¿Alguna vez te habías parado a pensar que el realismo mágico queda muy cerca de la pesadilla? Eso es lo que ocurre en «El Diablo de las Provincias»…
El peso de algunos nombres sobre el cuerpo de la literatura latinoamericana es, para qué vamos a negarlo, muy poderoso. Demasiado. O por lo menos lo es para alguien como yo, que directamente tiene un conocimiento si no superficial sí no tan profundo como gustaría… De esta forma, resulta inevitable pensar que el realismo mágico es uno de esos géneros que tienen una importancia vital en la literatura sudamericana, ya sea desde las alturas inalcanzables de Gabriel García Márquez hasta las planicies más próximas a lo popular de autoras como Isabel Allende o Laura Esquivel.
Lo que no pensamos a menudo (o, por lo menos, yo no lo pienso) es que la magia de este realismo, privada de su luz, es muy cercana a la pesadilla. Dicho de otra forma: el realismo mágico se toma libertades que solo parecen posibles en un mundo de ensueño, pero es que esa misma libertad puede ser algo pesadillesco si se vive en la penumbra. Vamos, que si a García Márquez le quitas la luz te queda un bonito Lynch, y si al pueblo de Twin Peaks le alumbras con un sol bien pletórico te queda un precioso Macondo.
Y si digo todo esto aquí y ahora es porque esa proximidad entre ambos referentes me ha parecido muy pero que muy elocuente mientras leía «El Diablo de las Provincias» de Juan Cárdenas. El punto de partida no podía ser más David Lynch, con un biólogo desnortado que vuelve a su pequeña ciudad natal para trabajar como profesor de unas niñas tanto o más desnortadas que él y se encuentra con una espiral onírica en la que danzan tanto su propio pasado en el lugar como el espectro de su hermano muerto, homosexual que nunca se permitió salir del armario por mucho que su condición sexual fuera un secreto a voces. Si no te parece lo suficientemente pesadillesco, súmale un parto de una criatura peluda, desapariciones misteriosas, conversaciones místicas con un camello de maría y una novia del pasado que reaparece (amputada) para proponerle al biólogo protagonista que trabaje para una compañía que quiere salvar un cultivo que, básicamente, es una plaga y está exprimiendo la riqueza de la tierra local.
Que el protagonista sea un biólogo no parece casual en «El Diablo de las Provincias«, y el mero hecho de que nunca conozcamos su nombre propio y Cardenas se refiera a él continuamente como «el biólogo» debería dejar a las claras el carácter genérico, casi de espejo, con el que está planteado este personaje. El biólogo se encuentra en un momento de tránsito, ese momento por el que todos pasamos en el que hay que seguir luchando por hacer realidad sueños (o algo que se les parezca, entendiendo aquí «sueño» como «tener un trabajo digno y con una mínima moral», tampoco es pedir mucho, ¿no?) o ganarse la vida lo mejor posible sin tener en cuenta si es la opción más moral o no.
Y es que, desde el principio, el biólogo arroja una visión del mundo propia de un luchador verde de Greenpeace: «Una de estas chicas, que mostraba una barriguita puntuda bajo el suéter holgado del uniforme, lo interrumpió durante una clase en la que se hablaba sobre Darwin y la Teoría de la Evolución. Le preguntó si Dios había hecho que cada animal y cada planta tuviera una tarea propia. Y el biólogo, incapaz de interpretar el repentino interés de la muchachita, pero igualmente emocionado por la posibilidad de enseñarle algo, se lanzó a explicar que no necesariamente, que así como había algunos rasgos desarrollados con un fin específico también se presentaban muchos casos en los que la evolución parecía ir en contra de toda razón, de todo diseño. Digamos que la naturaleza no deja de inventar cosas, pero buena parte de lo que inventa es inútil durante milenios y no es raro que una adaptación se atrofie o, al revés, que cambie de utilidad«.
De hecho, hay momentos en los que Cárdenas se deja las sutilidades en casa para hacernos partícipe de un discurso que, por simple, no deja de ser poderosamente verdadero y urgente: «El hombre es el principal y más nocivo agente de cambio climático, incluso se lo puede considerar un agente geológico. Estamos destruyendo el planeta, estamos modificando radicalmente toda la vida, pero no podemos parar, ya no podemos parar. No solo acabamos con lo que hay en la superficie, somos peores que el gorgojo, nos metemos al interior de la tierra y sacamos oro, carbón, petróleo. Somos una plaga«.
Ahora bien, el gran acierto de Juan Cárdenas es precisamente no permitirse caer del lado de los idealismos, consciente de que no son tiempos para grandes utopías y que, al final, los grandes gestos están muy bien en la literatura pero rara vez se dan en la realidad, mucho menos cuando se trata de decidir entre ser una persona que gane un mínimo de dinero o ser un indigente con la moral intacta. Acertadamente, «El Diablo de las Provincias» parece hacer suyo un párrafo del propio Cárdenas en el que se nos explica qué ocurrió con la historia del hermano gay muerto: «No hay mejor forma de matar una historia que volviéndola cada vez más complicada, ahogándola de información inútil y desconcertante«.
De esta forma, la historia del biólogo se va complicando de una forma tan surrealista, sin darnos nunca las claves de lo que realmente está pasando, que finalmente la decisión del protagonista (que no revelaré aquí para no incurrir en spoilers, pero que es la más verosímil posible a la vez que se plantea de una forma descafeinada y desganada, tan en sintonía con la propia naturaleza de esa misma elección), no es solo justificable… Sino que es tan coherente que sabes que es lo que habrías hecho tú. O lo que habría hecho yo. Porque ya no hay espacio para el realismo mágico: en tiempos de pesadilla, lo mejor es quedarse con el realismo a secas. [Más información en la web de Periférica]