Si siempre has querido aprender más sobre cultura negra, y hacerlo con el corazón, necesitas leer «Corazón que Ríe, Corazón que Lleora» de Maryse Condé.
Como persona blanca que soy, tengo que reconocer abiertamente que hay veces que me da vergüenza reconocer el desconocimiento absoluto que tengo de la raza negra en general. Como en muchas otras áreas de la vida, no es un desconocimiento que ostente por dejadez, ni por falta de interés… Es, simple y llanamente, que esa es una realidad que me queda lejos y que, sobre todo, me quedaba lejos mientras crecía en una paradoja maravillosa: mi pueblo, cerca de Barcelona, estaba prácticamente colonizado por inmigrantes andaluces. Y, sin embargo, cualquier persona de color era señalada como el extranjero, como el inmigrante, como el elemento extraño.
Recuerdo la primera vez que viajé a Londres, con la veintena recién estrenada, cuando de repente me encontré con un crisol multi-racial para el que, de alguna forma u otra, la cultura (películas, libros, televisión, cómics…) ya me había ido preparando. Puede que, para mis padres, la irrupción de una persona de color en nuestro pueblo fuera un evento, algo a señalar. Pero yo crecí mamando una cultura yanki de los años 80 en la que la diversidad racial no estaba ni mucho menos normalizada, pero por lo menos se esforzaban en hacer ver que así era.
Era algo, un esfuerzo mayor del que se realizaba por aquel entonces en nuestro papel, donde la única persona de color que muchos niños veían con cierta asiduidad era Baltasar en la cabalgata de los Reyes Magos (en el caso de que vivieras en un pueblo que tuviera la decencia de no pintar de negro a cualquiera de sus habitantes blancos). Y no digo esto como disculpa de hombre blanco culpable, ni mucho menos, sino que revelo mis orígenes como una realidad preocupante: en toda mi educación (desde EGB hasta la universidad) nunca tuve un compañero negro. ¿Cómo iba a conocer de primera mano la cultura negra si es algo que siempre había quedado lejos de mi alcance?
Es como cuando alguien queda en evidencia por culpa de su falta de conciencia de la comunidad LGBTIQ o por falta de información sobre el VIH o por desconocimiento de la problemática intrínseca a ser mujer en una sociedad como la nuestra. Ahí es donde, como ya comentaba más arriba, entra en juego la cultura y su papel como herramienta para vivir realidades ajenas a través de los ojos de los autores. Y ahí es donde entra el valiosísimo papel de Maryse Condé dentro de la literatura actual, que acaba de galardonarla con el Nobel de Literatura Alternativo en un gesto valioso pero menos valioso que galardonarle con el merecido Nobel. Sin alternatividades paralelas que valgan.
La pluma de Condé resulta tan elocuente precisamente por lo que tiene de excepcional: el suyo no es un discurso exacerbado de negritud orgullosa, sino que más bien narra la paradoja (de nuevo, la paradoja) de crecer en una familia negra que quería ser blanca y que se esforzaba para ser lo menos negra posible. Dentro de su bibliografía, «Corazón que Ríe, Corazón que Llora» es una novelita autobiográfica en la que Maryse vuelca precisamente todos aquellos años de infancia, que es precisamente cuando nació la paradoja de la alienación como parte de una familia pudiente en la isla caribeña de Guadalupe.
“Por su gesto, por el tono de su voz, intuí que alienados, aquella palabra misteriosa, designaba algún tipo de enfermedad vergonzosa como la gonorrea, quizá incluso mortal, como las fiebre tifoideas que el año pasado se habían llevado por delante a no pocas personas en La Pointe. A medianoche, a fuerza de repasar y repasar todas las pistas, terminé esbozando algo similar a una teoría. Una persona alienada es una persona que trata de ser lo que no es, porque no le gusta ser lo que es. A las dos de la madrugada, antes de caer dormida, me juré a mí misma, de forma algo confusa, que jamás me convertiría en una persona alienada”. Maryse Condé escribe esto muy al inicio de «Corazón que Ríe, Corazón que Llora» y, sorprendentemente, consigue trenzar la exploración de la alienación con un relato de construcción de la identidad durante el tránsito de la niñez a la adolescencia.
