La mítica trilogía de Krzysztof Kieslowski se re-estrena en nuestro país… Y nos da la oportunidad de revisitarla, recordarla y volver a gozarla. Siempre.
El azul es un color frío. Dicen que puede simbolizar la fidelidad, pero también la tristeza y la nostalgia. En “Tres Colores: Azul” (“Trois Couleurs: Bleu”, Krzysztof Kieslowski, 1993), el azul puede encerrar todos estos significados y muchos más, ya que es también uno de los tres colores que forman la bandera francesa cuyo lema del país es liberté, egalité, fraternité. En el caso que nos ocupa, podríamos asociar este color principalmente al de la libertad. La libertad individual y emocional que busca la protagonista, Julie (Juliette Binoche), en su lucha por vencer el trauma al que se enfrenta: la muerte de su familia -esposo e hija- en un accidente de coche.
Krzysztof Kieslowski levanta sobre este trágico suceso un drama íntimo sobre la gestión del dolor, la pérdida y la superación. Y lo hace a través de un elemento que lo conecta todo: la música. La música es el ingrediente principal en esta trilogía, y en ella viajan no sólo los recuerdos, sino también las emociones de sus personajes: es la aflicción y, al mismo tiempo, es la cura, es el recuerdo de todo lo que se ha perdido y la conexión máxima con la familia fallecida. Es el deseo y el desencanto.
Julie, en un intento de dejar atrás ese dolor, se despoja de todas sus pertenencias y todo aquello que de algún modo la ata a su pasado, pero la sinfonía inacabada de su marido será el último lazo que la conecte a ese dolor inconmensurable. Terminar la sinfonía significa asumir definitivamente el dolor, interiorizarlo para una liberación total. Y he aquí una de las grandes tesis de la película: la liberación no sólo de ella como mujer, sino como esposa y madre.
A pesar de todo lo que pueda parecer, la historia está narrada con gran sobriedad y con un espléndido control de los distintos elementos narrativos, visuales y sonoros. Kieslowski no cae en ningún exceso aún con la potencia de sus imágenes, la banda sonora de Zbigniew Preisner y la interpretación principal de Juliette Binoche, que se mueve entre lo íntimo y lo trágico de forma magistral, asumiendo un control absoluto de su complejo personaje y sus diferentes conflictos, en probablemente uno de los papeles más memorables de la actriz francesa.
En la cinta abundan los planos detalle, ya que la relación que busca Kieslowski entre el espectador y lo que ofrece la pantalla es extremadamente íntima. También son importantes los fundidos a negro, con esa partitura sonando sin imagen alguna y que nos trasladan a la mente de su protagonista y su dolor. El director polaco siempre ha estado dotado de una gran habilidad a la hora de exprimir todas las posibilidades que ofrece el cine, y es que nadie puede concebir sus obras en ningún otro medio que no sea el cinematográfico.
“Azul” es la música como forma de canalizar el dolor y buscar una liberación total al aceptar e interiorizar finalmente la pérdida. Y es también la cinta que guarda más semejanza con la anterior cinta de su director, “La Doble Vida de Verónica” (“La Double Vie de Véronique”, Krzysztof Kieslowski, 1991), para muchos, un ensayo de lo que vendría en su posterior trilogía, pero para quien escribe estas líneas una obra maestra que, a diferencia de sus sucesoras, todavía está más despojada de una narrativa convencional y con unas imágenes y música que viajan con una libertad absoluta ofreciendo sensaciones únicas y puras.
De cualquier forma, Kieslowski inaugura con «Azul» una trilogía que recorrerá no sólo el corazón de un país o un continente sino el de muchas personas.
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“Tres Colores: Blanco” (“Trois Couleurs: Blanc”, Krzysztof Kieslowski, 1994) es el segundo capítulo de la trilogía. “Blanco” es el símbolo de la igualdad. Pero “Blanco” es también la cagada de una paloma, el coche de tu mujer al abandonarte, el color del inodoro donde se vierte el vómito de una existencia desgraciada. “Blanco” es igualdad, pero también la uniformidad abstracta que reafirma un axioma incontestable: todos los hombres son iguales porque todos acaban inevitablemente sufriendo.
