Cerramos nuestras crónicas del Beefeater In-Edit 2015 haciendo balance del festival… y analizando algunas de sus películas más emblemáticas.
La primera de las crónicas que escribí hace ahora una semana al respecto del Beefeater In-Edit 2015, que se ha celebrado del 29 de octubre al 8 de noviembre, se abría apuntando a una dinámica que puede intuirse en el corazón de este Festival de Cine Documental Musical de Barcelona: dejar para el segundo fin de semana los platos fuertes para que el boca / oreja funcionara y las salas se fueran llenando poco a poco. Y, aunque es una dinámica más que comprensible, si algo ha sorprendido en la edición de este año es ver cómo muchas de las sesiones de jornadas laborables se llenaban hasta los topes y te obligaban a sentarte en las filas delanteras a no ser que llegaras con un mínimo de previsión a la sala.
Quiero pensar que esto significa que el In-Edit ya no necesita de dinámicas para fomentar el boca / oreja, que el festival ha llegado a una madurez plena y exultante que viene a demostrarse con ese récord de asistencia al festival (35.000 personas sumando las ediciones de Barcelona, Madrid y Bilbao). Una madurez que, a su vez, se ha dejado ver en una programación equilibrada que ya hace tiempo que no necesita tirar de grandes nombres archiconocidos para arrastrar al público… ¿Cómo explicar, si no, que films como «808 The Movie» o «B-Movie: Lust & Sound in West Berlin (1979-1989)» hayan encontrado su lugar como favoritos absolutos en las salas de mayor capacidad del festival?
¿Cómo explicar, también, la ecuanimidad de unos premios que el certamen ha otorgado a varios films que no sólo han sido de los más vistos, sino que han tenido la osadía de alejarse de ídolos de masa revienta-taquillas? Sí, vale: se premian los documentales, no sus protagonistas. Pero ya entendéis lo que quiero decir. Y es que, en esta ocasión, el jurado ha decidido galardonar a «Orion: The Man Who Would Be King» y «The Ecstasy of Wilco Johnson» de Julian Temple en el Sección Oficial Internacional y a «Rumba 3 – De Ida y Vuleta» de Joan Capdevila y David Casademunt en la Sección Oficial Nacional. Este último documental, además, también se ha erigido con el Premio del Público. Ahí es nada.
Es fácil entender la locura Con «Orion: The Man Who Would Be King«: el documental Jeanie Finlay es un puro crowd pleaser. Y no sólo por el magnetismo que desprende el personaje retratado, ese Orion que apareció dos años después de la muerte de Elvis con su misma voz pero con un antifaz; sino que el principal motivo para entender el fallo de este premio es que este es un documental de factura impecable tanto en lo estético como en el propio concepto. Finlay consigue mantener la distancia suficiente con el retratado como para no dejarse llevar por sus cantos de sirena: el mayor peligro que se corre al abordar la historia de Orion es caer en el victimismo fácil, en el gesto torcido ante otra marioneta despellejada viva por un sistema discográfico que no tiene en cuenta a las personas, sino al dinero que generan o pueden generar. El gran acierto de «Orion: The Man Who Would Be King«, sin embargo, es mostrar de forma preclara la disyuntiva moral que vive el propio artista: ¿seguir viviendo tras la máscara y tener éxito? ¿O quitársela y vivir en el olvido? Toda la existencia de Orion está partida por la mitad por las contradicciones, y el final de la carrera del artista pone sobre la mesa que, al fin y al cabo, tampoco es que nos encontremos ante un héroe de la moral yanki. Bien por Jeanie Finlay. Bien por una directora que se atreve a ir más allá de los relatos morales clásicos americanos para enseñar los claroscuros.
E igual de bien por esa «808 The Movie» mencionada un poco más arriba… En cierto momento del film de Alexander Dunn, alguien dice que, si te lo paras a pensar, más que probablemente el 85% de tus canciones favoritas están basadas en el sonido del Roland T808. Y, si nos fiamos de este documental que más que documental es una maravillosa playlist a lo largo y ancho del tiempo y el espacio, esa anécdota va a ser más que cierta. La apertura y el cierre de la cinta de Dunn son pluscuamperfectos: las contextualizaciones niponas al principio y al final y, sobre todo, la narración de los inicios de la experimentación musical con la T808 en Nueva York son simple y llanamente una delicia. Después, en el cuerpo central de «808 The Movie«, hay que reconocer que el director se dispersa, más que probablemente abrumado por lo colosal de la tarea de explicar en hora y media el alcance de la Roland T808 en géneros tan dispares como el pop o el jungle. Pero lo cortés no quita lo valiente, y hay que reconocer que, aunque sea sólo por el impacto del espectadora al encontrarse con hit tras hit cada dos minutos, «808 The Movie» merece la pena. Y no sólo eso: que a nadie le extrañe que la cinta de Dunn se convierta en la piedra de toque de un edificio altísimo en el que van a habitar los cada vez más abundantes fans de la T808. [Raül De Tena]
Lo cantaban los míticos Def Con Dos hace ya unos cuantos años: «Odio a los mártires del rock«. Citaban en el tema aquello de “Sexo, drogas y rock’n’roll o acabar como Loquillo de Cantautor”, amén de repasar una lista en formato reducido de estas víctimas del exceso. Entre ellas no podía faltar, claro está, Janis Joplin. Arranco esta última crónica del Beefeater In-Edit 2015 con ella, saltándome la cronología del festival por dos motivos básicos. El primero, querer dedicar la parte final a los documentales en bloque de Tony Palmer. El otro motivo es más práctico: «Janis: Little Girl Blue» es como entrar en el día de la marmota. No por sueño, claro está, sino por la sensación de bucle temático infinito.
