Primero la cal. El concierto de Mrs. Carter se abría con un pletórico «Run The World (Girls)» (perteneciente a su anterior disco, «4» -Columbia, 2011-) que dejaba bien clarito de qué iba a ir la noche: de chicas. Después de que cayera el telón, después de que una pantalla alargada descendiera hasta ras de suelo con unos visuales sublimes en la que Beyoncé y otros seres del averno divagaban por espacios blancos con miriñaques de ese mismo color, después de todo eso sobre el escenario sólo caían tiarronas y más tiarronas. Más tarde, la artista se referiría a ellas como «my girls band«: había bailarinas, coristas e incluso algunas que pretendían tocar instrumentos «de verdad». Pero lo que allá había era mucho más interesante y peligroso que un conjunto de chicas: había una idea muy poderosa de feminismo que acabaría concretándose en las palabras de Chimamanda Ngozi Adiche trascendiendo los límites de «***Flawless«, la canción del último disco de Beyoncé en el que las palabras de la autora nigeriana, autora de «Algo Alrededor de Tu Cuello«, son utilizadas como espoleta activista a favor de un feminismo del nuevo milenio. ¿Por qué no puede ser la mujer feminista de forma sexual? ¿Por qué no se puede ser madre y buenorra? ¿Por qué lo femenino parece menos feminista si opera en los mismos códigos de sensualidad que lo masculino?
En el caso que nos ocupa, este feminismo empapó a base de bien todo el primer tramo del concierto, en el que B no se despegó para nada de su último álbum, ese magistral «Beyoncé» (Columbia, 2014) en el que la artista se ha quitado los corsé del divismo pop(ulista) para chapotear en propuestas musicales de vanguardia como el nu-r&b, el revival disco, el EDM bien entendido o el post-dubstep (todos ellos, por cierto, géneros muy proclives a dejar con el culo torcido a los que fueron hasta el Palau Sant Jordi esperando «Single Ladies» ad aeternum). Esta capacidad para mirar más allá en la música (avant-garde) y en las letras (feministas) se tradujo en un concierto extenuante como el mejor polvazo de tu vida: faltaba el aliento, costaba seguirle el ritmo a los bailes fragmentados de Beyoncé, a sus canciones genéticamente alteradas para adaptarse al directo sin importarle alejarse de su versión de estudio (ese corte por lo sano en el final de «Blow» dolió… pero también orgasmizó a muchos de los presentes), a su utilización epiléptica de las luces, el fuego, los visuales y la pirotecnia. Aquello no era un ritmo apto para la generación del videoclip: aquello era un tsunami de inputs visuales y sonoros que te arrastraban y te ahogaban, que no te permitían descansar ni un minuto, que te abrumaban al no dejarte ni un segundo para asimilar todas las (brillantes) propuestas visuales apelotonadas en cada uno de los segundos extremadamente sincronizados del show.
Aquí no hubo coartadas narrativas (hola, Madonna, ¿qué tal va la construcción de tu sarcófago?) ni temáticas (hola, Kylie, ¿qué fue del chorromoco greco-romano de tu último tour?): tan sólo una acumulación continua de estímulos visuales atomizados, comúnmente inconexos, que jugaron a la marea sensorial. La apisonadora de este Mrs. Carter Tour pasó por encima de muchos, haciéndose particularmente difícil escoger sólo uno de los habitualmente fugaces fogonazos de genialidad visual: las siluetas de todas las buenorras recortadas en negro sobre una pantalla de cegador blanco, el bailecito en el que B se folló literalmente a una especie de sofá durante la muy lúbrica «Partition«, la concesión al pasado en aquella «Baby Boy» que chorreaba de pura lefa, el homenaje a la época disco-funk que correteó desde las melodías de Donna Summer hasta «Blow«, la sombra fantasmática del sexo omnipresente en «Haunted«… Y, claro, la experiencia catárquica de disfrutar «Drunk in Love» en comunidad. La única forma de definir lo visto ayer en el Palau Sant Jordi fue, sin lugar a dudas, como un show avant la lettre.
Pero, una vez aplicada la cal, vamos a por la arena. Porque, justo después de «Drunk in Love«, Beyoncé decidió que también tenía que contentar a aquellos que habían acudido a su concierto para ver a la émula de Aretha, para corear absurdos «uuuuuhhhhhsss» y «ooooohhhhs» y, en definitiva, para que la diva se marcara un medley en el que los temazos pretéritos duraban menos de dos minutos y se encadenaban unos a otros. Quedó claro que lo que a ella le interesaba ya lo había hecho: ya había dejado los huevos sobre la mesa. «Single Ladies«, «Crazy in Love«, el cierre con «Halo«… Incluso el hecho de pasar de «I Will Always Love You«de Whitney Houston a «Heaven» o de convertir «XO» en un baladón de estadio (una de las muchas posibilidades que admite este killer de canción)… De pronto, todo lo que en el primer tramo del concierto había sido un caos y desorden muy apto para la generación del post-apocalipsis económico y virtual se convirtió en lo de siempre, en una actuación del montón para oficinistas aburridas de su vida. No voy a decir nada en contra, evidentemente: aquí todo el mundo paga la entrada y todos hemos de salir contentos. Y, venga, vamos, no me jodas, incluso yo disfruté con «XO» y con «Halo«.
Lo único que duele es pensar que, durante hora y media, Beyoncé fue el futuro. Tampoco voy a ser yo quien diga ahora que, debido a sus concesiones en el último tramo, este Mrs. Carter Tour es menos brillante. Ni hablar: algo capaz de levantar debajo de la piel las emociones que levantó su primer tramo está destinado, simple y llanamente, a hacer historia.