Lo bueno de escribir sobre artistas consagrados que ya conocemos desde hace mil años y que, como es mi caso, hemos tenido presentes en nuestras vidas de todas las formas posibles, desde el idolatramiento menos disimulado hasta el pasotismo más desalmado, es que nos dan la oportunidad de hablar de ellos como si fuera un amigo cualquiera, de escribir su biografía como si lo conociéramos personalmente. Mi biografía de usar y tirar sobre Beck Hansen empieza con un pizpireto chaval de melena rubia y pose rebelde que escapó de su Los Angeles natal para probar sin mucho éxito fortuna en Nueva York, que finalmente logró poner patas arriba la escena underground con un atrevidísimo cocktail que incluía géneros tan dispares como el hip-hop y el country, para poco después terminar poniendo su impronta para siempre en la historia con un disco, “Odelay” (Geffen/DGC, 1996), que acabó situándose entre los más importantes e influyentes de los 90.
“Odelay” dio paso a experimentos folk, odas a todo lo kitsch y mutaciones coloristas de todo tipo. Y es aquí donde mi biografía comienza a lanzar las primeras preguntas al aire: ¿da pena ver cómo nuestro héroe ha pasado de ser el inquieto y eterno adolescente de las mil caras a convertirse en un hombre taciturno de mirada perpetuamente perdida en la nostalgia? ¿O es en cambio reconfortante ver cómo ellos también sufren épocas, altibajos y acaban convertidos en un manojo de cicatrices como el resto de mortales? La primera gran herida llegó con “Sea Change” (Geffen/Universal 2002), un trabajo creado a partir de una dolorosa ruptura sentimental que lo dejó K.O. “Sea Change” resultó ser un honesto y hermoso ejercicio de autoterapia y que viene a ser la cara A de su último trabajo, “Morning Phase” (Capitol/Virgin EMI, 2014), el cual sería, lo habéis adivinado, la cara B de la misma moneda. En los más de diez años que separan a ambos llegarían dignos intentos de volver a mostrar esa jovialidad perdida; esfuerzos de un Beck que, en el pasado creador prolífico hasta la exageración, ahora se toma con calma una modesta producción musical que ya no quiere revolucionar el mundo.
Pero volvamos a su último disco, marcado por otra dolorosa ruptura que, en este caso, es mucho más mundana y un agridulce retrato de una vida que, como la tuya y como la mía, se hace mayor. Esta vez no le ha dejado la novia: “Morning Phase” se gestó postrado en cama a causa de una lesión de espalda que le impedía incluso caminar. Pobre Beck. Las similitudes entre ambos trabajos son evidentes desde el primer segundo, con un comienzo bañado en los solemnes arreglos orquestales a cargo, como ya pasó en “Sea Change”, de su padre, David Campbell. Pero, mientras el anterior álbum desprende tristeza infinita, aquí se percibe a un Beck más cómodo en su melancolía, más seguro y maduro en la forma de lidiar con sus problemas. Pero nosotros también hemos crecido, y si las lágrimas de «Sea Change» venían con el shock de lo inesperado, aquí llueve sobre mojado… al Beck llorón ya lo conocemos de sobra.
Esto no significa que este sea un tropiezo en su carrera, muy al contrario: «Morning Phase» es un auténtico grower que demanda paciencia y, como una mañana que amanece fría y nublada, va despejándose para revelar momentos de belleza sublime. “Phase” son 67 segundos de amor para ponernos la piel de gallina que sirve de prólogo para un tramo final de disco que es, además, el más satisfactorio. Los últimos tres temas son lo mejor que ha hecho Beck desde «Sea Change» y ponen broche a uno de sus mejores trabajos. Se oyen ecos de Nick Drake, Leonard Cohen, Neil Young, Beach Boys, Pink Floyd, Simon & Garfunkel; se oyen ecos de olas acariciando apaciblemente soleadas playas californianas; se enciende una cálida llama en las pupilas de una mirada optimista hacia el futuro, como un anciano que ya no tiene nada que perder y, como cantaban Radiohead en “No Surprises”, ha encontrado la paz al dejar de esperar nada de la vida… Y aquí, al borde del geriátrico, concluye mi semi-imaginaria biografía de Beck Hansen.
«Morning Phase» es la banda sonora de una fase de la vida, testamento del paso del tiempo, reflejo de su naturaleza cíclica y, quién sabe, una nueva mañana en la historia de un personaje camaleónico y versátil como pocos, un artista que una vez rompió la música en pedazos para hacerse su propio caleidoscopio y que ahora se dedica a curar sus heridas dejándolas al descubierto, con madurez y sinceridad. Un acto humano. Una necesidad vital.