«Babadook» no sólo es un excelente film de terror que da canguelo y que tiene una amenaza icónica, sino que incluye un subtexto que va a acojonar a todos los padres.
A una buena película de terror hay que pedirle, básicamente dos cosas: que dé miedo y que se esfuerce un mínimo en crear una amenaza icónica. Lo primero es, evidentemente, pura subjetividad… Así que aquí me voy a meter un poco en lo personal. Creo que la primera película de terror que vi fue «Pesadilla en Elm Street» cuando tenía aproximadamente unos siete años: la vi a escondidas de mis padres, evidentemente, y más que miedo, me produjo una profunda fascinación. Era finales de los 80 y en mi entorno había una verdadera fiebre por el cine de terror: crecí viendo películas de este tipo y, supongo, aquello me dejó algo lisiado, inmune al terror de alguna forma u otra. Desde entonces, pocos son los films que consiguen que me inquiete…
Y he de reconocer que «Babadook» me hizo sentir algo que no sentía desde la ola de nuevo terror oriental capitaneada por Hideo Nakata y su «Ringu«. Palabras mayores. Sobre todo en el primer tramo del film, en el que conocemos a una madre (excelentemente interpretada por una Essie Davis que sabe tomarle el pulso a un personaje en la justa medida de fortaleza, histeria y desquicie) y a un hijo (Noah Wiseman) traumatizados por la muerte del padre en un accidente el mismo día del parto. El niño es bastante «especial», aunque lo que el resto del mundo identifica como sociopatía incipiente la madre prefiere disfrazarlo como una mente única y especialmente fantasiosa. A partir de la aparición de un misterioso libro en la vida de ambos, madre e hijo vivirán un crescendo de situaciones cada vez más terroríficas que Jennifer Kent sabe planificar con la maestría de quien parte de la referencia a los clásicos para alcanzar nuevas cotas de ese terror que juega en el terreno de lo psicológico. «Babadook» da mal rollo. Mucho mal rollo.
Lo segundo, lo de que todo buen film de terror ha de aspirar a crear una amenaza icónica, se cumple en el film de Jennifer Kent a rajatabla con el personaje de Mr. Babadook, a la altura de clásicos del género como Freddy Krueger, Jason, Leatherface, la reina Alien, Pinface o, más recientemente, Sadako («Ringu«) o Jigsaw («Saw«). Al principio una amenaza que vive en lo mental (a partir de la idea que se hace el espectador a partir de lo visto en las páginas del libro) y al final algo totalmente real y tangible (aunque hay que reconocer que la película se desinfla un poco cuando deja de habitar lo imaginario para mostrar lo que cada uno probablemente imaginara de forma completamente diferente), Mr. Babadook tiene madera suficiente como para convertirse en un nuevo hito del género, a no ser que decidan quemarlo con secuelas infinitas. ¿O es esa precisamente la forma de entrar en el Olimpo del Terror?
Así las cosas, la conclusión llega de forma natural: si da canguelo y si tiene una amenaza que puede llegar a ser irónica, eso significa que «Babadook» ha de ser una buena película de terror. Pero, claro, también podemos ir un poco más allá, porque todo esto es lo que debemos exigirle a una buena muestra del género, pero es que resulta que a una cinta de terror que sea más que buena, que sea excelente, hay que pedirle una tercera cosa: que incorpore un subtexto disfrutable más allá de las constantes vitales de toda película de horror. «Pesadilla en Elm Street» investigaba la sensación de indefensión del ciudadano medio, el miedo a ser atacado cuando crees vivir en un bienestar estable (es decir: el sueño como extrapolación de la clase media). «Ringu» es uno de los documentos más geniales de las últimas décadas en lo que respecta a los miedos del siglo 21 ligados a las nuevas tecnologías…
«Babadook«, por su parte, se mete en un terreno que sonará a muchos: la frágil relación psicológica existente entre madre e hijo. Algunos pensarán en «A L’Interieur» y la gran mayoría recurrirán a la referencia de «La Semilla del Diablo» como ejemplo pluscuamperfecto de cine de terror que va un poco más allá y se atreve a plasmar el miedo de toda madre a lo que está dando cobijo en su propio cuerpo cuando está embarazada. En «Babadook» el hijo ya está crecidito, pero la vulnerabilidad psicológica sigue estando ahí: Kent apela al cansancio de toda madre soltera (de hecho, cualquier padre podrá identificarse con este desgaste puramente físico) y, sobre todo, a ese odio que una madre ha de sentir en algún momento u otro hacia su propio hijo, hacia ese ser que le ha arrebatado su propia vida y que, en este caso, ha hecho mucho más que eso (ya que el hijo ha arrebatado a su madre el amor de su vida, el padre ausente).
Recurriendo a una idea suficientemente arraigada en el inconsciente colectivo, la del sótano de una casa como esa estancia oscura cerrada a cal y canto que todos tenemos en la cabeza y al que relegamos nuestros propios monstruos, «Babadook» articula un magistral discurso en torno a los fantasmas de la mente que se hacen más grande cuanto más los niegas. Kent apuesta a una carta ganadora y sublime: la de la aceptación del odio hacia la persona amada a la que supuestamente no debes detestar bajo ningún concepto como técnica de somatización y catarsis. Y aunque el film podría perderse en psicologismos laberínticos, al final «Babadook» consigue mantener un subyugante equilibrio entre una forma pluscuamperfecta que remite al mejor cine de terror clásico y un fondo adecuado para este nuevo siglo en el que ya hemos superado las arcaicas prácticas freudianas y en la que tenemos que aceptar no sólo que somos nosotros mismos los que creamos a nuestros Freddy Krueger, Letherface, Sadako o Mr. Babadook, sino que tenemos que abrazarlos y quererlos en su (pocas) virtudes y en sus (numerosos) defectos (homicidas y psicópatas).