«Diario de un Incesto» es, más que probablemente, el libro más polémico del año… Y, sin embargo, poco se está hablando de lo necesario que es.
Puedo entender perfectamente que gran parte de los lectores que lleguen hasta «Diario de un Incesto» acaben escaldados y perdidos en un mar de desconcierto. Al fin y al cabo, viviendo en la era en la que vivimos, lo más normal es que el lector medio espere encontrar en este libro anónimo una especie de lamento desgarrado por parte de una víctima que expone su vida truncada. ¿Qué era es esta en la que vivimos que conduce a este tipo de presunciones? La era de la simplificación de conceptos en pos de una polaridad maniqueista absoluta: algo puede ser bueno o malo, positivo o negativo, beneficioso o perjudicial, pero lo que no puede permitirse es ostentar términos intermedios. En el mundo del blanco o el negro, no hay posibilidad para los grises.
Y, sin la capacidad para explorar y asimilar los grises, la palabra «incesto» conduce directamente al juicio de valor. La palabra «incesto» conduce, de hecho, a todo un conjunto de conceptos que orbitan a su alrededor como «violación», «relación sexual no consentida», «pedofilia» y varias más que, sin embargo, nada tienen que ver con la etimología del propio término. Según la RAE, el «incesto» es una «relación carnal entre parientes dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio». Nada más. Y nada menos.
Sin la capacidad para explorar y asimilar los grises, habrá quien sienta frustración e incluso indignación al encontrar que la persona que escribe «Diario de un Incesto» lo hace reconociendo lo siguiente desde las primeras páginas: «Mi padre es mi secreto. Sus violaciones son mi secreto. Pero el secreto que encierra ese secreto es que a veces me gustaba. A veces lo estaba deseando y a veces lo seducía para que me follara«. Se intuye en este diario mucho de escritura terapéutica, mucho de sacar hacia fuera lo que duele dentro para que no se enquiste. Una forma realmente impactante de exponer ciertos hechos de forma ordenada y visceral (sin perder cierta pluma poética y emocionalmente desarmante) que, si no es así, nunca serían expuestos y quedarían totalmente barridos bajo la alfombra de una sociedad que, ante este tipo de grises morales, prefiere no tener que cuestionarse unidades básicas de la moral tan solidificadas como que «el incesto está mal».
Y, ojo, que la escritora de este «Diario de un Incesto» deja bien claro que ha intentado en contadas ocasiones explicar lo ocurrido a personas de su entorno familiar e incluso a amigos y pareja, y que el resultado siempre ha sido el mismo: no le han creído… o no le han querido creer. Será que, al fin y al cabo, su postura es una rotunda negativa ante la tentación de victimizarse a si misma, de permitir que lo vivido la sitúe en una posición servil. Aceptar lo ocurrido, aceptar incluso que hubo cierta parte de sexo consentido y numerosas ocasiones en las que ella misma buscó a su padre para mantener relaciones sexuales, tiene mucho de empoderamiento. Y negarle a la narradora ese empoderamiento porque va en contra de una cláusula moral de la Edad Media es, simple y llanamente, tan retrógrado que duele.
«Diario de un Incesto» tiene mucho de arrancarse una costra sabiendo que va a doler un segundo, que sangrará a continuación, pero que también ayudará a sanar (y que incluso proporcionará cierta sensación de placer que siempre aparece cuando se calma el dolor). La escritora de este diario a veces se muestra frontal y asertiva con el incesto: «El sexo con mi padre me dejó huérfana«. Una única frase capaz de decir tanto y de obligarte a reflexionar en torno a algo tan básico como que, al introducir el sexo en una relación familiar, ambas personas quedan relevadas de alguna forma u otra de sus propias funciones dentro de esa misma unidad familiar y pasan a habitar el terreno de la nada y la incertidumbre.
Pero también es capaz de enfrentarse al incesto con parábolas que acaban resultando igual de elocuentes: «No sé qué hay de cierto en ello, pero tengo, y siempre he tenido, la impresión de que en realidad mi padre quería matarme, y que yo lo seduje para impedir que lo hiciera. Recurrí a la sensualidad para seguir con vida. Salvé mi vida dándole placer sexual. Y él se hizo adicto a nuestras relaciones sexuales, y a mi me ocurrió lo mismo«. Parábolas preñadas de grises morales que entierran un personaje tan simplificado como el de Lolita y se embarcan en la construcción de algo mucho más complejo. Algo que, debido a su propia condición de psique fragmentada por el trauma, nunca acaba de construirse y solo se vislumbra a través de grietas y fisuras.
Es así como percibimos que, más que probablemente, el padre de la escritora de este diario consiguiera su consenso victimizándose a él mismo, haciendo sentir a su hija que, sin el sexo que ella le proporcionaba, incluso podría haberse llegado a suicidar. Haciéndole sentir que fue ella la que susurró cantos de sirena impropios de una niña y, sobre todo, imposibles de obviar cuando tu mujer incluso te empuja hacia ellos. Pero también percibimos que ese pedacito de la narradora que consintió y buscó también se desarrolla a medida que la persona madura, de tal forma que acaba viendo el mundo y construyendo su red de relaciones humanas a través de su trauma. Sus primera pareja adulta es un señor mayor en el que proyecta precisamente la horfandad mencionada más arriba. Y continuamente observa el mundo a su alrededor detectando patrones de conducta inquietantes entre padres e hijos.
«Diario de un Incesto» es un proceso de construcción de una persona que siempre estará incompleta por culpa de un trauma. Pero, a la vez, es una necesaria colleja en la moral del siglo 21, una moral que creemos avanzada pero que sigue funcionando en torno a binomios maniqueistas y que todavía es incapaz de asimilar, explicar y aprehender complejidades como la propuesta en este diario. [Más información en la web de la editorial Malpaso]