¿Cómo se ordena la locura? ¿Cómo se sobrevive al africanismo cuando cotiza a la baja? ¿Cómo se reinventa el sonido de rock de pista de baile 2.0 sin sonar a chicle, a copia o demasiado excéntrico (M.I.A., Crystal Castles: ¡teléfono!)? Battles dicen creer tener la respuesta, y servidor les cree. Su nacimiento y bautizo en medio de una ola de grupos que miraban sin recelo a la África más bailonga e indiégena los ha metido en una bolsa en la que había demasiadas cabezas visibles sobresaliendo como para destacar por encima de, pongamos, Animal Collective, Vampire Weekend, Deerhoof o Friendly Fires. Battles apostaban más por la mecánica matemática de sus ritmos y la canción horizontal, dando cobijo y prestando oídos a los sonidos más experimentales, electrónicos y avanzados en lo que a rock de baile se refiere. Cuatro años después de su debut, podemos decir que están de parabienes, y así lo demuestran en «Gloss Drop» (WARP / PIAS Spain, 2011), segundo y, hasta ahora, más accesible (aunque no por ello más trágico) trabajo hasta la fecha del trío neoyorquino.
Battles acercan los extremos que antes permanecían tan alejados. Dejan un poco de lado aquel sonido de la primera revolución industrial y se transforman en una suerte de luddistas del sonido actual. Utilizan elementos bastante más analógicos que en «Mirrored» (WARP, 2007), cerciorándose de no perder el hilo narrativo de la rítmica tendenciosa ultra-tropicalista y veraniega y, aún así, totalmente moderna y cuasi futurista. El halo de psicodelia retroactiva, adictiva y enfermiza que se calzan en las doce canciones componen “Gloss Drop” los acerca tanto al indie nervioso y fogoso de Foals como a los experimentos transnacionales de Congotronics o el histrionismo de Siro Bercetche. Son tan buenos cuando hablan (“Ice Cream”, con ayuda del chileno Matías Aguayo, un engendro underground del materialismo independiente que canta en tono mongoloide saturado y casi aniñado cosas en un castellano tuneado: “como un helado derritiéndose”) como cuando callan (“Inchworm”, una paraplejia sónica que arrincona entre sonidos agudos y ritmos de reggaetón el futuro de África y Europa de la mano). No es de extrañar que sus cameos vayan por la electrónica maquinera ochentosa de Gary Numan o la materia oriental occidentalizada de la vocalista de Blonde Redhead (Kazu Makino) en “Sweetie & Shag”, probablemente la melodía más firme, pop, accesible y circular que hayan parido hasta la fecha; o la del ruidista nipón Yamantaka Eye en la epilogar “Sundome”, la aportación más aperturista y menos predecible de todas las que componen esta segunda placa. Battles batallan contra sí mismos y coquetean con el reggae en un enclave propio de unos Easy-Star All-Stars reversionándose a sí mismos y adoptando una pose tan cerca de Avey Tare como de Thom Yorke bailando espásticamente (de la única manera que sabe bailar, por otro lado) o simulando una producción amante de la radiofórmula indígena, como una imaginería veloz de El Guincho en modo invertido (“Dominican Fade”). Una epopeya global de la inequívoca transnacionalidad de los proyectos tropicaloides de hoy en día después del boom… y del bang.
[Alan Queipo]