Durante un tiempo, parecía que las constantes vitales de la Factoría Apatow (nostalgia de la infancia perdida, grietas de sensiblidad desprejuiciada en un nuevo modelo de masculinidad lejos del tradicional «macho», supremacía del bromance por encima del romance, victoría de un humor con mucho menos sal gorda que el habitual hasta hace unos años, nuevo cánon estético masculino alejado del clásico, referencialidad a una subcultura que tanto bebe de los cómics como de la música, apología del drogota menos radical y más simpático) tenían un punto negro aprovechado por los detractores y pasado por alto por los fans habituales: la supuesta misoginia de unos films en los que las mujeres aparecían (presuntamente) estereotipadas en contraste con los nuevos pliegos expuestos en los personajes masculinos. Ahora, «Bridesmaids» (intentaré evitar referirme a ella utilizando su horripilante título en castellano: «La Boda de mi Mejor Amiga«) viene a romper la baraja y a demostrar que la supuesta misoginia de la Factoría Apatow ha sido un fallo de percepción. Básicamente, porque las protagonistas del film de Paul Feig son tanto o más desfasadas, tanto o más desastre, tanto o más misóginas (al fin y al cabo) que los protagonistas masculinos de films ya intocables como «Funny People» (Judd Apatow, 2009), «Superbad» (Greg Mottola, 2007) o «Forgetting Sarah Marshall» (Nicholas Stoller, 2008).
Es necesario, sin embargo, aclarar que puede que esta finta huyendo de la misoginia no se corresponde tanto a un sorprendente movimiento del director Paul Feig (fogueado en series televisivas de tanta altura como «The Office«, «Bored to Death» o «Arrested Development«), sino a la incorporación estelar a la galaxia Apatow de una figura femenina que ya había dado suficientes muestras de genialidad en «Saturday Night Live«. Digámoslo a las claras: «Bridesmaids» no es una película de Paul Feig, sino una película de Kristen Wiig. Parapetada detrás de las tareas de co-guionista (junto a Annie Mumolo) y de protogonista de la cinta, está más que claro que los tentáculos benevolentes y gamberros a partes iguales de la actriz se extienden mucho más allá de estas funciones para dirigirse hacia el tono general: un tono que en ocasiones roza lo burdo (como ese cierre inesperado antes de los títulos de crédito o la escatológica prueba de los vestidos de dama de honor) pero que sabe que eso no es incompatible con la dura tarea de realizar un retrato de la nueva femineidad que esté a la altura de los retratos de nueva masculinidad que ya han ido dejando caer sus compañeros de generación. «Bridesmaids» presenta un modelo femenino mucho menos sensiblero de lo habitual y, a la vez, mucho menos interesados en la salvación y la redención por la vía del amor de lo que podría esperarse. Las damas de honor de esta película dejan bien claro que pueden ser tan disfuncionales como los hombres por la mejor vía: evitando las comparaciones y la polarización que te lleva al lado contrario de lo que estás intentando evitar. Para entendernos: Wiig demuestra que puedes ser una neurótica histérica sin necesidad de que se mencionen los estudios de Freud, y que lo contrario de ser una damisela en apuros no es ser una Rambo, sino una tipa normal y corriente.
Lo mismo puede afirmarse del resto de reparto, donde brillan especialmente una Maya Rudolph que sirve como un ojo del huracán cargado de sensatez (una sensatez abocada a esa derrota que empieza con el final de la prueba del vestido de boda, con su personaje sentado en medio de la carretera haciendo algo que no se desvelará en estas líneas) y, sobre todo, una Rose Byrne que ya demostró en «Get Him To The Greek» (Nicholas Stoller, 2010) que valía para la comedía más allá de los dramones de «Damages» y que, en «Bridesmaids«, acaba de perfilarse como una cómica de altura capaz de calzar los stilettos pijos de una grandísimahijadelagranputa que, sin embargo, acaba cayendo en gracia a través de lo cómico de su desgracia (uno de los mejores momentos del film es, sin duda, cuando Wiig y ella discuten en el coche si Byrne está fea cuando llora o no). Si se echa algo en falta es, sin embargo, un mayor desarrollo en los personajes del resto de damas de honor, ya que la única a la que se trata con mayor extensión es a una Melissa McCarthy a la que injustamente se le ha comparado con Zach Galifianakis cuando su personaje está precisamente en las antípodas del retraído y lunático Alan de «Resacón en Las Vegas» (Todd Phillips, 2009).
Un único punto negro para una comedia como no se veían en años: la sucesión de gags no sólo es impresionante y tronchante, sino que se agradece que detrás de las sucesión de momentos hilarantes de «Bridesmaids» haya algo más, mucho más interesante. Y es que este combate a cara descubierta entre dos damas de honor que pugnan por ser la mejor amiga de la novia es, a la vez, una huída continua de las convenciones de la comedia romántica. El personaje de Kristen Wiig no será redimido por ese nuevo amor que intenta salvarla poniéndola en contacto con sus sueños perdidos (sería demasiado fácil) e incluso el apoteósico final queda entelado por una duda deliciosa: ¿se han reconciliado las dos damas de honor o en la actitud final del personaje de Byrne mientras se despiden intuímos que nunca serán capaces de enterrar el hacha de guerra? Sea como sea, «Bridesmaids» no sólo ha conseguido ser la comedia del año (sí, así, a las bravas) y el justificante para que la Factoría Apatow se quite la espinilla negra de la misoginia… También ha sido, más que probablemente, la necesaria renovación de un nuevo humor americano y apatowiano que se estaba quedando un poco viejo en tiempo récord.