Es el tiempo en el que a todos se nos abren los ojos, y lo cierto es que los ojos de Maryse Condé se abren de forma impactante a un mundo de colores vivos caribeños que, sin embargo, le son vetados por el mero hecho de que, contra todo color, sus padres solo quieren vivir dentro del blanco. En la infancia de Condé, la alienación de sus padres, el eterno sentirse como una pieza negra que quiere hacerse encajar en un puzzle de color blanco, convive con episodios realmente vívidos como el nacimiento en pleno Mardi Gras, los escarceos de su hermano Sandrino a la búsqueda de la cultura criolla, la intensa amistad con su compañera Yvelise («En el corazón de los niños, la amistad late con al violencia del amor«), los primeros chicos… Y por encima de todas las cosas, la relación con su madre.
Porque, al fin y al cabo, si toda relación maternofilial es harto complicada, esta complejidad aumenta de forma exponencial cuando entra en juego una metáfora racial en la que la madre es una figura castrante que impide a su hija buscar su propia identidad, que se la escamotea, que se la esconde, que la aleja constantemente de ella sabiendo que, al final, será la identidad la que encuentre a su hija por mucho que intente protegerla. Así ocurre, por ejemplo, cuando la familia Condé viaja desde Guadalupe hasta París: «París, para mí, era una ciudad sin sol, una celda de áridas piedras, un ir y venir en metros y autobuses donde los desconocidos comentaban sin disimulo: ¡Pues no es fea la negrita! No era la palabra negrita lo que me hacía daño. En aquel tiempo, era normal. Era el tono. Sorpresa. Yo constituía una sorpresa. La excepción a una raza que los Blancos se empecinaban en considerar repulsiva y bárabara«.
Si hay que achacarle a «Corazón que Ríe, Corazón que Llora» algún punto negativo será, precisamente, el hecho de que acabe justo en el momento en el que la negritud de Marise empieza a florecer en París lejos de sus padres. Por mucho que ese momento tenga bastante de cierre de un círculo pluscuamperfecto: «Por comparación, me pareció entender lo que a mis padres les faltaba. Aquellas mujeres, aquellas mulatas, no eran más guapas que mi madre, aunque fueran más claras, aunque se peinaran las opulentas melenas con tanto arte. Los dientes que desvelaban al sonreír no eran más nacarados. No vestían mejor. No lucían joyas mejores ni más caras. Aquellos hombres, aquellos mulatos, no hacían mejores negocios que mis padres. Sin embargo, poseían algo de lo que mis padres siempre carecían. Mis padres jamás eran espontáneos. Parecía como si se esforzaran constantemente por dominar, controlar algo oculto en su interior. Algo que en cualquier momento podría escapárseles y causarles una desgracia. ¿Qué sería? Me acordé de las palabras de Sandrino, cuyo sentido aún no entendía bien: Papá y mamá son un par de alienados. Me pareció estar llegando al corazón del asunto«.
Pero está claro que todo libro ha de finalizar en algún punto. Y que el hecho de que «Corazón que Ríe, Corazón que Llora» tenga este punto y final justo donde el lector desea un punto y seguido, no podría ser más positivo. Existen muchos más libros de Condé. Pero, como primera toma de contacto, no se podría desear una puerta de entrada mejor tanto para la literatura de esta autora como para acceder a los pliegues de una cultura negra que a alguien como yo, y seguramente tú, siempre le han quedado tristemente lejos. Es el momento de ponerse al día… Y no hay forma mejor de hacerlo que con un corazón en la mano tan cálido y poderoso como este de Maryse Condé. [Más información en la web de la editorial Impedimenta]