A finales de 1991, buena parte de la militancia indie / alternativa se debatía entre prestar atención a las nihilistas andanzas de un desgarbado muchacho rubio de Seattle (convertido en bombón mediático y en semi-dios para adolescentes desencantados) o las paranoias sónicas de un devoto del trémolo llamado Kevin Shields (que vivía cómodo en su burbuja underground sin preocuparse por su repercusión en el exterior). Para los que se habían decantado por la segunda opción, la distorsión era EL ESTILO a seguir; My Bloody Valentine, EL GRUPO; y “Loveless” (Creation, 1991), EL DISCO. Pero entre tanta mayúscula se movían otros grupos que, más que aprovecharse del tirón, ponían su grano de arena a la hora de dar forma y dotar de sentido a toda una corriente caracterizada por la aparente indolencia de sus miembros cuando subían el volumen de sus amplificadores y apretaban el pedal de efectos para que sus guitarras rugieran de placer.
Según la dirección tomada, cada banda adscrita al shoegaze adquiría un aspecto diferente. Entre las más importantes (con The Jesus And Mary Chain jugando en otro campeonato), Ride destacaban por mantener en constante tensión su nervio pop; Slowdive, por recrear paisajes oníricos entre cortinas de gasa; y Catherine Wheel, por introducir ciertos matices del rock pesado, como si quisiesen meter su cabecita en la marea magmática procedente del otro lado del charco. Esta aproximación de la banda compuesta por Rob Dickinson (voz y guitarra), Brian Futter (guitarra rítmica), David Hawes (bajo) y Neil Sims (batería) tenía una sencilla explicación: Rob era (y sigue siendo) primo de Bruce Dickinson, cantante principal de Iron Maiden. Es decir, que en el ADN de Catherine Wheel se combinaba la suavidad del pop electrificado de raíz británica con la crudeza del hard rock. Aunque, en sus inicios, esta mezcla no quedaba del todo clara, ya que, por debajo de la contundencia del feedback sónico se apreciaban unas diáfanas estructuras pop.
Buena parte de culpa de que ese andamiaje se sostuviese con solidez recayó en Tim Friese-Green, pieza clave en el sonido de Talk Talk. Poco tiempo atrás, si se les hubiese dicho a cinco chicos de Norwich que su anhelo de formar una banda se iba a ver culminado con la colaboración de un productor de tan elevado postín, no lo habrían imaginado ni en sus mejores sueños. Pero el sello que apostó más fuerte por Catherine Wheel, Fontana, lo había hecho realidad. Es probable que, sin su intervención, Rob Dickinson hubiera decidido adoptar con y para sus compañeros las rudas maneras rockeras que le venían de familia, pero el destino quiso que pronto se les relacionase con la liga de los que ‘se miraban los zapatos mientras rasgaban las cuerdas de sus guitarras’. Culpa de ello la tuvo la sabia mano de Friese-Green tras la mesa de grabación, que amplió la variada paleta cromática que se intuía en los primeros singles del combo en “Ferment” (Fontana, 1992), su debut en largo.
En el verano del olímpico 1992, muchos ya empezaban a dar por muerto al shoegaze, en supuesto peligro de extinción debido a la invasión grunge y a los primeros coletazos de la nueva ola brit-popera. Pero “Ferment” iba a demostrar que al género le quedaba suficiente fuelle para resistir con entereza. Lo quisieran o no, Catherine Wheel tomarían el testigo de Ride y My Bloody Valentine gracias a la candidez que fluía por debajo de su furioso fuzz guitarrero, a su apego por las melodías evocadoras y a su destreza para construir estribillos redondos y certeros. La fórmula (exitosa entre público y crítica) la tenían perfectamente definida, aunque parecía que no convencía del todo a Rob, empeñado en desprenderse de la etiqueta de la distorsión melancólica. Así, el cuarteto sólo tardaría un año en facturar su segunda referencia, “Chrome” (Fontana, 1993), que no abandonaba el aroma taciturno y pesaroso de “Ferment” pero crecía en agresividad y potencia, como certificaba “Crank”, su single más sobresaliente. En este caso, el individuo tras la producción volvió a resultar clave: Gil Norton (conocido, sobre todo, por su relación profesional con Pixies) fue el encargado de compactar el sonido de Catherine Wheel y enlazarlo con el rock norteamericano. De hecho, logró un acabado tan americanizado que el álbum recibió una acogida más cálida en Estados Unidos que en Gran Bretaña. El azar semejaba jugar a favor.
