auténtica revelación de “Nocturama”: en esta vida no hay buenos ni malos, solo gilipollas.