El D’A 2018 se acaba de clausurar y a sus espaldas deja no solo un palmarés glorioso, sino también un recordatorio de que el BUEN CINE sigue existiendo. Y que es mejor que nunca.
Acabamos de cerrar el D’A 2018, que se ha celebrado del 26 de abril hasta el 6 de mayo en Barcelona, y bien pudiera parecer, como siempre ocurre en este tipo de festivales, que el mayor legado que van a dejar estas jornadas bien repletas de cine de autor es el recientemente anunciado palmarés… Más todavía si tenemos en cuenta que, tal y como yo mismo afirmé hace unos días en esta otra crónica, el festival de este año ha prestado especial atención a la relación (a múltiples niveles) de la mujer y el cine. Así las cosas, no es de extrañar que dos de los grandes premios del certamen hayan ido a parar a mujeres: Rima Das se ha hecho con el premio Talents (valorado en 6.000 euros) por «Village Rockers«, mientras que el Premio de la Crítica ha ido a parar a «Trinta Lumes» de Diana Toucedo.
No solo eso: Meritxell Colell ha sido distinguida por el jurado con una Mención Especial por «Con El Viento«. Y, de hecho, otra Mención Especial ha ido a parar para un film dirigido por un hombre, «Ava» de Sadaf Foroughi, pero cuyo argumento aborda la presión de los guardianes de la moral sobre las chicas jóvenes en Irán. Y, como todo no podía ser empoderamiento femenino en el palmarés, los galardones se han completado con otra Mención Especial más para «3/4» de Ilian Metev, el Premio Sala Jove para la loquísima «Night is Short, Walk on Girl» de Masaaki Yuasa y el Premio del Público para «A Ciambra» de Jonas Carpignano.
Pero repito: bien pudiera parecer que el legado del D’A 2018 es este glorioso palmarés… Cuando, sinceramente, opino que el legado real es más bien otro. Y es que varias películas de las últimas jornadas del festival barcelonés me han recordado algo que tiendo a olvidar con demasiada frecuencia: me han refrescado la memoria sobre cómo es el BUEN CINE de verdad. Ya sea de autor o de no autor. Ya sea presente, pasado o futuro. Ya sea nacional o internacional. El BUEN CINE es ese que es capaz de quebrarle el espinazo al déficit de atención al que nos ha llevado la adicción al móvil y obligarte a prestar atención a la pantalla durante dos horas (más o menos), sin mirar tu smartphone ni un segundo.
BUEN CINE, por ejemplo, como el que siempre ha practicado Andrew Haigh… Y como el que practica de nuevo a máxima potencia en su nueva «Lean on Pete«. Después de desembarazarse en «45 Años» del sanbenito de salvador del cine LGBTIQ que muchos quisieron endilgarle a tenor de aquellas dos maravillas que fueron el film «Weekend» y la serie «Looking«, ahora Haigh vuelve a demostrar que lo suyo es el cine sin corsés de ningún tipo con una de esas historias destinadas a acompañar al espectador mucho tiempo después de haber visto «Lean on Pete«.
Es esta una película con tantas capas de sentido que abruma. Habrá quien se quede en la historia del amor incondicional que un chaval vuelca sobre un caballo tras el fallecimiento de su padre… Pero es que aquí hay mucho más: hay una vibrante denuncia política de una alarmante situación en la que un chaval que necesita urgentemente la ayuda del sistema se escurre por las grietas del mismo y se ve abocado a una espiral de violencia y precariedad que asusta. También está la marca de la casa de Andrew Haigh: un personaje central desesperado por tender lazos emocionales hacia otras personas de su entorna para dar sentido a su existencia.
Y, sobre todo, en «Lean on Pete» hay una realización forma de huida hacia adelante que no te deja respirar y que va cambiando de piel (ahora es cine costumbrista de chaval en el sur de EEUU, luego es thriller de escapada hacia el abismo, más tarde es film de terror ubicado en un mundo poblado de vagabundos) hasta que, de tanto mutar, acaba desembocando en una esquizofrenia final que, incluso en ese plano final en el que el chaval protagonista le sostiene la mirada a la cámara, no queda claro si tiene solución o no por mucho que parezca haber encontrado su lugar en el mundo.
