Dejar Bilbao, todas las veces que he dejado Bilbao después de tocar allí, me ha producido una sensación de melancolía súbita. Habitualmente, vuelvo a casa desde allí y claro, salir de la ciudad implica volver, empezar el camino de vuelta. No es algo divertido cuando vuelves de hacer algo que te gusta mucho hacer, claro. Me pasa cuando voy a la sierra, o a pescar. Esto me pasa desde que era un crío: el momento en el que empezabas a desandar el camino que habías andado para llegar, aquel mismo día por la mañana, era el peor del camino de vuelta. Pero esta vez no tuve esta sensación. Esta vez sólo dejaba Bilbao para ir a Pamplona.
La distancia es realmente asequible y llegamos muy pronto. Yo ya había tocado antes en esta ciudad, hace muchos años, pero no recordaba exactamente dónde. Sí que recuerdo muy bien aquellos conciertos en el norte con Standstill, cuando yo tocaba en Renochild. Aprendí mucho de todo aquello y recuerdo especialmente una conversación con Elías, entonces bajista de la banda catalana y hoy motor de Eh!, en la que me decía que no importaba cuánta gente venía a un concierto, si una o cien. La banda tenía que darlo todo, independientemente del público que se reuniese delante para verles tocar. Esa noche no hubo más que diez o quince personas en el público y ellos dieron uno de los mejores conciertos que recuerdo haber visto nunca.
Busqué en Google el sitio en el que habíamos tocado entonces y lo encontré: sala Vaivén se llamaba, y resultó estar a menos de cien metros del hotel, y a no más de doscientos de la sala en la que tocaríamos esa noche, seis años y mcedio después. Sigue allí y sigue abierta como discoteca, con el mismo nombre.
A medio día, salimos a pasear por el centro de Pamplona y a buscar un sitio en el que comer. Tengo que decir que la Plaza Consistorial, ésa que vemos todos los años a primeros de julio por la tele, atestada de personas vestidas de blanco celebrando el comienzo de los San Fermines, no es tan grande como parece. Había muchísima gente en el centro, ya no sólo transeúntes, sino reuniones de amigos comiendo en mesas que parecían haber montado ellos mismos en la calle; además de mucha gente en cada bar o restaurante, y la mayoría llevaba un pañuelito al cuello, con cuadritos pequeños, azules y blancos. Había incluso un campeonato de Pelota Mano en un parque, a las afueras del casco viejo.
Jose y yo pusimos en común nuestras observaciones de campo y llegamos a dos conclusiones… Por un lado, estaba claro que algo pasaba en el centro de Pamplona, no supimos que se trataba del San Fermín Chico hasta unas horas después; por otro lado, no teníamos buenas sensaciones con respecto al concierto de la noche. Se mascaba la tragedia.
Ya habiendo probado sonido y una vez dejamos todo listo para que hicieran su prueba nuestros amigos de Trichome (la banda que nos acompañaba anoche), nos fuimos a cenar. Por primera vez en la gira terminamos entrando en un restaurante chino, pero es que este era absolutamente irresistible… Tenía un árbol de plástico dentro del comedor y su decoración generaba serias dudas sobre si estaba uno en un restaurante o en un decorado de «El Señor de los Anillos«: un sitio muy loco que no podíamos dejar pasar.
Llegamos a la sala a las diez, hora a la que se había anunciado nuestro concierto. No había nadie. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie. Nos sentamos en un banco cerca de la puerta de la sala, planteándonos qué hacer si, finalmente, se consumaba la catástrofe total, pero en ese momento aparecieron dos señoritas y respiramos tranquilos… ¡Todo lo tranquilo que se puede respirar cuando vendes dos entradas para un concierto! Pedro, el promotor de la sala, nos decía que Pamplona es una plaza complicada y yo pensaba mucho en la conversación con Elías, muchos años atrás. Así las cosas, nos subimos a tocar como si hubiese doscientas personas en el público en vez de dos, como debe ser, por supuesto. Tengo que decir que, en realidad, había más de dos personas, claro. Estaban los camareros, el dueño de la sala, los chicos de Trichome y estas dos chicas… Eran nueve.
Como no podía ser de otro modo, invitamos a pasar sin pagar a aquellas dos señoritas, e incluso las invitamos a tomar algo. Luego ellas nos devolvieron la invitación sacándonos de paseo por la noche pamplonica. Fue muy, muy divertido y nos fuimos a la cama con la sensación de que hacer esto merece la pena, a pesar de todo.
Hoy escribo ya desde nuestros segundos días de descanso. Esta vez estamos en un pueblo pequeño al norte de La Rioja, en el que pasaremos las próximas treinta y seis horas antes de abandonar definitivamente las montañas y el norte en esta gira para llegar a Madrid. Huele a chimeneas y hace muchísimo frío en la calle.
Buenas noches.
[Esteban R.]