Cielo despejado e iluminado por el solsticio de verano de la víspera. En pleno atardecer, de un lado, autobuses rebosantes como sacados de alguna postal-cliché de la India; del otro, cientos de personas, en peregrinación anárquica, caminando a pie. En ambos casos, dirigiéndose hacia un mismo destino, ascendiendo la sinuosa pendiente del Monte Gaiás en cuya cima se sitúa la Cidade da Cultura de Santiago de Compostela. A lo largo de su entrada, varios puestos de dulces, rosquillas y otros manjares típicos de cualquier verbena local, que inspiraban contradictorias sensaciones de asombro y calidez en medio de la inmaculada y curvilínea mole arquitectónica diseñada por Peter Eisenman. La estampa sugería que todos aquellos feligreses se movían al unísono empujados por la adoración a uno de esos santos, vírgenes o divinidades que, en definitiva, motivan tantas celebraciones populares en nuestro país. Pero la figura que los había llevado hasta allí era de carne y hueso y provenía de Islandia: se trataba de Björk, semidiosa protagonista de varios mitos y leyendas de la música pop experimental de la Europa septentrional que bajaba de su Edén glacial para ofrecer en Santiago el único concierto (en principio) de su actual gira mundial en la Península Ibérica, tras haber cancelado sus shows en Barcelona y Oporto por recomendación médica.
Superado el problema originado por un molesto pólipo en su garganta (incluso algunas deidades pueden sufrir este tipo de percances…), Björk se disponía a prolongar la tecnificada presentación de “Biophilia” (One Little Indian, 2011) en el marco incomparable de la capital gallega, presidido por la luna nueva y el perfil de la catedral compostelana destacado a lo lejos. Dado el carácter multidisciplinar de su citado trabajo (y del último tramo de su trayectoria), en el que se combinan música, naturaleza, ciencia y tecnología, se esperaba que su traslación al directo amplificase su halo innovador. En parte, así fue: el decorado no se convirtió en un gigantesco mural multimedia hiper-vanguardista, pero sí que a través de proyecciones telúricas y volcánicas, aparataje sorprendente y (retro)futurista, juegos pirotécnicos y efectos lumínicos reforzó el factor diferencial de las creaciones de la islandesa.
Desde siempre, sus directos nunca se basaron en los manidos esquemas estándar del mundo del pop, del rock o de la electrónica más accesible, aunque en Santiago lo pareciese: ella salió a escena (con escrupulosa puntualidad británica más que nórdica) ataviada con la estrambótica peluca naranja que muestra en la portada de “Biophilia”, flanqueada por el habilísimo Manu Delago en la percusión y Damian Taylor en las programaciones (iPads incluidos) y apoyada por las valquirias del coro de Reikiavik Graduale Nobili, cuyo protagonismo se intuyó desde el comienzo, cuando abrieron la sesión envolviendo “Óskasteinn” y el recinto de la Cidade da Cultura con aires catedralicios. Sus escalas vocales funcionaban como hilo conductor del espectáculo, mientras Björk desgranaba su nuevo álbum (en un primer momento ofreció “Cosmogony”, “Thunderbolt” y “Moon”) bajo dos enormes y amenazadoras bobinas Tesla entonando con firmeza su voz (aunque sin llevarla al límite, como en otras ocasiones) y realizando unos bailes atávicos acompasados con los tañidos que salían de las manos de Delago y con las danzas chamánicas de sus rubias compañeras. “Crystalline” culminó esta primera fase de concierto conservando su delicadeza inicial para explotar luego entre chispas y llamaradas.
El espléndido sonido (al menos en la parte frontal del foso) del conjunto, transparente y orgánico, provocaba que se practicasen, voluntaria e involuntariamente, variadas danzas tribales (ideales para combatir, al mismo tiempo, el frío de la noche compostelana) entre el público. Este, que sólo cubría la mitad de la plaza exterior de la Cidade da Cultura (posteriormente mejoraría su aspecto, aunque, a falta de cifras oficiales, no se llegó a los 5.000 asistentes) esperaba que la islandesa hiciese alguna concesión para recuperar alguno de los temas más conocidos que le otorgaron fama universal. Tal petición la satisfizo rescatando de “Vespertine” (Elektra, 2001) “Hidden Place” y una incandescente “Pagan Poetry”; de “Homogenic” (Elektra, 1997), primero “Hunter” y, posteriormente, “Unravel” y “Jóga” (con su videoclip firmado por Michel Gondry en las pantallas); y de “Post” (Elektra, 1995), una tensa “Isobel”. Entre medias, regresó a “Biophilia” uniendo “Hollow” y “Virus” para hacer detonar, antes del bis, el bombástico núcleo drum‘n’bass de la atómica “Mutual Core”.
Con sus ondas expansivas aún en acción, la perfecta combinación de luz y sonido se apagaba por un momento para que Björk encarase la etapa final de su show en tierras gallegas. La casi hora y media anterior había transcurrido a toda velocidad, señal de que su plan había funcionado. Le restaba ponerle la guinda pertinente, sirviendo (se suponía que sucedería realmente) un par de hits que dejase feliz a todo el respetable. Pero no, lo suyo no es tirar por la vía fácil, por lo que recurrió a dos clásicos poco evidentes para cerrar su actuación: la inesperada y minimalista “One Day” y una desbocada “Declare Independence”, con las bobinas Tesla encendidas a todo trapo y las chicas de Graduale Nobili dejándose el alma.
Hecho el silencio absoluto, el gentío descendía la ladera del Monte Gaiás tras su encuentro cuasi religioso con la diva cósmica de una manera un poco caótica y con la impresión de haber presenciado un espectáculo ardiente pero, a la vez, compacto y calculado al milímetro, sin que hubiese perdido en ningún momento sensibilidad ni nervio. Quizá eso era lo que buscaba Björk: despertar múltiples y encontradas emociones sin preocuparse por las consecuencias. Realmente, ese fue siempre el espíritu y el objetivo final de su música.