El concierto de Buzzcocs en la Sala Apolo de Barcelona vino a demostrar algo que ya sabíamos: que estos abuelos todavía rugen de forma atemporal.
La primera vez que el nombre de Buzzcocks llegó a mis oídos fue haciendo zapping a las cuatro de la mañana en una situación más que lamentable. Permítanme el pequeño momento de pornografía emocional, pero creo que es una anécdota bastante funcional para el artículo: básicamente, estaba buscando porno y, saltando de canal en canal, de repente apareció ante mis ojos un documental sobre el punk británico. Quedé tan impresionada por lo que vi en él que no seguí buscando lo que esperaba encontrar en esa deplorable noche. El caso es que en la pantalla, un ya viejoven Steve Diggle hablaba sobre como él y su grupo, aquellos jovenzuelos e insolentes mancunianos llamados Buzzcocks, habían sido definidos a menudo como un grupo que lo que mejor hacía eran canciones de amor. Diggle lo decía con cierto retintín y desaprobación, pero es que lo que el músico no pareció entender fue que no sólo aquel juicio era claramente cierto (hola, Diggle, cari: tenéis un disco llamado «Love Bites» y es de lo mejor que habéis hecho en la vida), sino que no era negativo: en un panorama musical de crítica social, a veces tremendamente estúpida e infundada, Buzzcocks seguían cantando sobre aquellos temas universales como el amor, la juventud, las drogas y el sexo con la mismo garra y fuerza que tendrían si estuvieran mandando a la mierda a la reina de Inglaterra… Y eso fue lo que les ha convertido finalmente en un grupo atemporal.
Una atemporalidad que se refleja tanto en la manera en la que está construida su carrera musical (pasito a pasito, single tras single) como en la forma en la que Buzzcocks estructuran sus conciertos, en cuyos setlist incluyen todos los singles más conocidos. Los británicos nunca fueron y siguen sin ser un grupo de álbumes de estudio, pero han dejado para la posteridad unos pedazo de temas inolvidables (por lo menos hasta 1981): muchos de ellos, para deleite de todo el público, estuvieron sonando el pasado martes 24 de marzo en la Sala Apolo de Barcelona. Tras una acertadísima apertura con «Boredom«, sacada directamente de su primer EP «Spinal Scratch» y que no perdió su fuerza pese a no contar con Howard Devoto ejecutándola, el grupo -y en particular Steve Diggle– estuvo despachando hasta el final una asombrosa energía desde todas y cada una de sus arrugas.
Tras el subidón inicial que nos proporcionaron con unas «Fast Cars» y «I Don’t Mind» ejecutadas vertiginosamente y coreadas a chillidos por media sala, vino la consiguiente bajona: el turno de «Keep On Believing» y «Strange Machines«, dos temas de su último y (muy) regulero trabajo «The Way«. Pero, vamos, que la gira va de presentar su último disco y, pese a no tener ni punto de comparación con sus temas de juventud, la banda hizo todo lo que estaba en sus manos para intentar defender de la mejor manera posible estos temas… y lo consiguió: la gente no paró de saltar, aunque coreando un poco menos o nada. A partir de allí y de unas «Autonomy» y «Whatever Happened To?» explosivas, empezó lo que vendría a ser la parte más bipolar del concierto con una sucesión de subidas (literales: podían divisarse algunos asistentes haciendo crowd-surfing) y bajadas un poco desconcertantes.
Entre las subidas, unas «Why She’s The Girl From The Chainstore» y «You Say You Don’t Love Me» que sonaron sorprendentemente mucho más enérgicas y menos lánguidas que en disco; entre las bajadas, además de los momentos en las que sonaban canciones sacadas de «The Way«, un detalle que casi echa por tierra la buena impresión general que me estaba llevando del concierto hasta ese momento. La zona central del público se había convertido ya en un imparable amasijo de cabezas y extremidades enloquecidas, con cerveza y servidora saltando por los aires; entre todo esto, se me ocurre parar un momento y mirar al escenario, y lo que veo es un Pete Shelley (que súbitamente adquiere ante mis ojos un extraño parecido con un Papa Noel alcohólico) tocando la guitarra como si se estuviera quitando la roña del ombligo: marcándose un Television en el Primavera Sound del año pasado, vaya. Por suerte, giré rápidamente la cabeza hacia la izquierda y divisé a un Diggle totalmente entregado al público y a la música que estaba tocando: gracias de corazón, cucu.
Sin embargo, tras ese lamentable incidente, la actuación de Buzzcocks se volvió espídica y apoteósica hasta el final. Soltaron «Promises«, «Love You More«, «What Do I Get?» como si se trataran de una ametralladora de destrucción masiva. La gente enloqueció, coreó, saltó, voló por los aires y no volvería a poner los pies firmes en tierra hasta el final del concierto. En efecto, tras una pequeña pausa de unos minutos, los británicos volvieron al escenario y nos regalaron una «Harmony In My Head» a la a que la voz de Steve Diggle y la del público se entregaron total y conjuntamente con una energía que consiguió despertar hasta a un adormecido Chris Remmington. Y, de repente, llegaron. Se hicieron esperar y, sin embargo, no podrían haber aparecido en un mejor momento: los ánimos estaban por las nubes, y cuando los primeros acordes de «Ever Fallen In Love?» retumbaron por la Sala Apolo, aquello se convirtió en una auténtica demostración de que, cuando tu música es buena y la actitud no te abandona, da igual cuantos años tenga esa canción y bien puedes tener problemas de próstata o corazón que conseguirás hacer saltar una sala entera. La noche se cerró con una igual de mítica «Orgasm Addict«, más saltos y brazos por los aires y muchos, muchos aplausos.
Desde una visión general, en el concierto de Buzzcocks en Barcelona parecieron abrirse dos líneas temporales: la primera, correspondiente a las canciones sacadas de su último disco, en la que temas nuevos que intentaban sonar a punk setentero eran interpretados por ancianos esforzándose demasiado por lo que alguna vez fueron; la segunda, la de los hits atemporales, en las que el tiempo no parecía haber pasado para nadie, ni para las canciones y mucho menos para la arrolladora banda.