«Boyhood«, además, resulta ser una apuesta arriesgada: cualquier otro director podría haberse centrado en lo efectista del ejercicio, en marcar de forma rimbombante las fases de crecimiento con un título sobre-impreso que mostrara el año (asegurándose así no sólo de ubicar al espectador en la cronología del niño protagonista, sino también de contextualizarlo en el momento histórico), en cerrar el film con una sucesión de planos que muestren la maravilla del crecimiento físico etapa a etapa… Pero, por el contrario, Linklater opta por el flujo constante de conciencia: las escenas, concebidas como una ataque frontal contra la narrativa del suceso relevante (el realizador huye de abordar los momentos clave del crecimiento humano, que siempre parecen ocurrir en los márgenes de las elipsis entendidas como puentes y no como cortes del tejido de sentido), se suceden de forma natural, ajenas a la necesidad del espectador de un contexto temporal. Es probablemente en esta declaración de intenciones donde Linklater vuela alto: en una dulce huida de los indicativos de elipsis tanto dentro del plano (hay veces que pasa un tiempo hasta que te das cuenta de que el personaje ha cambiado de peinado, por ejemplo) como fuera de ellos (un corte es un corte y un fundido es un fundido, todos tienen el mismo valor independientemente de si los dos planos que empalman están separados por un año o por unos minutos).
Y, sin embargo, igual que resulta imposible no postrarse ante «Boyhood» como ejercicio cinematográfico, también debería resultar imposible no dejarse llevar por la maestría de la jugada a la hora de perdonarle todo un conjunto de deslices imperdonables. El primero de ellos es el hecho de que la apuesta de Linklater es sublime en aquello que controla, pero hace aguas en lo que deja al azar esperando que el resultado ostente la belleza de lo natural (que suele ser algo desterrado por naturaleza del entorno cinematográfico). A medida que va avanzando el metraje de «Boyhood«, se va apreciando cada vez menos la mano de un director demasiado ensimismado en la belleza de lo que él concibe como «real»: en las primeras escenas es fácil ver cómo Linklater se esfuerza en contextualizar temporalmente (desde la apertura con «Yellow» de Coldplay hasta la hermana del protagonista cantando Britney Spears) y, sobre todo, en montar un andamiaje argumental sobre el que se sustente el resto de su película (esto eso: familia rota, padre ausente, madre coraje, niños perdidos). Pero, a medida que el tiempo pasa, la presencia de Linklater se va haciendo cada vez más pequeña mientras que lo que se engrandece es la figura de Ellar Coltrane, un niño mono que acaba transmutando en un adolescente cuya constante consciencia de la cámara le convierte en un actor pésimo y cuya autoconsciencia se revela como una tendencia demasiado forzada hacia la introspección que asimila el peor mumblecore como un código de comportamiento válido.
Dice Linklater que, a medida que iban pasando los años, él se iba limitando a fabular menos argumento y a dejarse llevar por lo que realmente estaba ocurriendo en la vida de Coltrane: de un año a otro, el director le ponía como deberes al actor apuntar conversaciones y momentos importantes que, sin embargo, no han sabido tratarse en la película sin huir del cliché a veces incluso bochornoso (la reunión de machos adolescentes partiendo tablas de madera a patadas roza el peor cine de instituto de la cadena Disney, mientras que el encuentro final en el restaurante con el manitas latino que agradece a la madre de Coltrane por haberle aconsejado que estudiara sobrepasa la línea del feel good cinema más vergonzante). Y aunque el «tranche de vie» siempre ha sido un buen recurso para mostrar la vida tal y como es, sin ardides argumentales, en el caso de «Boyhood» es difícil huir de la sensación de que un poco más de mano dura en la dirección no hubiera venido nada mal a la hora de concretar unas intenciones que están ahí pero que acaban desvaneciéndose en la nada más etérea. Un único «tranche de vie» es una exposición descarnada de la vida más cruda, dejando al descubierto sus entrañas de aburrimiento y de pasión natural, pero cuando juntas todo un conjunto de «tranches de vie» de forma totalmente arbitraria, lo que queda más bien es un vacío que necesita urgentemente ser llenado con algo más que con clichés adolescentes y con miradas de cordero degollado. Y no, no vale un «es el espectador el que ha de llenar ese vacío».
Igual que el ciclo de Antoine Doinel fue una magnánima exploración de cómo se forma la identidad humana a lo largo de la existencia, «Boyhood» podría haber sido una vibrante puesta a punto de aquel discurso pero enmarcado en los tiempos modernos de las familias de padres separados, del «este fin de semana con papá y el fin de semana que viene con mamá«. Pero no lo es. No es que a Linklater no le interese el tema (de hecho, si este es el punto de partida de su film, por algo será), sino que al final prefiere no profundizar en ello y cederle la batuta de mando a un Coltrane más interesado en mostrarse como un bohemio fotógrafo soñador. De la misma forma, «Boyhood» podría ser una acertadísima diserción sobre el paso del tiempo, algo que Linklater ya ha clavado con su trilogía en torno al amanecer, pero entonces no se entienden discursos de carpeta de quinceañera como el que cierra la película, con el protagonista hablando con su potencial nueva novia sobre que tiene la sensación de que poseer el momento no es importante porque en verdad el momento te posee a ti. ¿Se está riendo Linklater de la tontería grandilocuente de los post-adolescentes universitarios? Parece que no. Y es precisamente en este momento cuando te das cuenta de que este viaje de doce años ha sido apasionante en su forma, pero que el fondo está tan trufado de clichés con voluntad de aforismo que resulta imposible abrazar «Boyhood» como poco más que el lobo del cine hollywoodiense mainstream, ese que busca hacerte sentir bien a toda costa, vistiendo la piel de cordero del cine indie yanki.