Nada que objetar a la ejecución formal que nos presenta Amy Berg, pero entendámonos. Lo de Janis Joplin está más visto que el TBO y nos lo sabemos de memoria. Esa es la principal flaqueza del documental, que no aporta absolutamente ningún punto de vista nuevo, ningún dato relevante, nada que no se hubiera dicho ya antes sobre la cantante. ¿Hace esto de «Janis: Little Girl Blue» un mal documental? No, en absoluto. Sólo lo convierte en un ejercicio inane de rutina, de wikipedismo visual a ratos interesante, a ratos inductor de bostezo. Es la mitificación patillera vía muerte trágica (y lloro subsiguiente) y poco más.
Un día antes de «Janis: Little Girl Blue» (y un día después también) nos sumergimos en el mundo visual de Tony Palmer. Hay que hacer un inciso al respecto. No se pueden entender los documentales que se han visto en el fetival («All My Loving«, «Wigan Casino» y «Leonard Cohen: Bird on a Wire«) sin glosar un poco la figura de su director. Un hombre, el Sr. Palmer, que es un espectáculo en sí mismo: culto, divertido y, por qué no decirlo, un chapas de cuidado. Cada presentación de documental en su boca resulta un catálogo interminable de anécdotas, chascarrillos y contextualización. Algo que puede resultar instructivo sino fuera porque te acaba por desmontar el factor frescura.
Hay algo, sin embargo, que el Sr. Palmer ejecuta de maravillla en sus cintas. El factor no intrusivo. Efectivamente, Palmer decide con buen criterio no ser partícipe en ningún caso de sus productos y limitarse a filmar a sus protagonistas, cediéndoles el protagonismo y la portavocía al respecto del mensaje a transmitir. De esta forma, en «All My Loving» asistimos a una suerte de fresco de una era muy concreta. Focalizándose en la explosión de la cultura pop, el año 1968 queda reflejado a través de las opiniones de artistas como McCartney, Donovan, Pete Towsend o Frank Zappa entre otros.
Son vivencias, opiniones sobre el mundo del pop y su efecto sobre la sociedad del momento. Un retrato colorista, a ratos incluso experimental que, eso sí, deja espacio para una cierta reflexión de carácter social, ni que sea en forma de contrapunto de ese mundo feliz de happy flowers que algunos artistas (especialmente el hippioso Donovan) intentan vender. En «Wigan Casino«, por el contrario, es la música la que aparece en forma lateral, como excusa para dar tono y contrapunto a una historia social de una ciudad. Sus cambios estructurales, sus costumbres, sus condiciones sociales. Una pequeña historia que, sin embargo, ilustra perfectamente las convulsiones socioeconómicas acaecidas en la Inglaterra post industrial del siglo XX.
En «Leonard Cohen: Bird on a Wire«, Palmer se posiciona absolutamente como espectador invisible, como ente neutro detrás de la cámara limitándose a “narrar” la gira europea del artista. Este es un one man documentary: Cohen se desnuda ante la cámara sin ningún tipo de pudor, mostrándose en cruda desnudez. Capullo, divertido, intensito, ligón…Todo ello formando parte de su universo personal y mostrar lo poliédrico tanto del artista como de la persona. No faltan por supuesto, salpicando aquí y allá, las propias actuaciones musicales del cantante canadiense. Cierto es que esto es en el fondo lo que el espectador quiere ver y escuchar, pero no menos cierto es que el abuso de dichas actuaciones acaban por conceder una morosidad ladrillesca al conjunto, resintiéndose el ritmo y dando la sensación de metraje inacabable y pesado. Quizás estamos cerca más del cinema verité que del documental, pero con un toque de cierta obsesión por el puntillismo y el detalle que acaba por conformar más un fresco acumulativo de detalles que un retrato verdaderamente profundo del artista. [Alex Pérez Lascort]