Con el reciente estreno de «El Gran Gatsby» de Luhrmann, F. Scott Fitzgerald ha vuelto a verse puesto de moda desde donde quiera que esté. Y, en los últimos meses, fueras a donde fueras podías ver en la sección de libros estanterías llenas de reediciones de Gatsby con la cara de Leo di Caprio, de reediciones de las otras grandes obras del autor o ediciones inéditas hasta el momento en nuestro país y recuperadas aprovechando ahora que el Pisuerga pasaba por Valladolid. Fitzgerald fue un autor muy prolífico, de los pocos escritores que pudo disfrutar del reconocimiento en vida, aunque hacia el final de sus días transitara más en la penuria que saboreando las mieles del éxito pasado; su biografía no es de esas que cuenten con claroscuros o épocas misteriosas, vivió su «alegre» vida de forma abierta y así ha perdurado en el tiempo.
De Fitzgerald y de su familia sabemos, pues, muchas cosas. Sabemos que fue un tío ambicioso y muy inteligente. Sabemos que se casó joven con Zelda Sayre, una joven sureña de buena familia que inspiró a la protagonista de «The Young and Damned» y que padecía graves transtornos de personalidad que la llevaron a pasar más tiempo dentro de hospitales que fuera. Sabemos que tenía un ojo radiográfico para aprehender el pulso de su tiempo (el optimismo desbocado de los años 20, la bajona brutal y la decadencia consecuente cuando éstos llegaron a su fin). Sabemos que fue aclamado y reconocido y sabemos también que las pasó un poco magras cuando llegó a los 40. Sabemos que tenía un curioso bromance con Hemingway que iba de la admiración al odio y viceversa, y que el autor de «El Viejo y El Mar» se encargó de dejar en evidencia en «Paris era una Fiesta«. Sabemos que era de (demasiado) buen beber y que eso le acarreó muchos problemas y una enfermedad que se lo llevó a la tumba. Sabemos que era un tío que supo pasárselo bien: Fitzgerald era el tipo que querrías encontrarte en una fiesta, aferrarte a su hombro y no despegarte de él hasta el amanecer. Sabemos que tuvo una hija con Zelda a la que llamaron Frances Scott , que nació con la estrella de un nombre brillante y popular y que intentó seguir los pasos de su padre. Y sabemos que murió pronto. Muy pronto. En 1940, con 44 años. En definitiva, sabemos muchas cosas sobre el Fitzgerald «escritor» y podemos discernir bastantes sobre el «Fitzgerald» hombre gracias a que no tuvo reparos en retratarse en sus propios libros pero con tanta información como manejamos sobre él. Pero… ¿Conocemos realmente al hombre detrás del personaje?
En 1933, Fitzgerald no pasaba por su mejor momento. Su carrera literaria, aunque exitosa, había dejado de ser rentable y tenía que afrontar un estilo de vida preeminentemente alto con unos ingresos cada vez más reducidos, penurias que le obligaron a dedicarse a colaboraciones mercenarias en el cine que le daban escasas alegrías. Su esposa, Zelda, pasaba largas temporadas internada en hospitales debido a sus problemas mentales y tenía que lidiar con la educación de la hija de ambos, Scottie, una adolescente de doce años tan brillante como díscola. En ese momento, el escritor empezó una relación epistolar con su hija de más ida por su parte que de vuelta por parte de Scottie con el fin de alumbrarla sobre la vida académica y otros menesteres. Todas esta relación epistolar se recoge en este «Cartas a mi Hija» de los Héroes Modernos de Alpha Decay que incluye un prólogo de la misma Scottie en el que ella misma declara de forma sincera lo difícil que fue ser la hija de un escritor famoso y nos deja vislumbrar un poco de su punto de vista personal sobre la tortuosa relación a distancia con su omnipresente padre.
Al inicio de la correspondencia, Fitzgerald era víctima de su ocaso como autor, sufría en la lejanía el ocaso de su mujer como su persona y, peor aún, era testigo del ocaso de un modo de vida que poco a poco se derrumbaba con la amenaza de la Primera Guerra Mundial. Y, en un gesto de increíble protección y amor paternal, quería prevenir a su pequeña Scottie de todo ello. Se inició así un flujo de cartas entre padre e hija en las que el uno aleccionaba a la otra sobre todo lo que podía llegar a afectarla de forma inmediata: a qué Universidad ir, qué asignaturas escoger (Fitzgerald se desvela como un padre atento e impasible con las decisiones buenas o malas de su hija, insistente y muy negociador), cómo lidiar con los chicos y, sobre todo, cómo manejar su vida social. Este último apartado ocupa junto a las discusiones académicas el grueso de las conversaciones epistolares entre padre e hija, ya que Scottie hereda de su familia un lugar social muy llamativo y determinado y tiene que aprender a encajar la fama de bebedor de su padre y los problemas que esta le ha acarreado durante los últimos años con su propio ascenso dentro de la vida social.
El libro, que sólo recoge las cartas del padre, va dibujando un retrato de Fitzgerald vívido e inédito. Lejos quedan los años de excesos a ritmo de jazz. El escritor es un hombre maduro que vive solo y que tiene que mantener desde la distancia a sus dos mujeres con un sueldo escaso. Su trabajo en el cine no le llena y no le va tan bien como debiera. Durante los casi diez años que dura el tráfico de cartas, Fitzgerald se muda infinidad de veces y va allá donde lo contratan para escribir guiones de cine que no siempre llegan a buen puerto. Es un hombre mayor que encima ve a lo lejos cómo su hija hace lo que hacen todas las adolescentes: vivir la vida a tope sin mirar atrás. Las idas y venidas de Scottie, sus líos (llegó a ser expedientada en Vassar, aunque nunca llegaron a expulsarla), sus suspensos, su pereza a la hora de entregar los trabajos y de leer la enorme lista de libros que le impone su padre… Todo esto provoca en Fitzgerald una frustración tremenda, la típica del padre que sabe que su hija «vale más que eso». Y no se molesta en esconderlo. Sus cartas son severas y directas y, sobre todo, cuando se trata de hablar de dinero, no se anda con paños calientes. Las termina, eso sí, siempre con una rúbrica cariñosa, un «Papi» que nos recuerda que el escritor era, antes que educador y vigilante, un padre cariñoso. Gracias a estas cartas vemos cómo el empeño de Fitzgerald obtiene resultado a medida que Scottie se hace mayor y el lapso entre cartas se acorta, Scottie va aceptando sus consejos y desde las letras del padre vemos cómo la hija se convierte en persona al mismo tiempo. Y así, estas «Cartas a mi hija» se desvelan como un precioso tesoro que nos sirve no sólo para conocer cómo era Fitzgerald en las distancias realmente cortas sino para presenciar una bonita relación entre padre e hija que confirma en todas las casas cuecen habas… Aunque sea a ritmo de jazz.