Colson Witehead ha ganado su segundo Pulitzer con «Los Chicos de la Nickel»… Y esta crítica se pregunta: ¿ha sido un premio merecido?
Colson Whitehead no es nuevo en esto de ganar premios. Su debut literario, «The Intuitionist» (1999) no solo se hizo con el galardón New Voices de The Quality Paperback Book Club, sino que también fue finalista del premio PEN/Hemingway. Su segunda novela, «John Henry Days» (2001), ganó un Young Lions Fiction y el premio Anisfield-Wolf Book, además de ser finalista del National Book Critics Circle Award, del Los Angeles Times de Ficción y (¡tachán!) del Pulitzer. Su cuarto libro, «Apex Hides the Hurt» (2006), fue finalista del premio PEN/Oakland Award. Y su siguiente «Sag Harbor» (2009) fue finalista del PEN/Faulkner y del Hurston/Wright Legacy Award.
Entonces llegó «El Ferrocarril Subterráneo«, con el que Whitehead finalmente se hizo con el premio Pulitzer en el pasado año 2017. Después de este gran hito, un twist pocas veces visto con anterioridad: su nuevo «Los Chicos de la Nickel» se acaba de llevar el premio Pulitzer de este mismo año 2020. Dos Pulitzers consecutivos. Inaudito. Y, como siempre que ocurre algo tan inusual, no tardan en surgir voces que se dedican a buscarle los tres pies al gato. Voces que, en el caso que nos ocupa, no tardaron en señalar la (presunta) casualidad de que un autor negro gane dos Pulitzers en estos años convulsos de #BlackLivesMatter.
No desestimemos la pregunta… Porque, a veces, preguntar puede suponer el arranque de un proceso constructivo. Aunque sea para alejar cualquier sombra de duda. Y hay que reconocer que basta leer «Los Chicos de la Nickel» (algo que, de hecho, se hace un suspiro gracias a la prosa cristalina y briosa de Colson Whitehead) para que cualquier sombra de duda huya en dirección contraria del lector como alma que lleva el diablo.
La novela está basada en hechos reales y, en la sección de agradecimientos, el propio autor apunta que está basada en la historia de la Escuela Dozier para Chicos de Marianna, Florida. Particularmente, en una serie de artículos que Ben Montgomery escribió para el diario Tampa Bay Times en los que destapaba el descubrimiento de un cementerio secreto en que se encontraron más de 80 cadáveres de niños. Tumbas secretas para jóvenes anónimos cuyas vidas nunca importaron a nadie. Y cuyas muertes… tres cuartos de lo mismo.
Whitehead coge estos sucesos reales y los usa combustible para la fabulación de la historia de Elwood Curtis, un chico negro norteamericano que, en plena fiebre de Martin Luther King (es decir: los años 60), empieza a vislumbrar un futuro de esperanza imposible para generaciones anteriores a la suya. Ya no es solo que la lucha de la nación negra esté abriéndoles un nuevo y merecido espacio en la sociedad yanki, sino que además un profesor le brinda la oportunidad de asistir a la Universidad de forma totalmente gratuita y, así, labrarse un buen futuro.
Pero, de repente, ese futuro se rompe en mil pedazos por el mero hecho estar en el lugar inapropiado en el momento menos adecuado. ¿No es esta también la historia de todos esos casos que surgen día sí y día también y que se viralizan bajo el #BlackLivesMatter? Así es. Pero en los años 60 no existía este hashtag y, por lo tanto, la historia de cómo Elwood hizo autoestop y se montó en un coche robado sin saberlo nunca trascendió a ningún medio y se convirtió en una más de todas las historias que conforman la Gran Historia Silenciosa (y Silenciada) de la nación negra estadounidense.
«Los Chicos de la Nickel» hace un uso implacable y cortante de la elipsis que parece servir a un doble propósito. Por un lado, subrayar cómo todas estas historias han sido silenciadas, olvidadas y enterradas en las últimas décadas bajo la alfombra del privilegio blanco yanki. Y, por el otro, permitir que sea el propio lector el que construya en su cabeza las partes más truculentas de la tragedia de Elwood. Whitehead corta la acción con precisión quirúrgica justo antes de que el protagonista sea arrestado de la misma forma que, más adelante, practicará la misma incisión cuando su personaje vaya a ser abusado y maltratado dentro de la siniestra Casa Blanca, centro neurálgico del dolor impartido por la Nickel.
Porque, obviamente, el arresto de Elwood Curtis se traduce en una temporada en la Academia Nickel para Chicos, en la que los chavales se distribuyen en casas que siguen respondiendo al (racista) sistema de clases norteamericano y en la que los que reciben la peor parte, como no podía ser de otra forma, son los chicos negros. Desde su entrada, se despliega ante el chico una supuesta meritocracia en la que las buenas acciones son premiadas con una ascensión de rango dentro de la Academia (en cuatro fases que van desde «gusano» hasta «as») que deberían conducirle a la ansiada libertad final.
