Cerramos nuestras crónicas del D’A 2016 recapitulando sobre las grandes líneas programáticas del festival… y celebrando sus premios.
A cada festival, su función dentro del calendario del panorama festivalero cinematográfico. Debido a las fechas en las que se celebra, el Festival de Cinema D’Autor de Barcelona ha ido perfilando su identidad en relación a otros grandes nombres: justo en el «in pass» entre Berlín y Cannes, ya lejos de referentes nacionales como San Sebastián y Sevilla, parece más que interesante que este año las fechas del D’A hayan coincidido con las del Festival de Málaga. Al fin y al cabo, la cita barcelonesa se ha revelado como la otra cara de la moneda de la andaluza: mientras que allá se busca un cine de red carpet y se ningunea al cine no comercial, el D’A se ha ido labrando una buena fama como pantalla para perlas de otros festivales (esos que quedan lejos) a la vez que -ultra necesario- trampolín para el cine de autor español.
La sólida personalidad del D’A ha quedado más clara que nunca en un año que, superado el 5 Aniversario del 2015, sigue invirtiendo un tiempo y unos medios considerables en crecer, en mejorar, en lubricar sus infraestructuras a base de ahondar en su propio ADN, sin necesidad de comparaciones por un lado ni de falsa humildad por el otro. Así lo certifica, por ejemplo, algo que sólo puede ocurrir en el festival barcelonés: que el Premio del Público se lo haya llevado ni más ni menos que «Happy Hour«, el film de más de cinco horas de duración de Ryusuke Hamaguchi.
El resto de galardones de esta edición van por los mismos derroteros: no parece casual que Pedro Duque se haya hecho tanto con el Premi Talents 2016 como con un mención especial del jurado de la crítica por su film «Oleg y Las Raras Artes«. Es esta una decisión que refuerza el apoyo del D’A a la cosecha patria, aunque también es cierto que el certamen se asegura no poder ser tachado de localista al dedicar una mención especial del Premi Talents para João Nicolau y su «John From» y el Premio de la Crítica a «Baden Baden» de Rachel Lang.
Y, ahondando más todavía en el rizoma de ADN del Festival de Cinema D’Autor de Barcelona, evidentemente, constan las líneas programáticas: esa estructuración de los contenidos del programa en todo un conjunto de grandes temáticas que se intuyen, que se palpan y que, al fin y al cabo, traen hasta la Ciudad Condal los reflejos de lo que está sucediendo en el mundo del cine alrededor del globo terráqueo.
CONFUSIÓN DE GÉNERO. Desde hace unos años, el cine de género ha vivido una especie de enésima juventud por una doble vía: por un lado, el transgénero o la capacidad de los géneros de dinamitar fronteras y mezclarse con otros géneros circundantes; por el otro, la confusión de género, el trampantojo, el practicar un género cumpliendo con todas las convenciones de su coyuntura pero introduciéndole un alma fantasmática ajena que nada tiene que ver con ese mismo género.
Este segundo caso es el que ha abundado en el D’A 2016: el cine de género como alegoría en formas tan sublimes y magistrales como, por ejemplo, «Posto Avançado do Progresso«. Lo más fácil para cualquier crítico es describir el film de Hugo Vieira da Silva como una especie de cruce entre el «Tabú» de Miguel Gomes y «El Corazón de las Tinieblas» de Joseph Conrad (no en vano, el guión de la película está basado en un relato del mismo autor literario). Pero lo cierto es que la historia de los dos colonos portugueses responsables de guardar un puesto de comercio en pleno Congo, siempre a la espera de que los autóctonos a los que tienen sometidos les abastezcan de marfil, va más allá del magnánimo cuento colonialista fascinado con el pasado para hablar en presente continuo, ya sea a la hora de disertar sobre la eterna tensión en la relación entre el hombre moderno y el entorno natural (con bastantes referencias a la manera alucinada y alucinante en la que Apichatpong Weerasethakul suele abordar estas mismas temáticas) o para poner sobre la mesa el eterno sentimiento de culpa que tendrán que acarrear los países que se lanzaron en su momento a la carrera colonial (algo que en el film de Vieira da Silva aparece no sólo en la sombra de la trata de esclavos, sino en el impactante pero previsible final). Una joya absoluta.
