Al final, la bravuconada le puede salir cara a David Cronenberg: eso de proclamar a los cuatro vientos que el guión de «Cosmópolis» se lo ventiló en seis días (¡seis días!) está siendo el principal argumento para criticar salvajemente al film. Porque es innegable que, al fin y al cabo, la crítica (negativa) de esta película es como una madeja cuyo primer extremo, ese del que hay que tirar para desmadejarla, es precisamente un guión mazacote, tendente al hieratismo formal y a la opacidad en sus diálogos. Dice Cronenberg, además, que no sólo empleó ese corto lapso de tiempo en la concepción del guión, sino que la mitad de los seis días se los pasó transcribiendo literalmente los diálogos de «Cosmópolis«, el libro de Don DeLillo del que nace el último proyecto del director. Eso, al fin y al cabo, clarifica el hecho de que este sea un film tensamente envarado, constreñido por un corsé (los diálogos) excesivamente apretado que no deja respirar a todo un conjunto de elementos (la sobria y elegante realización, la atmósfera subyugante, el diseño de producción pulcro y milimétrico…) que nunca consiguen inocular el aire necesario para una respiración normal y corriente. Y, pese a todo, contra viento y marea, cabe preguntarse: ¿qué sería de «Cosmopolis» sin los diálogos de la novela original?
El manuscrito de Delillo, publicado en el año 2003 y que fue inicialmente recibido con frialdad (e incluso con ensañamiento), ha visto cómo el tiempo lo ponía en su lugar hasta llegar a un 2012 en el que la etiqueta más frecuente para hablar de él es la de «visionario». No se puede tachar de otra cosa a la historia de Eric Packer, un magnate de las finanzas que ve cómo el mundo se desmorona a su alrededor (en un ambiente social que preconizaba el movimiento Occupy Wall Street y sus resonancias mundiales) en paralelo a su propia autodestrucción, un proceso que echa a andar al toparse el protagonista con su propio techo, con un fallo que demuestra su humanidad dentro de un sistema, el económico, en el que no parece haber espacio para los humanos. Ambos procedimientos tienen como marco una limusina en la que viaja Packer y por la que van circulando diferentes personajes (un analista económico insultantemente joven, una marchante de arte e incluso una jefa de teoría ocupada en llevar hasta el límite los límites filosóficos de la acción económica del protagonista), así que es comprensible que en la novela de Delillo los diálogos sean el corazón de un finísimo retrato de la actualidad socio-política, económica e incluso cultural.
El problema principal es que, ante un libro, es el lector el que establece su ritmo de lectura e incluso de re-lectura para poder asimilar la propuesta del autor. En el caso de «Cosmopolis» (y del cine en general), el caracter limitadamente temporal de la película provoca que intentar entender la totalidad de lo que se está dialogando en pantalla sea una experiencia similar a ser alimentado con un embudo a través del que se está intentando pasar mucha más comida de la que el espectador puede tragar. Una vivencia frustrante que se ve acrecentada todavía más por la elección de unos actores sin la profundidad y la experiencia necesarias para apoyar e incluso hacer más entendilble el discurso con otros recursos (gestuales, emocionales) más allá de la misma palabra. Es el caso, por ejemplo, de una insufrible Samantha Morton en el papel de la jefa de teoría y de una Sarah Gordon que confunde la frialdad ardiente de la femme fatale prototípica con la inmovilidad facial de una muñeca hinchable (algo que les funciona a las musas de Lynch, pero no a esta actriz); pero, sobre todo, de un Robert Pattinson que opta por la cara de póquer como herramienta básica para construir su Eric Packer particular (el actor, de hecho, ha llegado a admitir que la mitad de las veces no entendía el significado de sus diálogos).
Hasta aquí lo criticable… Que no es poco. Lo sorprendente (y casi mágico) es que, al final, «Cosmopolis» funciona. Y no sólo eso: fascina. Será porque las actuaciones de estatua de piedra acaban impregnando de belleza estática un jardín frondoso y sumamente bello que contrasta poderosamente con el agitado mundo más allá de la verja, con las violentas revueltas que tienen lugar fuera de la limusina. Será porque, pese a la opacidad de los diálogos, el espectador es capaz de captar a la perfección un argumento básico que propone una deformación inversa al sueño americano: un paralelismo evidente entre la destrucción de fuera del vehículo y la auto-destrucción del protagonista, empeñado en meterse en las fauces del lobo por pie propio para, tal y como le replica su antagonista en la sublime escena final, seguir haciéndolo todo a lo grande (triunfó por todo lo alto y, por lo tanto, su caída tiene que llevarle hasta lo más profundo). Será por lo que sea, pero es innegable que «Cosmopolis» es un film magnéticamente hipnótico que, pese a la densidad de sus discusiones, consigue que el espectador pase una hora y media sin parpadear.
Se ha afirmado también que es difícil identificar a Cronenberg en «Cosmopolis«. Si acaso, en la valentía a la hora de adaptar una fuente literaria inadaptable (como en «El Almuerzo Desnudo«), en su afición por la entropia social (similar en su afán por la autodestrucción a la de «Crash) o en la capacidad innata para dibujar con una claridad translúcida el contorno fascinante de una complicada tela de araña (en este caso socio-política y económica, en «Spider» puramente psicológica). No debería olvidarse, sin embargo, que el director lleva un buen tiempo explorando nuevas vías expresivas, ya sea la depuración de la violencia en el díptico formado por «Una Historia de Violencia» e «Historias del Este» o el clasicismo formal de «Un Método Peligroso«, también densamente dialogado (es curioso considerar aquí que para «Cosmopolis«, una película profusamente hablada, el autor haya recurrido a Paulo Branco, productor habitual de un experto en este campo: Manoel de Oliveira).
Más allá de si aquí constan sus propios rasgos de identidad o no, lo que es innegable es que Cronenberg vuelve a utilizar su impoluto pulso de cirujano para diseccionar pulcramente un film estéticamente arrebatador (el microcosmos de la limusina es una visión alucinante y alucinada, una burbuja flotando gracilmente a través de un campo repleto de cactus). Una película en la que, gracias a la presión atmosférica de unos diálogos impenetrables, un humor absurdo y surrealista se va abriendo paso como un náufrago a punto de ahogarse nadando hacia la superficie del agua cada vez con mayor fuerza: más allá de las conversaciones, más allá de los rostros de piedra, el sinsentido existencial crece y crece hasta explotar en un magnánimo pero controvertido final abierto (ante el cierre hermético del libro) en el que está claro que aquí nunca ha habido ni drama, ni thriller ni esnobismo ilustrado, sino que todas esas etiquetas genéricas, magistralmente manipuladas, se han llevado hasta el extremo de la risa. Se empieza a intuir cuando la tensión de una amenaza que nos ha acompañado toda la película explota en la genial escena del tartazo y, finalmente, la intención queda clara en la conversación entre Packer y su desquiciado némesis (un excepcional Paul Giamatti). Cronenberg es un viejo zorro y lo tiene bien claro: ante el absurdo, la única salida es reírse de todo y de todos.