“Blanco” se presenta casi como una comedia, no tanto por su contenido dramático sino por su tono. Un aire de ironía y de ternura flota en las desventuras de su protagonista Karol Karol (Zbigniew Zamachowski). Como si su destino de loser emocional, profesional y sexual no fuera más que una broma pesada del destino. Con todo, no estamos ante una obra exenta de profundidad sino que, sencillamente Kieslowski opta por otro rumbo que, parcialmente, deja de lado el impacto de las miradas y los gestos para centrarse en el poder de las palabras y de los actos consecuencia de ellas.
En el fondo, todo tiene un aire de ensoñación poética a pesar de la trama ligeramente criminal que se desarrolla en ella. Un onirismo que viene marcado por esos fundidos en blanco que, más que marca de transiciones temáticas, son como reseteados mentales, pequeñas muertes y renacimientos con una dirección unívoca: siempre hacia delante.
“Blanco” es el símbolo de la igualdad. Pero “Blanco” es también la cagada de una paloma, el coche de tu mujer al abandonarte, el color del inodoro donde se vierte el vómito de una existencia desgraciada.
“Blanco” es también una evolución, un émulo autoral de la serie “Caída y Auge de Reginald Perrin” (“The Fall and Rise of Reginald Perrin”, 1976), donde nuestro protagonista tiene que emerger no sólo del lumpen social, sino del propio personal. No en vano el film arranca con la imposibilidad de consumar el acto sexual y todo lo subsiguiente, por más que se incida lateralmente en otras temáticas, tiene como objetivo consumar el acto, pero también consumar una venganza, consumar el amor.
Esto es lo terrible y a la vez profundamente humano que nos muestra Kieslowski: la igualdad (el blanco otra vez) entre el deseo, el amor y el odio profundo. Lo equiparable que resulta para una persona cometer actos generosos, delictivos u oprobiosos sin que ello modifique en absoluto la raíz moral, el deseo primigenio que los generó. Sin embargo, no hay que llevarse a engaño: no estamos ante una obra de negación de lo ético, de nihilismo al respecto de las leyes sobre el bien y el mal, sino todo lo contrario. Estamos ante un ejercicio de realismo terrenal donde el amor predomina (y se celebra sui generis) como motor de todas las cosas humanas.
“Blanco” es la cámara buscando una y otra vez las expresiones faciales de sus protagonistas, el blanco de sus ojos respondiendo y negando lo que sus bocas dicen. “Blanco” es esa sinfonía gloriosa convertida en himno desesperado tocado con un peine y un pañuelo. “Blanco” es el deseo de morir pero no para dejar de existir sino de renacer. “Blanco” es, en definitiva, el reverso sarcástico y dulce de “Pickpocket” (íd., Robert Bresson, 1959), ese espéculo donde esta vez es ella, Dominique (Julie Delpy), quien acaba entra rejas. Es Karol quién la visita, es la ausencia de palabras en vez de diálogo. Es el triunfo del amor otra vez. Son las lágrimas de Karol repitiendo en silencio el bressoniano “Oh, Jeanne, qué camino tan extraño he tenido que tomar para encontrarte”.
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Parece absurdo intentar acercarse a “Tres Colores: Rojo” (“Trois Couleurs: Rouge”, Krzysztof Kieslowski, 1994) por medio de las palabras, cuando el propio autor huye de las mismas para llegar al alma misma de su película, al alma misma de su majestuosa trilogía, al alma misma del ser humano. Kieslowski cierra así esta serie en tres actos sobre la Europa finisecular acercándose a la fraternidad, mientras cercena de alguna forma el discurso para adherirse a la emoción pura, sin grilletes, construida de forma total a partir de la imagen: una imagen dolorosa, fugaz pero curiosamente imperecedera.