Explorando un tono completamente diferente, «Mate-me Por Favor» podría ser confundida con cualquier slasher del montón. Al fin y al cabo, el film de Anita Rocha da Silveira une dos elementos de los que Hollywood nos ha enseñado a desconfiar: niñas monas y terror sangriento. Partiendo de una serie de asesinatos de chicas en un barrio de Rio de Janeiro, asistimos a la paulatina entrada de un grupo de niñas en un mundo onírico e inquietante en el que las dos grandes pulsiones, eros y tanathos, pasión y sangre, pulsión sexual y muerte, brotan de forma mucho más que violenta. Y, ojo, porque «Mate-me Por Favor» funciona perfectamente como slasher teen brasileño (pese a su dilatado final)… Aunque funciona muchísimo mejor como lente de aumento para dejar al descubierto las dificultades de crecer mujer en una sociedad como la carioca.
Y, por último, y operando en un nivel de maestría inferior a los dos mencionados más arriba, «Demon» acaba resultando más interesante por su intención de alegoría socio-política que por su capacidad de hacer brillar la armadura del género de terror basado en las posesiones. El punto de partida no podría ser mejor: una boda en la Polonia rural entre un choni inglés y una expatriada polaca que vuelve a casa para casarse en su propio terreno, un árbol que se cae y revela unos huesos humanos, una posesión de una chica judía que está buscando paz de espíritu… Imposible no ver en la trama de Marcin Wrona una deliciosa y crujiente (auto)crítica a la capacidad polaca de enterrar fantasmas, de convencerse de que aquí no ha pasado nada, de obviar la tensión ancestral con la cuestión judía. Y, aun así, pese a las buenas intenciones, como film de terror «Demon» nunca acaba de despegar: se deberían esperar más sustos, más capacidad para fascinar en lo visual. Y, aunque al final el conjunto es entretenido, nunca consigue resultar perdurable.
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EL IMPERIO DE EUROPA. El D’A goza de una variedad de países que hacen eco de el denominador “internacional” en su nombre, incluyendo films de regiones inhóspitas de los cinco continentes que mantienen la esencia diferencial de países, culturas y su gente. Sin embargo, en el festival barcelonés ha habido oportunidad de ver cintas europeas y, entre ellas, diferentes películas han dado la oportunidad de meditar sobre nuestro occidente, sobre su percepción de la historia y sobre el futuro al que todo esto se dirige.
En «Sangue Del Mio Sangue«, lo que es una historia de vampiros no se centra tanto en la perennidad de estos seres sino en una comparación de dos épocas sin la necesidad de recurrir a dos relatos diferentes. ¿Es Italia quizás el vampiro que vive a través de los tiempos o su institución predilecta, la iglesia? Entre comunidades corruptas y el poder en manos de unos pocos, el Conde se conforta en la idea del pasado. Vista en perspectiva, las diferencias de los dos tiempos no son tan marcadas, pero la inmortalidad del Conde hace de su memoria la historia.
¿Es Marco Bellocchio quizás el propio vampiro? Un director que vio tiempos mejores del cine en la cuna del neorrealismo italiano y que observa, con resignación, la conversión del cine a un instrumento para creaciones banales. Lo cierto es que su estilo recuerda a un señor mayor frustrado intentando adaptarse a los nuevos tiempos, y llama la atención lo poco queda de «Las Manos En Los Bolsillos» en «Sangue del Mio Sangue«.
«Ville-Marie«, por su parte, parece la razón de esta preocupación: un film de historias cruzadas, tan intranscendentes como la propia película, del tipo que superpueblan las carteleras. Su punto diferencial es la exuberante Monica Bellucci, que pasa a ser el icono de una época pasada una vez se quita el maquillaje y las pestañas postizas, en un intento de profundizar su personaje (en vano, puesto que se retrata como una caricatura de sí misma). Y, considerando Canadá como una extensión de Francia, las historias se repiten: otro cuento de sexo y violencia a través de violaciones, familias rotas y suicidios, como tantas que llenan las paredes del Louvre en cuadros enmarcados.