También es BUEN CINE lo que ha conseguido facturar Sebastián Lelio en su primera película dentro de la industria cinematográfica yanki antes de que llegue lo que muchos están esperando: su propio remake de «Gloria«, esta vez con Nicole Kidman como protagonista. «Disobedience» podría quedar, entonces, como «película puente» hacia el verdadero campanazo de Lelio en EEUU… Pero, ojo, porque esto no es una «película puente», sino más bien una «película palacio» en la que el director consigue ser él mismo incluso reduciendo al mínimo común denominador lo que muchos pensábamos que ya habíamos localizado y definido como su estilo.
Aquí no hay estallidos de color ni uso de la música como trampolín hacia escenas de pura fantasía en las que Xavier Dolan y Pedro Almodóvar se dan la mano. Ni mucho menos. «Disobedience» es una película de colores grises y realización transparente, sin alardes y, sobre todo, sin treguas al realismo mágico (lo máximo vendrían a ser esos escasos segundos en los que The Cure suenan en una radio antes de que la protagonista la apague y arranque el verdadero drama del film). Lo que sí que hay aquí es el gusto de Lelio por los personajes estigmatizados por su propia diferencia, en este caso una fotógrafa que abandonó tiempo atrás su comunidad judía ortodoxa para ir a vivir de forma más libre en Nueva York.
Su regreso años después debido a la muerte de su padre será algo así como el veneno que se filtra en las aguas aparentemente tranquilas: un veneno que hará que algunos cadáveres floten hacia la superficie… Pero que también obligará a algunos peces que se creían adormilados a huir hacia aguas en las que se sientan más cómodos. Eso sí, en «Disobedience» no hay peces, sino una historia de amor prohibido que es abordada por Lelio sin permitirse caer en ningún cliché y aplicando esa naturalidad extrema con la que el director siempre consigue plasmar con normalidad lo que otros tachan de anormal. E incluso de aberrante.
Y, en definitiva, BUEN CINE es ese que es capaz de atraparte e incluso de retorcerte el estómago cuando, de entrada, lo tiene todo para que no puedas sentirte identificado con él de ninguna de las maneras. Es lo que me ocurrió a mi con «The Charmer«: siendo yo un hombre gay nacido de forma privilegiada en Occidente, ¿cómo me iba a interesar la historia de un hombre iraní heterosexual que intenta desesperadamente conseguir la nacionalidad danesa ligando de forma compulsiva con mujeres de un perfil muy determinado? Si alguien me dice hace unos días que la película de Milad Alami se iba a convertir en una de mis favoritas del D’A 2018, podría haber llegado a reírme en su cara.
Pero así son las cosas… y así os las voy a contar. «The Charmer» es una lucha realmente subyugante contra los clichés del cine social centrado en inmigrantes: el protagonista interpretado de forma sublime por el magnético Ardalan Esmaili no es ni bueno ni malo, sino que es bueno y malo a la vez. Y, sobre todo, su historia no se resuelve dentro de las expectativas del espectador: Alami no pretende destrozar la doble moral del occidental apoltronado en sus propios privilegios ni pretende demonizar al inmigrante, tampoco quiere tranquilizar la mala conciencia del blanquito de turno, ni mucho menos glorificar al que viene de fuera a intentar hacerse un sitio en Europa.
El gran acierto de «The Charmer» es que, basculando entre el thriller psicológico y la dramedia de costumbres, entre el humor y la sonrisa helada, muestra las cosas tal y como son… Y la ambigüedad de la realidad es capaz de crearte un vacío en el estómago mucho más grande que la filmografía al completo de los malditos Dardenne. [Más información en la web del D’A 2018]