No se puede negar: la primera escucha del «Utopia» es pura decepción… Pero ¿cómo convierte Björk esa decepción en una obra maestra?
Todo periodista musical que escriba una crítica de cualquiera de los últimos trabajos de Björk desde un punto de vista -presuntamente- objetivo y distante, básicamente está mintiendo. Y punto. No os lo creáis. Al fin y al cabo, en pleno año 2017 hay dos factores que imposibilitan una distancia crítica mínima y una aproximación objetiva al corpus musical de la islandesa… Por un lado, por el factor personal: si eres crítico musical y estás escribiendo sobre Björk, resulta prácticamente imposible pasar por encima de tu propia historia con ella. Si es una historia de amor o de odio, o incluso de amor / odio, eso solo tú lo sabes. Pero lo que está claro es que no puedes dejarla de lado para ponerte a escribir sobre una artista que te ha acompañado en momentos tan diversos de tu vida.
Por otro lado, también hay que reconocer que Björk nos ha tendido una trampa realmente magnífica: su paulatino proceso de desnudez emocional profundamente descarnada hace imposible un abordaje de su obra desde el cerebro (o únicamente desde el cerebro) porque, al final, discos como «Vulnicura» (One Little Indian, 2015) y el presente «Utopia» (One Little Indian, 2017) apelan directamente al corazón. Cierto es que sus álbumes siguen evolucionando en la forma, buscando nuevas vías de expresión musical, obsesionándose con nuevos instrumentos que de repente acaparan la atención mediática; pero es en el fondo donde ha habido un desarmante triunfo del corazón.
Y eso es algo que, por cierto, nos debería obligar a reconsiderar su discografía al completo. El hecho de que «Vulnicura» pusiera sobre la mesa el duelo por el final de la relación de Björk con el padre de su hija Isadora, el artista Matthew Barney, abría una brecha interesante a la hora de ponderar todos y cada uno de los discos de la artista en clave biográfica. ¿Quién no desea ahora saber quién o qué causó aquella delicadeza emocional de «Vespertine» (Elektra, 2001) o aquel minimalismo conceptual de «Medúlla» (Elektra, 2004)? En «Volta» (Atlantic, 2007), su relación con Barney ya tomó la superficie, con aquellos bocinazos de barcos balleneros que también habían sido obsesión en parte de la obra de su marido…
Pero el abrirse en canal que Björk viene haciendo desde «Vulnicura» es algo diferente, algo que, como ya he afirmado más arriba, debería obligarnos a reconsiderar toda la discografía de la islandesa. Una recalibración de valores emocionales más que musicales que, de hecho, deben hacerse también a partir de lo propuesto en «Utopia«, que es francamente imponente. La misma Björk lo dejó claro mientras grababa todas estas canciones en compañía de su nuevo amigo del alma Alejandro Ghersi (Arca): si «Vulnicura» había sido un descenso a las oscuras profundidades del infierno de un matrimonio que se rompe, «Utopia» debía ser una verdadera ascensión hacia los cielos de un paraíso de reencuentro con el amor que nace en una misma.
Aquí viene cuando tengo que atenerme al comodín lanzado en el primer párrafo de esta crítica… Y ponerme subjetivo para explicar que, de entrada, la primera escucha de «Utopia» fue una verdadera decepción. Y lo fue precisamente por culpa tanto de las coordenadas que Björk había ofrecido durante la grabación del álbum como por el primer single extraído de su nuevo trabajo: «The Gate«, una canción en la que la artista literalmente habla de cómo la herida de «Vulnicura» (este es, por cierto, un término latino que significa «herida») se ha convertido en una puerta a través de la que dar y recibir amor. La composición parte del propio sonido de su anterior álbum, también de cierta articulación de los silencios, para moverse hacia adelante, hacia algo nuevo… «The Gate«, más que una puerta, parecía un puente.
Pero, ojo, porque un puente, por definición, une dos terrenos más o menos cercanos. De ahí puede nacer precisamente la decepción (¿y frustración?) de la primera escucha de «Utopia«: en que el terreno musical hacia el que conduce el puente de «The Gate» es excesivamente diferente al de «Vulnicura«. Resulta difícil, de hecho, rastrear muchas de las constantes que convirtieron ese anterior disco en lo que muchos llamaron «el regreso triunfal de la mejor Björk«. Y lo que es peor: en un primer contacto, resulta francamente difícil encontrar a la Björk a pecho abierto de canciones como «black lake» o «stonemilker«.
Una primera conclusión apresurada podría ir en la dirección de que, una vez superada la ruptura, Björk se ha vuelto a encerrar en su propia «Utopia» musical, esa que muchos conocemos como la cara menos amigable (también menos estimulante) de la artista. Me estoy refiriendo a cuando Björk se enfrasca tanto tanto tanto tanto tanto en la música y en los instrumentos y en la tecnología y en la coartada artie que, prácticamente, se olvida de que es humana. Y que nosotros somos humanos. Y que, como humanos, nos relacionamos con el mundo y con la música a través de las emociones.