Un Louvre que hace casi 80 años fue testigo de la invasión de las tropas alemanas al corazón de Paris, documentada en «Francofonia» por el legendario Alexander Sokurov. Sin embargo, la Francia de la segunda guerra mundial es el pretexto, el quid de la cuestión es el valor de la historia… al lado del valor de la vida. Punto de inflexión: Alemania firma en la Conferencia de la Haya que, en caso de guerra, las obras de arte quedan protegidas, y Sokurov murmura “Francia, Francia… qué suerte tuviste que tu hermana, Alemania, reconociera tu derecho a existir”. A su lado, imágenes de gente muriendo en Leningrado, cadáveres congelados en la calle. “La historia lanza sus botellas vacías por la ventana”, decía Marker. Una reflexión sobre todos aquellos que murieron llevando las esculturas asirías desde Mesopotamia hasta la Île-de-France, para ser olvidados al no tener un retrato al óleo pintado a su nombre.
Esta Europa descrita en tres películas no es más que un reflejo del pasado Imperio Romano, una restructuración de sí misma sobre sus propios principios. La historia se repite en ellas. Europa parece dar la razón al eterno retorno de Nietzche, o a Camus, cuando en «El Viento en Djémila» escribía al ver unas ruinas romanas: “Tenían la vulgar y ridícula idea de que su grandeza y la de su Imperio se medía por la superficie que cubría. Lo milagroso es que las ruinas de su civilización sean la negación misma de su ideal. Pues esta ciudad esqueleto, vista de tan alto en la tarde agonizante y con los blancos vuelos de las palomas en torno al arco, no inscribía sobre el cielo signos de conquista y ambición. El mundo siempre conquista a la historia al final”.
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Y llega la última crónica de este D’A 2016 que, a título personal, debo decir que ha tenido un gran nivel con una mayoría de películas que se han movido casi siempre entre el bien y el notable. Mis últimas tres reseñas confirman esta dinámica con la inteligente «El Tesoro«, la póstuma «Cosmos» del fallecido Zulawski y, finalmente, la brasileña «Toro de Neón» con reminiscencias del mexicano Carlos Reygadas. Vamos allá.
«El Tesoro» podría definirse como si los personajes de una película de Aki Kaurismäki se encontrasen en uno de los sketch de una de Roy Andersson. Con el telón de fondo de la crisis económica, Corneliu Porumboiu pone el foco en la sociedad rumana y sus comportamientos, y lo hace partiendo de una premisa tan identificable en el cine como es la búsqueda de un tesoro.
Dos amigos y vecinos emprenden esta aventura cuando uno pide ayuda al otro debido a sus problemas económicos y le cuenta que, si colabora con él, le dará parte de la recompensa. Uno de los mayores valores de la historia es cómo integra el humor a través de los diálogos y la prolongación de algunas situaciones que de por sí podrían no resultar cómicas pero que acaban reforzando el punto absurdo-delirante de la propuesta. Y es que la capacidad de Porumboiu por sustraer segundas lecturas de muchas de sus imágenes es asombrosa y hace de su iconografía uno de sus principales valores.
El de Corneliu es un film minimalista pero incisivo y con aspiraciones de lograr que el espectador saque sus propias conclusiones y significados sobre lo que está viendo, y que no se quede sólo en la anécdota de las diferentes situaciones que van desfilando por la pantalla. El final, brillante y desconcertante a partes iguales, pone patas arriba (o no) el conjunto la obra, y eso es en buena parte lo astuto de esta admirable y original producción rumana.