Esta situación se repetiría con el flojo “Happy Days” (Fontana / Mercury, 1995), inicio del cambio radical hacia el rock pedregoso que provocó que Dickinson, en busca de su verdadera identidad, se vistiera definitivamente el abrigo heavy de estampado felino y su banda se olvidara del mercado musical de su tierra de origen. Nada de brit-pop (la moda de la época), de shoegaze ni de paparruchas parecidas: lo suyo tenía que ver con tipos duros, no con blandengues ataviados con parkas Kangol, algo que rechazó el chauvinismo alternativo británico, que consideró ese movimiento como una afrenta. Pero Rob Dickinson se sentía tranquilo y satisfecho con su decisión. De ahí que su cuarto LP, “Adam And Eve” (Mercury, 1997), se distribuyese en la dirección inversa: de USA a UK (y al resto del mundo), aunque no tuvo problemas para penetrar en los oídos de sus compatriotas, porque su calidad superaba con creces la de su antecesor. Con todo, Catherine Wheel estaban dando peligrosos síntomas de fatiga, confirmados por la salida de su bajista David Hawes. Ese fue el principio del fin, que desembocaría en un último disco mediocre e injustificable: “Wishville” (Columbia, 2000), un mazacote rock si orden ni sentido.
A partir de ahí, lo desease o no, Rob Dickinson debía replantearse (otra vez) los pasos a seguir en su futuro, ya que lo que iba a ser simplemente un parón temporal de la actividad de Catherine Wheel se acabaría convirtiendo en su colofón definitivo. Poco tiempo después, intentó comenzar su carrera en solitario con “Fresh Wine For The Horses” (Sanctuary, 2005), un apañado trabajo de sorprendente pop nostálgico y reposado que no tuvo prolongación. Otro ejemplo de lo que pudo haber sido y no fue, sentencia que definió la carrera de Rob y sus compañeros más de lo que hubieran esperado. Hecho inevitable cuando a un grupo o artista se le presenta la opción de dirigirse en la dirección adecuada, pero prefiere esquivarla y dejarse engañar por un destino que, realmente, nunca tendrá de cara.
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SU MEJOR DISCO. “Ferment”. Mejor debut, imposible. Y mejor tema de arranque, ídem. “Texture”, con un apabullante riff electrizante que se desliza amenazante, pone en situación acerca de lo que viene después: pop-rock sugerente y sexy (“I Want To Touch You”, “She’s My Friend”), una intensa balada rompecorazones (“Black Metallic”), evocadoras postales de melancolía inagotable (“Flower To Hide”, “Salt”) y pop de efectos adictivos instantáneos (“Balloon”). Este LP es, por derecho propio, el tercer componente de la santísima trinidad del shoegaze junto al “Loveless” de My Bloody Valentine y al “Nowhere” (Creation, 1990) de Ride.
SU MEJOR CANCIÓN. “Flower To Hide”. Una guitarra de cristal sujeta su armazón, delicado y tierno. A medida que avanzan sus casi cinco minutos de duración, saltan minúsculas esquirlas que se van iluminando por la acción de una tenue luz de naturaleza desconocida que se pierde en el espacio y el tiempo. Y, al final, se alcanza su cumbre ensoñadora. La manera ideal de fijar y celebrar mentalmente actos de nostalgia reconfortante.