Mucho (y, a veces, mal) se ha hablado de los principales rasgos de identidad de «Copia Certificada«… Para empezar, se ha puesto el acento en el hecho de que es la primera película que Abbas Kiarostami rueda fuera de su Irán habitual y, además, recurriendo a actores profesionales para encarnar algunos de los personajes principales (por mucho que lo de «profesional» no vaya demasiado con William Shimell, cantante de ópera de profesión y, por lo demás, actor bastante solvente). Pero, sobre todo, lo que ha causado un cruce de informaciones contradictorias y no siempre acertadas es el giro de la trama que, a partir de cierto momento del metraje, convierte a «Copia Certificada» en el reverso de sí misma: la cinta arranca con la dueña de una tienda de antigüedades italiana flirteando con el autor de un libro que diserta sobre la posibilidad de que la copia de una obra de arte iguale o supere la calidad y el valor (de cualquier tipo) del original pero, a partir del momento en el que una camarera les confunde en una cafetería con un matrimonio, la trama parece realizar un salto temporal y lo que era una relación que empieza se convierte en una relación que se acaba, en una pareja que arrastra el peligroso y pesado lastre de una vida en común y los defectos ajenos.
Claro que se puede entender que la nueva situación anula la anterior y que, probablemente, la explicació más racional pasa por entender que la pareja estaba jugando a conocerse de nuevo… Pero, ¿es justificable que juguemos el comodín de lo racional en un director que, como Kiarostami, siempre ha jugado a truncar la incómoda relación entre realidad y ficción sobre la pantalla blanca? ¿No es reduccionista obviar que algunas de las más estimulantes obras cinematográficas de los últimos tiempos han llegado en formato de díptico (y aquí estoy pensando directamente en «Tropical Malady» (2004) y «Syndromes and A Century» (2006) de Apichatpong Weerasethakul)? De hecho, «Copia Certificada» gana muchísimos enteros si se deja de lado la lógica y se le busca significado como palimpsesto: como obra encima de otra obra. Porque el mismo Kiarostami no ha ocultado en ningún momento su intención de reescribir el «Te Querré Siempre» (1954) de Roberto Rossellini en otro intento de alejarse de su canon habitual a la búsqueda de las nuevas luces europeistas… Pero el verdadero interés de la cinta nace de otro palimpsesto menos intelectual y mucho más emocional.
La forma en la que el agridulce trayecto final de la relación de pareja entre los personajes de Juliette Binoche y William Shimell acaba cubriendo por completo las luces del flirteo inicial es, al fin y al cabo, el más terrible de todos los palimpsestos: aquel que borra por completo lo que queda debajo y no deja que aquellas emociones luminosas iniciales trasciendan la nueva capa de pintura para alumbrar la superficie. Como si los obtusos censores medievales hubieran ordenado tapar un fresco dionisíaco greco-latino con una imagen cristiana cruel y atemorizante. De hecho, el juego de espejos se complica especialmente al advertir que la segunda pareja se ha embarcado en un simulacro de los días en los que se casaron precisamente en el mismo lugar por el que transitan como almas en pena… Ayuda a completar esta sensación la impecable concepción de los dos actores principales como unos Adán y Eva totalmente desubicados del tiempo y el espacio (por mucho que la presencia del espacio italiano sea omnipresente en su papel de cuadro de importancia vital y cultural): Shimell como un Adán hosco e individualista, como el reverso oscuro del macho alfa que tanta fascinación causa cuando se idealiza en figuras como las de Don Draper; y Binoche como la Eva absoluta (de hecho, esta es una sensación que se incrementa por el hecho de que nunca se llega a saber su nombre) que lucha por la relación ya sea para fundarla o para mantenerla viva.
De esta forma, y por mucho que muchos sigan ponderando este film bajo una tradición demasiado racional y lógica, Abbas Kiarostami consigue con «Copia Certificada» marcarse un absorvente relato total que se escurre de las manos de cualquiera que intente atraparlo con las herramientas desnudas del cine común y corriente. Pero, sobre todo, el director consigue hacerse sitio a codazos en la primera fila de la vanguardia narrativa europea (esa que tiene lugar, principalmente, en esa Francia tan proclive a la promiscuidad con ciertos realizadores orientales a los que adopta sin ningún tipo de prejuicio) sin por ello dejar de lado una dotación espactacular para las imágenes sublimes. Valga como ejemplo ese reflejo de dos escenas la una en la otra que resumen la disparidad irreconciliable de los dos personajes principales en «Copia Certificada«. En cierto momento, Juliette Binoche se sitúa, con una ventana cruelemente cerrada al fondo, delante de un espejo (que no es más que la cámara) para maquillarse con un ahínco que roza el patetismo, intentando cubrir a base de pintalabios rojísimo las grietas que cada vez se hacen más grande en los cimientos de su relación de pareja. Cierra el film un plano en el que William Shimell se lava la cara delante de otro espejo diferente (la misma cámara, de nuevo) y se enfrenta al reflejo del que lleva todo el film intentando escapar, evidenciando con una única mirada la derrota y aceptación de la inviabilidad de cualquier huída. En esta ocasión, la ventana está abierta. Shimell sale de plano. Y «Copia Certificada» acaba con esa ventana abierta… y las campanas repicando en una iglesia cercana.