En estos tiempos en los que las descargas se adelantan incluso a las salas comerciales, que una película se estrene con dos años de retraso (tres respecto a su exhibición en festivales) parece una temeridad. La gestación de «Blue Valentine» fue tormentosa y su estreno en España no lo ha sido menos: quebró su distribuidora Wide Pictures (malos tiempos para la lírica, ya sabéis) y la cinta quedó en una especie de limbo del que sólo la voluntad de algunos (y, suponemos, la esperanza en el tirón del Gosling post-«Drive» y la Williams post-Marilyn) la han conseguido sacar. Lo que sigue pretende ser un pequeño estímulo para que, como yo, cometáis ese acto de fe (y casi crowdfunding) que es ir al cine y pagar tu entrada para ver una película que está a dos clics de distancia desde hace años… Porque creo que vale la pena.
Vale la pena en primer lugar porque, pese a un envoltorio que pueda tirar para atrás por artificioso, «Blue Valentine» es muy sincera. Es preferible no desvelar demasiados detalles de la trama (no porque haya sorprendentes revelaciones, sino simplemente porque es mejor dejar que el espectador siga el relato como el director ha decidido contarlo), pero aun así es difícil resistirse a destacar momentos que resultan especialmente brillantes, ejemplos que puedan explicar la chispa. La película, por ejemplo, te gana al poco de empezar con esa mudanza de un anciano de la que ha sido su casa hacia la habitación del asilo y con la forma en que Ryan Gosling lo trata. Lo mismo ocurre en ese escenario cuando vemos a Michelle Williams encontrar en su abuela la complicidad que ningún otro miembro de la familia sabe darle o cuando disfrutamos contemplando la relación del propio Gosling futuro con su hija. Son pequeños momentos, sí, pero en su veracidad, en la espontaneidad que transmiten descansa gran parte del mérito del filme y sobre ellos se sustenta la propia historia.
Y vale la pena también por su discurso y la forma de desarrollarlo. «Blue Valentine» cuenta la descomposición de una pareja alternando dos líneas temporales: la relación en sus primeros pasos (cuando todo es no perfecto pero sí excitante) y, más tarde, justo cuando todo está a punto de irse al carajo. Esa superposición funciona (ambos niveles dialogan, se retroalimentan y benefician a la película en su conjunto) y, para colmo, porque no es tan habitual, está bien ejecutada: ni flashbacks ni flash-forwards dan vergüenza ajena por sus caracterizaciones, y ambos intérpretes (lejos de lucirse en una película en la que, al fin y al cabo, son también los productores ejecutivos) hilan una composición compleja e impecable. No es poco reto para un par de actores, a fin de cuentas, aprender a amarse y luego a odiarse y que ambas cosas resulten convincentes en menos de dos horas.
No es difícil ver en esta película una versión más o menos moderna (o posmoderna, o ultramoderna, lo que queráis) de «Dos en la Carretera» (Stanley Donen, 1967), pero a mí me ha recordado a otra obra maestra, una mucho más reciente y que viene a ser una de las películas más dolorosas que he visto jamás: «Revolutionary Road» (Sam Mendes, 2008). Porque, siendo como es ésta una película indie de manual (tan Sundance ella, que hasta tiene una banda sonora a cargo de Grizzly Bear), el jardín en el que se (nos) mete el debutante Derek Cianfrance es de una osadía y una profundidad (en el buen sentido de la palabra) dignas de elogio. Como en la cinta de DiCaprio y Winslet, «Blue Valentine» habla de fracasos, de derrotas, de conformismo, de ganas de escapar en busca de lo que un día tuviste pero ahora (por cómodo que te encuentres) ya no tienes. Tmabién de la terrible sensación de mirarse en el espejo y comprobar que no tienes el coraje para recuperar. El cine nos cuenta el nacimiento de muchísimas historias de amor, pero la destrucción de muchas menos; y no es difícil imaginar por qué: es mucho más duro, más complicado, menos agradecido. Como aquí.
Le achaco a «Blue Valentine» un par de trazos gruesos en la última media hora, un par de momentos que, como había hecho hasta ese momento, podía haberme ahorrado o explicado de otra forma, pero se lo acabo perdonando porque la empresa en la que me embarca resulta a la postre mucho mayor, más descorazonadoramente satisfactoria, si es que cabe usar esta palabra para definir una película como esta. Lamento no recordar a quién atribuir la cita, pero la definición es tan certera que no me resisto a robarla: «Blue Valentine» es la película que Isabel Coixet lleva años queriendo hacer, pero no le sale. O sí, la hizo, se llamó «Cosas que Nunca te Dije» y nunca la consiguió repetir. La historia, en fin, de otro fracaso. Todos tenemos de ésos. Y duelen.
[NOTA: 7,50]