Hay muchas cosas que unen el nuevo disco de Bon Iver, «22, A Million», con otro álbum de Kanye West… Pero ¿qué hay más allá de esta coincidencia?
«For Emma, Forever Ago» (Jagjaguwar, 2008) y «808s & Heartbreak» (Roc-a-Fella, 2008) se publicaron en el mismo año, el lejano 2008. Esto podría haber inducido a Kanye West a pensar que eran discos hermanos o, por lo menos, tan hermanos como Arnold Schwarzenegger y Danny DeVito en «Los Gemelos Golpean Dos Veces«. Esta coincidencia podría haber sido, al fin y al cabo, la chispa que prendió el amor de Kanye por Justin Vernon (aunque no me queda del todo claro si es un amor recíproco o no); y West, que incluso en el amor es de excesos, ha ido prodigando su cariño de forma maximalista a lo largo de todos los años que siguieron al flechazo inicial.
Para empezar, Kanye siempre ha afirmado que una de las canciones que le obsesionan en esta vida es precisamente «Woods«, el último corte del EP «Blood Bank» (Jagjaguwar, 2009) de Bon Iver. Y no contento con eso, siempre ha incluido a Vernon como brillante featuring en los tres álbumes que ha lanzado después de «808s & Heartbreak» por mucho que, al fin y al cabo, nada tiene que ver lo que hacen el uno (folk despojado) y el otro (música más grande que la puta bida, tete). Algo así como cuando ves que un compañero de curro está intentando meter a su novia gótica en tu equipo de trabajo y resulta que a lo que os dedicáis es a diseñar tarjetas de felicitaciones navideñas. Algo no cuadra.
Aun así, y visto lo visto, es probable que Kanye cometiera un error de cálculo al emparejar «808s & Heartbreak» y «For Emma, Forever Ago» (o, bueno, a lo mejor Yé nunca hizo este emparejamiento, pero me da igual y queda la mar de bien como arranque de este artículo). Puede que ambos discos nacieran de rupturas y se fraguaran en la más absoluta de las soledades (creativas en ambos casos, física en lo que concierne a Vernon y su ya mítica historia de encierro en una cabaña aislada en la naturaleza y bla, bla, bla.). Puede también que ambos álbumes enfrentaran a las respectivas músicas de ambos artistas (el folk de Justin, el hip-pop de Kanye) a un despojamiento absoluto, a una desnudez total que facilitaba el tránsito de las emociones hacia la epidermis de las canciones.
Pero, si nos lo paramos a pensar aquí y ahora, resulta que Bon Iver acaba de publicar su disco más Kanye. Que, por primera vez, ha puesto sobre su mapa personal señales claras de que sabe que su eterno enamorado existe… Vale, cierto es que su nuevo «22, A Million» (Jagjaguwar, 2016) difiere de Yé en dos circunstancias básicas e inherentes al arte bigger than life de este último: por un lado, cada canción no es una colección de featurings rimbombantes y tendentes a lo exasperante; y, por el otro, el lanzamiento no viene acompañado de la grandilocuencia habitual de ese hombre que tiene una extraña facilidad por compararse con Dios y quedarse tan pichi.
Eso sí, lo que es innegable es que una primera escucha superficial (tal y como han de ser todas las primeras escuchas) inevitablemente ha de traer a la cabeza el nombre y el apellido del marido de Kim Kardashian. ¿Por qué? Será la texturización extrema de la voz, será el abordaje de cada canción como una experimentación en sí misma que nunca olvida que su espina dorsal está construida de puras emociones humanas, será esa tensa pero ligera zona fronteriza en la que lo analógico sufre una gozosa crisis de identidad bajo los intensos procesos de chapa y pintura digital… Será por lo que sea, pero «22, A Million» es el disco que verdaderamente se parece a «808s & Heartbreak«, y no «For Emma, Forever Ago«.