En la realidad, la Nickel es una verdadera fábrica del dolor destinada a doblegar a los niños y a convertirlos en seres dóciles totalmente vaciados de humanidad. En personas destinadas a vivir el resto de sus vidas mirando al suelo, sin levantar la cabeza. Sin atreverse a levantar la cabeza. De nuevo, eso sí, Colson Whitehead se muestra particularmente magistral a la hora de economizar su pluma: «Los Chicos de la Nickel» no es el típico mamotreto ganador de un Pulitzer y, de hecho, afila sus poco más de 200 páginas para estructurar el número justo de escenas con las que desplegar la historia de Elwood Curtis.
Huyendo de sentimentalismos innecesarios, el único rayo de luz en la oscuridad de la Nickel para Elwood es su amistad con Turner, gracias a la cual consigue reconectar con la vida fuera del reformatorio. Esta relación es el bote salvavidas que ayuda al lector a navegar a través del dolor y el sufrimiento de la Nickel… Aunque, curiosamente, este tampoco se extienda demasiado en la paginación de la novela. Tan solo la mitad de los tres grandes actos con los que «Los Chicos de la Nickel» despliega la historia de Elwood en la Academia de forma cronológica pero salpicada de flash-forwards hacia un presente que cada vez irá ganando mayor presencia y mayor peso.
A medida que el protagonista va perdiendo la voluntad, el idealismo, la esperanza e incluso las ganas de vivir en el interior de la Nickel, también va ganándola en su vida adulta ya fuera del reformatorio. Una vida que se nos aparece a través de fogonazos fugaces e impresionistas, por eso de que les bastan unas pinceladas para decir mucho. Para decir tanto. Curiosamente, el periplo personal del protagonista se recorta contra la presencia continua de Martin Luther King y de sus discursos. Al ser arrojado a la despiadada maquinaria dentada de la Nickel, Elwood transita de la esperanza en el futuro y de creer al doctor de pies juntillas a asumir que, probablemente, lo que plantee su ídolo sea una pura utopía.
Al principio del libro, el protagonista se apasiona con un discurso de Luther King que dice lo siguiente: «Metednos en la cárcel y nosotros os seguiremos amando. Arrojad bombas contra nuestras casas y amenazad a nuestros hijos, y nosotros, por muy difícil que sea, os seguiremos amando. Enviad a vuestros criminales encapuchados para que entren en nuestras comunidades al amparo de la noche y se nos lleven a rastras a un camino apartado y nos abandonen allí tras darnos una paliza de muerte, y nosotros os seguiremos amando. Pero tened por seguro que nuestra capacidad de sufrimiento acabará por agotaros, y que un día ganaremos nuestra libertad«.
Al final, sin embargo, la esperanza ya no existe: «La capacidad de sufrimiento. Elwood, todos los chicos de la Nickel, existían en virtud de esa capacidad. La respiraban, la comían, la soñaban. La vida para ellos consistía en eso. De lo contrario, habrían perecido. Las palizas, las violaciones, la implacable humillación a su persona. Y ellos aguantaban. Pero ¿amar a los que pretendían destruirlos? ¿Dar ese salto? «Opondremos a vuestra fuerza física la fuerza del alma. Hacednos lo que os plazca, que nosotros os seguiremos amando«. Y el chico tiene que rendirse a la evidencia: «Elwood meneó la cabeza. Cómo podía pedirse algo así. Eso era imposible«.
Podría parecer, entonces, que «Los Chicos de La Nickel» no es precisamente un libro optimista. Pero eso sería demasiado simplista: este es un libro realista (si obviamos el innecesario y facilón twist final del epílogo). Esta no es una historia pensada para convertirse en la próxima «feel good movie» de Hollywood, sino para hacer justicia a la historia real de tantos que vieron su vida torcerse por culpa del racismo sistemático que sigue imperando en Estados Unidos.
Porque, incluso a día de hoy, el hashtag #BlackLivesMatter no puede evitar que sigan existiendo muchos otros niños como Elwood Curtis: niños tocados por culpa del sistema… pero no hundidos. Niños que crezcan para ser hombres que, incluso tocados, acaben convirtiéndose en dueños de su destino y reconstruyendo sus vidas. Nada que ver con la utopía de Martin Luther King. Pero, precisamente por esa visión realista y anti-utópica, más necesaria que nunca, la respuesta a la gran pregunta con la que se abría esta reseña solo tiene una respuesta posible: claro que Colson Whitehead se merece el segundo Pulitzer por «Los Chicos de la Nickel«. Y que a nadie le extrañen futuros premios igual de sonados. [Más información en el Twitter de Colson Whitehead y en la web de Random House]