Hay una escena en «Behind The Candelabra» que podría tomarse perfectamente como un punto de inflexión a la hora de considerar el tono intencional de Steven Soderbergh al ponerse ante esta biografía de Liberace explicada desde los ojos de su amante -casi marido- Scott Thorson: justo antes de que Scott (interpretado por un Matt Damon que empieza pareciendo Farrah Fawcett y acaba siendo un cruce entre Patrick Swayze y Boy George) se realice su primera operación de cirugía estética, el espectador asiste a una escena en la que Liberace (¿el mejor papel de Michael Douglas hasta el momento?) está a pie de cama de su preocupado amante antes de que se lo lleven a quirófano… Damon tiene ya puesto el gorro típico de hospital, pero le han permitido mantener fuera un pluscuamperfecto flequillazo que deja bien claro que «Behind The Candelabra» no pretende en ningún momento ser una película realista ni mucho menos coherente: pretende, más bien, enfocar la vida desde el punto de vista del exceso espectacular y artificioso con el que LIberace vivió y exprimió su vida.
Este telefilm (porque, pese a ser una superproducción, es una superproducción pensada para exhibirse directamente en HBO), al fin y al cabo, la inmersión de Soderbergh en las aguas del camp. En «Magic Mike» (2012) ya introdujo el dedo gordo del pie en estas aguas para ver qué tal andaba la temperatura, pero en «Behind The Candelabra» no se acobarda y se tira directamente en bomba, produciendo una oleada multicolor deliciosa que bañará a todo aquel que entre en su juego. Porque, al fin y al cabo, el camp siempre es un juego. Lo ha sabido siempre John Waters, quien supo sublimar el género desde sus inicios con «Pink Flamingos» (1972) o «Hairspray» (1988) hasta muestras más sofisticadas como «Los Asesinatos de Mamá» (1994) o «Cecil B. Demente» (2000). Lo supo la década pasada John Cameron Mitchell, que podría haberse convertido en el artesano máximo del camp en su vertiente más indie si hubiera seguido caminando la senda marcada por «Hedwig and The Angry Inch» (2001). Y lo supo en los 90, sin lugar a dudas, Paul Verhoeven, director que supo llevar el camp hasta su máxima potencia comercial con obras como la todavía insuperable e intocable «Showgirls» (1995).
En el espejo de todos ellos se mira Soderbergh a la hora de buscar inspiración para el tono de «Behind The Candelabra«: un tono de celebración gay (en la acepción primigenia de la palabra, aquella que se refería a la pura felicidad), despreocupado tanto hacia la verosimilitud realista y coherente (todos sabemos que, al final… ¡Liberace tiene que volar!) como hacia la posibilidad de que sus delirios estéticos sean asimilados por el público como un exceso y no como lo que es, un monstruo siamés en el que homenaje y parodia ven sus cuerpos unidos por la cadera. Este es, sin lugar a dudas, el primer gran acierto de Soderbergh a la hora de abordar «Behind The Candelabra«: podría haber naufragado en las costas del melodrama a lo culebrón latinoamericano igual que podría haber quedado varado en los riscos del biopic serio y riguroso. Por el contrario, el director opta por un tono liviano, de opereta gay excesiva, casi esperpéntica, pero que, sin embargo, acaba resultando mucho más empática y creíble que, por poner dos ejemplos -vergonzosamente- célebres, «Una Jaula de Grillos» (Mike Nichols, 1996) o «I Love You Philipp Morris» (Glenn Ficarra y John Requa, 2009).
Evidentemente, «Behind The Candelabra» espantará a aquellos incapaces de ver la -tronchante- celebración camp detrás de los gestos excesivos de Soderbergh (igual que hubo quien no supo ver detrás de los gestos excesivos de Liberace). Pero todo aquel que entre en el mencionado juego se va a encontrar con un festín estético memorable tan perdurable en el imaginario queer cinematográfico como los significativos impactos de cintas como «Velvet Goldmine» (Todd Haynes, 1998) o «Priscilla. Reina del Desierto» (Stephan Elliott, 1994). Las actuaciones de Liberace están recreadas con una sensibilidad glam sin ningún atisbo de una decadencia que siempre es tentadora en estos casos: sus abrigos de plumas con colas de novia, su entrada en el escenario subido a una limousina de blanco diamante, sus pelucones con glitter… Y, evidentemente, el submundo infernal y multicolor que rodea al artista no podía ser menos espectacular, con criaturas fascinantes como el mayordomo aficionado a la ropa ajustada que responde al nombre de Carlucci (Bruce Ramsay), el agente / chulo putas interpretado por Dan Aykroyd o, por encima de todos ellos, ese personaje altamente memorable encarnado por Rob Lowe: Jack Startz, el cirujano plástico y dealer de pastillas para adelgazar que no tiene ningún tipo de movilidad facial debido a sus afición al bisturí (¿y al autotan?)
Si todo lo dicho resulta fascinante, no menos interesante es el subtexto de la película, el discurso que corre soterrado como un animalilo intentando moverse debajo de los kilos y kilos de ropaje aparatoso de Liberace. Y es que «Behind The Candelabra» es un maravilloso retrato de la infertilidad frustrante de toda relación homosexual: la relación de Liberace y Scott acaba viéndose empañada por un perturbador halo padre / hijo que viene a incrementarse con la voluntad del primero de que su amante se retoque en quirófano para parecerse a sí mismo o, al final, con esa abortado intento de adopción. Dos medidas radicales (como el mismo artista) que ponen esta película en contacto con el sorprendente documental «The Ballad of Genesis and Lady Jaye» (Marie Losier, 2011) y que dejan al descubierto el triste empecinamiento de Liberace de dejar algo de herencia a este mundo: a sabiendas de que cualquier espectáculo que pueda montar sobre un escenario es efímero, el artista siente la poderosa llamada de dejar un legado. Una poderosa llamada que, sin embargo, acaba aplastada por su tendencia a la promiscuidad y, sobre todo, por esa enfermedad final que acabó derribando por completo el glamour que tantos años le llevó construir.
Soderbergh, sin embargo, se muestra inquebrantable en su voluntad de cerrar esta biografía de Liberace desde los ojos de Scott (algo que viene marcado por el libro en el que se basa la película, escrito por el mismo Thorson: «Behind The Candelabra: My Life With Liberace«) siendo fiel a su tono celebrativo y a su estética colorista: durante el entierro final, el antiguo amante es el que pone en escena a través de su mirada el grand finale que debería haber interpretado Liberace. Y eso, al fin y al cabo, es lo que queda en la memoria del espectador. Porque la memoria, al fin y al cabo, es el legado más persistente. Algo que, tristemente, Liberace no pudo aprender antes de elevarse al cielo con su capa de vampiro glam repleta de lentejuelas y plumas blancas.