Tanto nos han vendido que «Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)» es un pepinazo que, al final, lo de Iñárritu vuelve a ser frustrante.
«Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)» lo tiene absolutamente todo para ser un pepinazo… Y así nos lo han vendido intensamente muchos meses antes de su propio estreno en nuestro país. Poco tienes que haber frecuentado la prensa de cualquier tipo, desde la generalista hasta la especializada, para llegar hasta la nueva película de Alejandro González Iñárritu totalmente virgen y sin conocer los motivos por los que este film está supuestamente llamado a pasar la historia. El primero de ellos, el casting: la recuperación de Michael Keaton consta aquí al mismo nivel que un plantel de macro-estrellas entre las que se encuentran Emma Stone, Edward Norton, Naomi Wats y Zach Galifianakis.
Si hay algo de lo que se ha hablado hasta decir basta es, sin embargo, de la (presuntamente) arriesgada decisión de Iñárritu de afrontar el argumento a través de un falso plano secuencia, de tal forma que toda la historia se explique en un único movimiento de cámara que salva los saltos de tiempo mediante diferentes recursos creativos. Por último, la tercera característica de «Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)» de la que se ha hablado, pero menos (casi exclusivamente en medios más especializados), ha sido su profundo espíritu meta-cinematográfico, en el que realidad y ficción se funden a un nivel intrincadamente complejo.
Eso es lo que se ha dicho. Hasta la saciedad. Pero aquí viene precisamente el primer problema de «Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)«: que lo que se ha dicho está ahí, pero nunca llega a brillar como debería por culpa de la poca pericia de Iñárritu a la hora de afrontar algo totalmente diferente a lo que está acostumbrado (es decir: dramones bigger than life que no dudan un segundo en recurrir a las trampas emocionales más viles para llevar al espectador hasta el límite de la extenuación llorosa).
Para empezar, y aunque la mayor parte de los actores están impecables en sus roles (Stone lo borda como hija despechada, Norton brilla en su papel de estrella insoportable y Watts muestra una fragilidad a medio camino entre la chanza y el esperpento), a Michael Keaton se le escapa por cada poro de su actuación una auto-consciencia autoindulgente que ya empieza a ser demasiado reconocible: la de antigua estrella recuperada del anonimato por un director valiente. A Tarantino le sigue funcionando, pero el resto van a tener que currárselo para que no se les vean las costuras artificiales de estos nuevos Frankensteins a los que el rayo eléctrico de la producción hollywoodiense ha dejado menos vivos de lo que parece.
Lo preocupante en este caso es que Keaton es precisamente la piedra filosofal a la hora de conseguir la alquimia que persigue «Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)«: la exploración de los límites de la realidad y la ficción, sostenida frágilmente sobre la tela de araña del inconmensurable ego de los actores. A nadie se le escapan las correspondencias entre Batman / Birdman, tampoco los ecos de la desastrosa carrera de Keaton que se pueden escuchar perfectamente en la caracterización de Riggan Thompson (es decir, el personaje protagonista). A ello hay que sumar las cada vez más perturbadoras concomitancias entre la propia existencia de Riggan y la del protagonista de la obra que está montando en Broadway, una adaptación de un cuento de Raymond Carver. Y, de hecho, hay que reconocer que, por último, la tela de araña de los egos actorales muestra suficientes caras como para considerarse sólida: el ego resquebrajado de Riggan, la necesidad continua de afirmación de Lesley (Watts), la penosa disyuntiva entre vida y actuación de Mike (Norton)…
Pero, por desgracia, nada de todo esto acaba cerrando el círculo pluscuamperfecto de un discurso magistralmente articulado. La idea puede parecer clara: «Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)» debería rubricarse con una alabanza de la psicosis actoral -y autoral- como herramienta indispensable para la creación de una obra genial que trascienda, que cambie el panorama artístico del que brota. Pero la incapacidad de Iñárritu para apostar por una única carta acaba por dejar el film en una frustrante tierra de nadie: ¿realidad o ficción? ¿El último plano no vulnera completamente el contrato de coherencia y realismo que el director se ha esforzado en hacernos creer (y, por lo tanto, volvemos a estar ante las típicas y tópicas trampas del cine de Iñárritu)? ¿El éxito final de Riggan no justifica y se lleva al traste la dulce ambigüedad de esa psicosis actoral que durante toda la película ha borrado las fronteras entre la realidad y la ficción del propio protagonista, pero también la del espectador?
Y todo esto sin contar el tan cacareado (falso) plano secuencia: es este un recurso que, sin lugar a dudas, siempre ha de perseguir una excelencia más allá de la propia forma. Pongamos el ejemplo básico cuando de film / plano secuencia estamos hablando: en «La Soga«, Alfred Hitchcock utilizaba sabiamente este recurso para aumentar la sensación de claustrofobia y tensión de un thriller a la búsqueda del crimen perfecto. Pero si Hitchcock consiguió doblegar completamente este recurso para servir a sus propios intereses, en «Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)» parece más bien que el recurso es el que domina a Iñárritu, haciéndole esclavo de sus necesidades (lo que le conduce a decisiones algo patilleras como abordar las elipsis temporales con planos fijos de edificios mientras el cielo se oscurece o se ilumina, por ejemplo) y sirviendo a la más absoluta nada: hay un incremento de la tensión formal, sí, pero esa tensión formal parece que nunca acaba de ir paralela a una tensión interna. Las elipsis temporales, por poner otro ejemplo, cortan completamente el crescendo de tensión psicológica que parece que está llevando a Riggan a la locura.
«Birdman (o La Inesperada Virtud de la Ignorancia)» es, al fin y al cabo, una suma de expectativas frustradas: un caballo con una potencia magnánima que, sin embargo, no ha sabido ser domado por su jinete. Y aquí me permito un apunte totalmente íntimo y personal: asusta pensar lo que hubiera hecho Charlie Kaufman con este material de partida (y este ejercicio de marketing desmesurado) en las manos.