Nos hemos criado en la confusión de la complejidad y la calidad literaria. Será que la post-modernidad parte de la asunción de la imposibilidad de crear algo totalmente nuevo, así que la única salida posible hacia la relevancia parece ser la hiper-sofisticación hasta niveles opacos y/o laberínticos: cuando todo está escrito, cuando todo está explorado, lo más interesante es deconstruir y volver a construir, buscar complejidad en algo que probablemente nunca la tuvo. Precisamente por eso desarma encontrarse ante un escritor como Nickolas Butler y una novela como «Canciones de Amor a Quemarropa» (editada en nuestro país por Libros del Asteroide).
El estilo de Butler no es complejo para nada: su pluma es desnuda, su narrativa es transparante, sus verbos son directos y sin complicaciones, su adjetivación huye de lo barroco y su sintaxis resulta cristalina y fresca. A partir de todo esto, un escrito así no podía firmar una novela post-todo con toques de literatura científica y con estructura deconstruída, sino que «Canciones de Amor a Quemarropa» es «tan sólo» una historia de cuatro amigos en un pueblo de la América rural lidiando con ese punto de no retorno hacia la madruez con el que te topas a la mitad de la treintena. Más cerca del Tennessee Williams menos urbano que de Faulkner, por así decirlo, la novela de Butler pone al día el interior americano sin necesidad de recurrir a clichés redneck ni a falsas idealizaciones de lo rural para resultar pletóricamente luminoso: «América, diría yo, consiste en gente pobre compartiendo comida y en gente pobre bailando aun cuando llevan una vida tan desesperante y tan deprimente que ya ni debería haber sitio para la música o para algo de comida extra, cuando no deberían quedarles energías ni para bailar. Y ya me pueden venir con que no tengo razon, con que somos un pueblo puritano, un pueblo evangélico o un pueblo egoísta, pero yo no lo creo. No quiero creerlo«.
El punto de partida de «Canciones de Amor a Quemarropa» es más que sencillo (que no minimalista ni ninguna otra mandanga del nuevo siglo): una boda reúne a la antigua cuadrilla formada por Henry, Lee, Ronny y Kip. Henry es un ganadero que se gana la vida con el sudor de su frente y que está casado con Beth, con quien tiene una vida estable y sin sorpresas. Lee, por su parte, es un famosísimo cantante de country que abandonó el pueblo cuando le llegó el éxito pero que sigue volviendo puntualmente porque sólo allá se siente él mismo. Ronny es una antigua estrella del rodeo a quien un accidente post-borrachera le deja con varias luces menos en la cabeza. Y, por último, Kip es un triunfador de la nueva era económica que, tras amasar una riqueza considerable en la gran ciudad, vuelve a Little Wing para devolverle algo a su pueblo natal, embercándose así en la remodelación megalomaníaca de una inmensa fábrica que otrora fue un símbolo de esperanza y progreso para el pueblo. Dos triunfadores y dos perdedores que, inevitablemente se acaban relacionando entre ellos como dos viejas parejas: no parece casual que, en cierto momento del libro, Kip explique que, cuando eran jóvenes, él y Henry eran más de observar los amaneceres subidos a un inmenso silo antes de ponerse a trabajar y que, por el contrario, Ronny y Lee eran más de extinguir la luz del día en el mismo lugar y pasar gran parte de la noche allá, bebiendo y perdiendo el tiempo. Esa dicotomía entre día y noche, luz y oscuridad, trabajo y hedonismo, sin embargo, les separará más que les unirá.
Cuatro amigos que van coincidiendo en un conjunto de encuentros y desencuentros que giran en torno a varias bodas, que viene a ser el gran rito de tránsito hacia la supuesta vida adulta. Cuatro amigos a los que Beth (sin lugar a dudas, la quinta protagonista del libro) define a la perfección en cierto pasaje del libro: «Esos hombres, esos hombres que se conocían de toda la vida. Esos hombres que habían nacido en el mismo hospital y a quienes había traído al mundo el mismo ginecólogo. Esos hombres que habían crecido juntos, que comían la misam comida, que cantaban en los mismos coros, que habían salido con las mismas chicas y que respiraban el mismo aire. Se relacionan con un idioma propio y exhiben sus propias señales invisibles, como los animales salvajes. Y a veces les basta con estar juntos andando por el bosque o viendo la tele o asando unos filetes a la parrilla. Esto yo lo he visto: días enteros partiendo troncos sin cruzar más que una docena de palabras. De no ser por esa sonrisa que tenían grabada en la cara, cualquiera diría que ya estaban hartos los unos de los otros o que se guardaban un odio atroz«.
En contraposición al amaneramiento urbanita y a la superficialidad de las relaciones de amistad de la era de las redes sociales, «Canciones de Amor a Quemarropa» supone un revigorizador recordar la masculinidad perdida por el camino y esas amistades que no se miraban en el espejo absurdo y buenrollero de series de televisión / odas a la banalidad como «Friends«. Ni mucho menos: el concepto de la amistad que plantea Nickolas Butler es complejo, probablemente lo único complejo del libro. Es una amisad repleta de huecos y recovecos en los que la luz exterior se extingue en una inquietante oscuridad, en la que tu mejor amigo también puede ser tu peor enemigo (aunque no por mucho tiempo)… Precisamente por ello, resulta ser una visión de la amistad mucho más real que obliga al lector a poner en entredicho los modelos relacionales que se nos han vendido desde la industria cultural en el siglo 21: los vínculos que quedan descritos en «Canciones de Amor a Quemarropa» no es que sean aspiracionales en su regreso a lo primigenio, es que seguro que te obligan a replantear los tuyos propios.
Al juntarlo todo, el estilo de Butler, los valores diseccionados, el argumento apasionante sin necesidad de alejarse de un realismo puramente reconocible, sólo hay espacio para la magia en «Canciones de Amor a Quemarropa«. Una magia que no necesita de física cuántica para explicar su funcionamiento, tan sencillo pero tan complejo a la vez como respirar. El acierto de Butler es que su novela no se obstina en explicar cómo se respira, sino en respirar. No es esta una novela que pretenda grandes cosas: es, simple y llanamente, una de esas novelas que te rompen el alma en pedazos porque habla el lenguaje de tu corazón y no el de tu cabeza.