Después de ver «Cosmos«, la obra póstuma del polaco Andrzej Zulawski (adaptada de la novela del mismo nombre del escritor Witold Gombrowicz), no es fácil sentarse a escribir sobre ella y poner en orden las ideas ante el caos y la anarquía que uno acaba de presenciar. Porque de eso trata, en parte, la última película del director de «Lo Importante Es Amar» (1975) y «La Posesión» (1981), del caos y del sinsentido de ese cosmos en el que vivimos y lo que se deriva de ello; que nuestras relaciones personales y nuestras emociones sean igual de desordenadas y confusas.
«Cosmos» hace que el espectador, para bien o para mal, no sienta ninguna indiferencia durante los 103 minutos de su duración, porque te agarra y no te suelta. La noción de desconcierto, de bofetón y de no saber qué ocurrirá en el segundo posterior es constante. La cámara de Zulawski genera una sensación de anarquía y catarsis constante en la que sus personajes parecen decir todo lo que piensan y sienten en todo momento, en la que el montaje de imágenes y sonido es un juego constante con cortes abruptos que desconciertan a cada rato y en la que reina el histerismo y sobre todo el histrionismo.
Las emociones y los sentimientos son llevados al paroxismo -propio de Zulawski, por otra parte- en una película que se siente una gran burla, una broma cósmica acompañada de muchas y variadas referencias literarias –Stendhal y Sartre son dos de los pilares principales- y también cinéfilas –Dreyer, Bresson, Ophüls o la propia filmografía del director- que danzan alrededor de esa tragicomedia sobre una existencia absurda llena de relaciones humanas como tal y de sentimientos que provocan todo tipo de reacciones irracionales más cerca de nuestra condición animal -hay importantes simbolismos en la cinta- que humana.
Una película provocadora en un sentido amplio, tanto en la búsqueda por dinamitar su narrativa constantemente como por hacerlo también a un nivel más conceptual, logrando que ésta sea algo inclasificable. Y es que la cinta abraza relaciones de todo tipo y coquetea con diferentes géneros. En «Cosmos» abunda especialmente el humor, tanto en sus diálogos como en las situaciones y acciones llevadas a cabo por los personajes.
Como obra póstuma de su director y culminación de una carrera, estamos ante una idea que podría rozar lo brillante. Como película de por sí resulta difícil de enmarcar en la simple etiqueta de buena o mala, pero lo que sí se siente es un trabajo imprescindible completamente bañado de amor enfermo hacia el cine y su forma de expresión.
«Toro de Neón«, por su parte, es el segundo largometraje del director recifense Gabriel Mascaro, un joven de 32 años que con sólo dos largometrajes acumula cuanto menos una fuerte y marcada personalidad a la hora de ponerse detrás de la cámara. Algo que se puede evidenciar en la cinta que nos ocupa, ambientada en el mundo rural y con un remarcado estilo visual que crea un contraste muy atractivo entre ese paisaje árido de las Vaquejadas de Brasil donde ocurre la historia y otras imágenes más estilizadas y coloridas que se van integrando en la película.
Mascaro capta muy bien la cotidianidad del lugar y de las vidas de los personajes: el protagonista es un hombre con aspiraciones mucho más grandes de las que le puede ofrecer su situación actual como organizador de rodeos. Y la familia y amigos que le acompañan sienten de algún modo un anhelo similar. También es destacable la relación que se establece entre hombre y bestia en esta película -dando pie a imágenes muy potentes y sugerentes- y cómo estas relaciones definen la naturaleza y relaciones de los personajes.
«Toro de Neón» se mueve entre dos mundos contrastados y pretende hacer de su cotidianidad un fundamento para hablar de una realidad palpable y de la dificultad de huir de ella o incluso de cambiarla. A partir de esa realidad local, nos habla de los problemas de toda una sociedad, de los roles que se perpetúan, de una condición animal inherente a cada uno de nosotros y otros temas que aparecen de forma sutil durante la cinta.
Quizá se le puede reprochar a Mascaro una falta de uniformidad narrativa, ya que la película se siente a veces un cúmulo de situaciones que no encuentran un engranaje o un punto sobre el cual agarrarse, y eso puede jugarle en contra. Sin embargo, también es innegable la fuerza de sus imágenes y todo el subtexto que se puede extraer en medio de ellas.
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