Jeffrey Brown ya no es el que era… Y esta frase que solemos decir de esa gente que no nos cae nada bien para poner en relieve lo mal que están ahora en comparación con tiempos pasados que siempre fueron mejores, en este caso en concreto resulta significar todo lo contrario. Porque es inevitable que, cuando un lector habitual de cómics como «Torpe» o «Piltrafilla» se tope con «De Padres e Hijos«, resulte inevitable que adore todo lo que siempre hemos adorado siempre en la obra de Brown (su atomizada y dispersa narrativa, su dibujo altamente emocional, su visión de la vida entre ricamente introspectiva y ávidamente observadora) pero, sobre todo, que se congratule en la gigantesca evolución que ha sufrido la aproximación de Jeffrey al arte de la viñeta. Y no lo digo sólo por ese trazo cada vez más personal e intransferible, ahora además a todo color…
Lo digo porque, definitivamente, Jeffrey Brown está madurando. Se está haciendo mayor, que diría alguien con ganas de hacer leña del árbol caído sin saber que, en este caso en concreto, hacerse mayor es lo mejor que le podía pasar a un artista que no podía verse eternamente encadenado a un sempiterno peterpanismo que parecía llevarle de fracaso parejil a fracaso parejil como un ridículo young adult que se niega a aceptar que ya hace algunos años que entró en la treintena. Por suerte, ya desde su concepción, «De Padres e Hijos» (publicado en nuestro país por La Cúpula) se aleja de las habituales tramas de Brown, tan apegadas siempre al diario autobiográfico de penas sentimentales ahogadas en la mejor banda sonora de música independiente, y trae al frente a un hombre que no sólo parece establemente emparejado, sino que incluso se nos revela como padre de un adorable niño llamado Óscar que le sirve a Jeffrey para apoyar su nuevo cómic en una escalera generacional pluscuamperfecta.
Los destellos de madurez no se acaban en los detalles puramente biográficos (hijo, marido, padre), sino que también se hacen patentes en los temas que trata «De Padres e Hijos«: si, habitualmente, Brown ya había mostrado una profunda tendencia hacia la melancolía escoradamente pesimista a la hora de mirar al mundo a su alrededor, en esta ocasión resulta que no sólo mira a su alrededor, sino que mira hacia arriba (o más bien hacia abajo, hacia el polvo que eres y el polvo en el que te convertirás) para plantearse temas religiosos (su crecimiento en el seno de una familia recalcitrantemente católica y su posterior alejamiento de esta doctrina) y existenciales (sobre cómo abordar la transmisión de valores de una generación a la siguiente).
Estas disquisiciones, sumadas a una deliciosa e inexistente estructura narrativa en la que se apelotonan los recuerdos de forma aparentemente desordenada, acaban dando forma a un álbum que se lee como quien se reencuentra con un amigo al que hace año que no ves porque, básicamente, ahora ambos tenéis una familia y un trabajo del que ocuparos. Un reencuentro en un bar en el que os contáis anécdotas que no son más que muletas para seguir hablando de lo que hablabais cuando creíais que siempre seríais Peter Panes: de lo que ves cuando miras al cielo y te da por pensar sobre qué significa vivir.