También está el hecho de que, en este caso, el último trabajo de Bon Iver está tan influido por un «instrumento» como aquel disco de Kanye estuvo condicionado por el Roland TR-808. Y es que «22, A Million» es el resultado de las experimentaciones de Vernon y su compañero del alma Chris Messina con el Messina (nombre muy original): un instrumento que combina el plug-in Prismizer con un hardware inventado por los dos colegas. En el caso de West, el 808 sirvió como trampolín de pura melancolía desde el que impulsarse hacia el futuro. En el caso de Bon Iver, sirve para explorar nuevas posibilidades en el folk primigenio, ese que el artista ya demostró que le aburría suficiente al consagrar su segundo álbum, «Bon Iver» (Jagjaguwar, 2011), al sonido AOR de inspiración ochentera. Ambos artistas deconstruyen el sonido del que vienen y, si nos fiamos de qué ocurrió con la carrera de Kanye tras «808s & Heartbreak«, lo siguiente para Vernon sería lanzarse hacia la grandilocuencia… Algo que puede ocurrir pero que sería realmente extraño dentro del perfil bajo y humilde que le gusta conservar al hombre al frente de Bon Iver (bueno, el hombre que realmente es Bon Iver).
Más todavía: ahí está la simbología misteriosa de la portada del disco (a Vernon le van a meter en el saco Illuminati junto a Azealia y Kanye en tres, dos, uno), los nombres churriguerescos de cada una de las canciones juegan con caracteres extraños que nunca sabrías cómo carajo se consiguen en el teclado de tu ordenador… Y, sobre todo, por encima de todas las cosas, ahí está Dios. «22, A Million» de cabo a rabo es el resultado de una típica y profunda crisis existencial de esas que te llevan a preguntarle al horizonte sobre el significado de la vida. Una crisis que encuentra las respuestas si no en Dios, en una espiritualidad que embarga todo el álbum en su fondo (letras, ambientes, emociones) y en su forma (referencias directas a un gospel que es citado directamente en samplers de Mahalia Jackson y The Supreme Jubilee). Allá donde Kanye se declara un Dios y recurre a los clichés deístas que embargan todo el hip-hop, Vernon no puede evitar ser blanquito hasta la médula y dejarse abrazar por (a la vez que abrazarnos con) una espiritualidad cálida, nívea, etérea y confortable.
Puede que lo más normal hubiera sido enlazar «22, A Million» con «The Age of Adz» (Asthmatic Kitty, 2010) de Sufjan Stevens, otro disco reciente en el que su autor sacó al folk de sus casillas para aplicarle un extreme makeover desde lo digital, además de ser un trabajo ampliamente ligado a la espiritualidad (aunque fuera la espiritualidad de una secta). Aun así, y más allá de algunas coincidencias sonoras, es evidente que tampoco hay tanto en común entre ambos casos: Sufjan optó por la electrónica de baile, los loops repetitivos y un magistral hedonismo juvenil que nada tienen que ver con la crisis existencia de Bon Iver. O con la que Kanye West volcó hace unos años en su «808s & Heartbreak«.
Aunque, al fin y al cabo, ¿para qué seguir con las comparaciones cuando de lo que se trata aquí y ahora es de convenir que Justin Vernon acaba de demostrar que es un artista colosal capaz de revolucionar la música, su música, y hacerlo con la boca cerrada, sin grandes gestos? Una cosa está clara: «22, A Million» no es un nuevo «For Emma, Forever Ago«, así que los fans de aquel disco seguirán huérfanos de nuevas canciones de Bon Iver para cortarse las venas. Aun así, aquellos a los que el giro de «Bon Iver» les pareciera estimulante aunque no del todo solvente, una búsqueda interesante como proceso pero no como resultado, les alegrará saber que «22, A Million» es una de esas maravillas capaces de sorprender… si te dejas llevar. Si bajas la guardia. Si no esperas nada y exploras lo que te ofrece.
Si, al fin y al cabo, olvidas por completo la accesibilidad de «For Emma, Forever Ago«. En aquel disco se trataba de curar el corazón. En este, se trata más bien de curar el alma. Y eso, evidentemente, tenía que ser (y sonar) más complicado. Infinitamente más complejo, rico y con una cantidad de pliegues infinitos en los que perderse y descubrir una y otra vez que las crisis existenciales no se solucionan a base de respuestas, sino disfrutando las preguntas una y otra vez. [Más información en la web de Bon Iver. Escucha «22, A Million» en Apple Music y en Spotify]