Espero, por cierto, que nadie se quede en esta primera conclusión apresurada, ni críticos ni fans ni no tan fans… Porque, fundamentalmente, es una apreciación errónea. Y vuelvo a ponerme subjetivo. Tras aquellas primeras escuchas que me dejaron completamente frío, decidí ponerme «Utopia» un día a través de los auriculares, mientras caminaba por la calle (era una buena y larga caminata) y mi atención estaba completamente volcada en la música del álbum. El resultado fue, básicamente, el que sigue: tras superar «Blissing Me» y «The Gate«, que ya tenía muy interiorizadas como singles, «Body Memory» me condujo a las lágrimas. Tal cual. Tuve que hacer acopio de fuerza de voluntad para no romper a llorar en medio de la calle.
Y es que por fin había encontrado a Björk, allá estaba, suspendida en el aire envuelta por múltiples mantillas de aire multicolor que no es que estuvieran intentando ocultarla a la vista, sino que más bien estaban añadiendo capas de sentido a la explicación compleja (¡complejísima!) de sus emociones. Porque el duelo pasa por diferentes fases y bajar al infierno es algo que hay que hacer desnudo, pero para ascender necesitas ayuda y alas y ropajes ampulosos y complementos y muchos colores, tantos colores como haya en la Naturaleza.
Vuelvo a «Body Memory«: esta canción que dura casi diez minutos vendría a ser el «black lake» de «Utopia«, la piedra filosofal que sirve para explicar el resto del álbum. El tema se abre con poco más que un drone a modo de atmósfera, pero poco a poco entran unas cuerdas amenazantes, entran flautas que no aportan musicalidad sino discordia, entran sonidos de pájaros e incluso el gruñido de un tigre. Entran coros angelicales y entran esos latigazos post-digitales tan reconocibles en la producción de Arca. Y, si escuchas con detenimiento, si dejas que tu atención te transporte a través de las capas de sonidos, al final acabas desentrañando esto que parece una bola de ruido pero que es más bien un ovillo de lana: solo te hace falta encontrar uno de los extremos y tirar de él para llegar a Björk. Una Björk tanto o más desnuda emocionalmente que en «Vulnicura«.
Todo «Utopia» es un tal que así: pura exuberancia instrumental y musical que parece remitir a una concepción de la música fuertemente anclada en las vanguardias post-clásicas del siglo XX. Hay aquí composiciones que se construyen en base a las imperceptibles evoluciones de la atonalidad, algo que resulta particularmente sensible en la mareada de vientos en «Tabula Rasa«. Y hay, sobre todo, una voluntad de construir paisajes, de describir con la música cómo es la «Utopia» a la que remite el propio disco: una utopía de exuberancia selvática (expresada a través de la ya mencionada exuberancia instrumental y musical), un paraíso poblado de aves que cantan de forma exótica, de arpas que flotan en el aire, de flautas que se buscan y se encuentran en un proceso de aprendizaje y también de una biblioteca de sonidos digitales que suelen brillar cuando aportan violencia y solidez, cuando dan corporeidad al ruido y a la furia. Porque sin ruido y sin furia no hay humanidad, y el paraíso de Björk, por mucho que algunos digan lo contrario, rebosa de humanidad.
Hay también en «Utopia» referencias constantes a toda la propia carrera de Björk. En la mencionada y altamente magistral «Loss» laten muchos de los pulsos de «Homogenic» (Elektra, 1997). «Blissing Me» y la fascinante «Saint» son puramente «Vespertine» (de hecho, algunas líneas de «Saint» recuerdan poderosamente a «Undo«). En «Courtship» vibra la rítmica y los zumbidos de canto de ballena de «Volta«. La extravagancia de «Claimstaker» remite directamente a «Biophilia» (Nonesuch, 2011)… La que no aparece por ningún lado (y es lo que muchos parecen criticar estos días) es la Björk compositora de hits pop pluscuamperfectos. Pero, lo siento, es que da igual: Björk hace siglos que no está por estas labores. Si todavía no lo has interiorizado, es problema tuyo.
Además, un hit pop es algo inmediato y, en este «Utopia«, Björk ha vuelto ha demostrar lo que ya intuimos en «Vulnicura«: que su trabajo consiste ahora en rasgar el velo del espacio tiempo universal y mostrarnos cómo es el corazón. Un futuro que se asemeja bastante (y a la vez es tan distinto) al que nos enseñó Arca hace unos meses en ese excepcional «Arca» (XL, 2017) en el que abandonó su visión de un futuro en el que no existirá el hombre para adoptar un futuro en el que late un corazón poderoso. En el caso de Arca, el corazón poderoso es su visión de ciertos cantares latinoamericanos tradicionales. En el caso de Björk, el corazón que late en su futuro es el más humano de todos: el de alguien que cae y que se levanta después de que le hayan roto el alma en pedazos. [Más información en la web de Björk // Escucha «Utopia» en Apple Music y en Spotify]