“Rojo”, como las dos películas que la preceden, incide en la fugacidad y reversibilidad de todo cuanto es humano. El dolor y la curación en “Azul”. La miseria y la ventura en “Blanco”. El desprecio y el amor en “Rojo”. Los personajes que orbitan alrededor del juez interpretado por Jean-Louis Trintignant, testigo privilegiado, voyeur del alma, demiurgo omnisciente, sufren en sus propias carnes la inconsistencia de los sentimientos como si fueran marionetas desdichadas de un bunraku caprichoso, pasando del romance a la separación, del enamoramiento al hastío, de la felicidad a la pérdida. Finalmente, Kieslowski opta por negarle la deidad a ese, decimos, juez demiurgo para incrustarlo en la ruleta rusa de lo emocional, enfrentándolo a los sentimientos -también oscilantes, también variables- de Valentine (Irène Jacob) hacia él y viceversa.
La metáfora de la ruleta rusa no está elegida caprichosamente, sin más. Y es que “Rojo” enfatiza a niveles extremos una de las ideas centrales de la obra de Kieslowski, especialmente en esta trilogía: el determinismo enfrentado al azar a la hora de marcar el destino del hombre y de la mujer. “Azul” se abre con un muchacho despreocupado al borde de la carretera, que logra encajar milagrosamente un juguete a modo de peonza en su soporte de madera, justo en el momento en el que el coche donde viaja Julie (Juliette Binoche) tiene un accidente. En “Blanco”, por su parte, la maleta elegida para ser sustraída en el aeropuerto de Varsovia es justo en la que viaja Karol (Zbigniew Zamachowski). La vida de cada persona cambiando arbitrariamente, atada inmisericorde al destino que las casualidades imprimen en ella.
Kieslowski debe ser uno de los últimos cineastas a los que más parecía preocupar ajustar el movimiento de la cámara al compás de la luz y de la cadencia dramática: lo físico adaptándose a lo etéreo y a lo moral.
Pero ¿son las posibilidades infinitas o finitas? ¿O quizás no existen tales posibilidades en tanto que el destino está determinado de antemano? Kieslowski vuelve una y otra vez sobre este conflicto irresoluble en esta su última película. Las continuas referencias al azar y a su influencia (una moneda lanzada al aire, un libro de texto que cae abierto por una cierta página, una máquina tragaperras que da un premio) planean constantemente en “Rojo”, lo cual toma un significado majestuoso en la escena final, una culminación total de la idea central de la obra mediante un crescendo dramático sorprendente, que dota de circularidad no solo a la película, por medio del rostro congelado y recontextualizado de Irène Jacob, sino a la trilogía entera.
Si “Azul” puede catalogarse como la parte más lírica de la trilogía y “Blanco” como la más sobria, “Rojo” me parece la más equilibrada y la más intensa a todos los niveles; la más luminosa pero la más hiriente. También, claro, la más perfecta. Kieslowski debe ser uno de los últimos cineastas a los que más parecía preocupar ajustar el movimiento de la cámara al compás de la luz y de la cadencia dramática: lo físico adaptándose a lo etéreo y a lo moral. El virtuosismo en “Rojo” parece en este sentido difícilmente superable, y el ojo de Kieslowski (que es el nuestro, a la postre) sobrevuela grácil cuando muestra las facciones y el movimiento de Valentine mientras que permanece solemne cuando el retratado es el juez. Ello, unido a la partitura escandalosamente bella que Zbigniew Preisner creó para la película, convierten a “Rojo” en un delirio para los sentidos y, por supuesto, para el corazón. Una obra que ha sobrevivido a su contexto, a su tiempo y a su espacio para establecerse como uno de los estudios más bellos y precisos sobre el sometimiento del ser humano al designio del azar y, por extensión, sobre el sufrimiento y la posibilidad de la redención.
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