«Azul Casi Transparente» es un título que, ya de por sí, lanza pistas sobre las mayores virtudes de esta opera prima que le valió a su autor, un joven Ryu Murakami de veinticuatro años, el prestigioso premio Akutagawa. ¿Qué virtudes son éstas? En mi humilde opinión diría: crudeza, levedad y pureza. En este debut se relatan las vivencias de un grupo de jovencísimos nipones que viven cerca de una base militar americana y que dedican su vida mayoritariamente al consumo de drogas, los conciertos de rock y el sexo en cantidades y formas nada normales. Este modus vivendi fuertemente autodestructivo se nos presenta de manera desnuda, sin juicio alguno. Los personajes parecen practicar este descenso a los infiernos con una actitud impasible que parece más existencialista que mecánica. Lo dicho: crudeza de la buena (y, además, bien utilizada). A su vez, esta crudeza a la hora de ilustrar una decadencia tal, dota a esta cualidad de un grado de pureza. Se ha hablado de un tratamiento frío y antisentimental por parte del autor, lo que ayuda a crear un efecto aséptico: la historia no se ve mancillada por ningún tipo de juicio moral o de pudor a la hora de relatar aquello que ocurre con un detallismo más quirúrgico que anecdótico.
Por último, queda la levedad. Esta virtud se consigue mediante ese tratamiento peculiar de lo brutal: la manera en que los protagonistas se abocan a su autodestrucción, permeados de una especie de indiferencia, de hastío de todo. Un auténtico y bello desenfreno flemático. La ausencia de sentencias morales imprime un ambiente leve en toda la historia, como si todo diese igual. A lo mejor nos topamos con todos estos jóvenes desparramados por el piso en el que viven, charlando. Sus charlas van entrelazándose de manera muy natural, y al hablar parece que estuviesen estancados en el presente, como si flotasen gracias a una total indiferencia ante absolutamente todo… Es un ocio puro, un sentimiento extrañamente estival. Pensad en una imagen típicamente veraniega: el televisor está encendido y quizá alguien lo ve, quizá no. El ruido simplemente flota en el aire junto al calor, sin mucha importancia. Varias personas tiradas en un par de sofás, sin hacer nada porque no existe ningún tipo de prisa. Se habla sobre cosas totalmente insustanciales, porque no hay necesidad o responsabilidad alguna que empuje a tratar nada que haga trabajar mucho la cabeza. Es la belleza del ocio puro, de no estar ligados a ningún tipo de preocupación. Eso es lo que pasa en esta novela: los problemas parecen ser parte de una vida ajena y extraña, que ocurre más allá de las paredes de esa habitación intemporal.
Y así, con una mezcla efectiva de crudeza, levedad y pureza, Murakami teje una breve historia de indiferente autodestrucción que resulta una más que grata lectura.
[J. Quijano]