Puede que la jugada de titular una película como esta, deliciosa colisión entre policías y ladrones a 300 km por hora, con un nombre tan sugerente como «Animal Kingdom» pueda parecerles a muchos un llamamiento demasiado visible a una poética alegórica de tres al cuarto: pura ilusión de profundidad en un género al que, a rebufo de la fascinación de figuras como Mann y Gray, se le ha querido revestir de todo un conjunto de valores muchísimo más elevadados en su pretensión que en sus resultados finales. Porque está claro que este choque natural y brutal entre las interminables sagas de familias en las que lo de ser policías o ladrones no es algo circunstancial, sino puro oficio y casi genética, tiene mucho (muchisimo) de reino animal que funciona bajo unas reglas crueles de depredación y supervivencia… Pero, por mucho que esto parezca una pretensión elevada, es de recibo reconocer que David Michôd consigue que su artefacto de celuloide cortante como un arma blanca no sólo esté al nivel de esas pretensiones iniciales, sino que incluso las supere.
El reino animal planteado por Michôd se estructura en base a dos relaciones de poder entre rivales de diferente tipo, ambas encarnadas en las dinámicas (disfuncionales en lo emocional, funcionales en lo violento) de dos cuerpos sociales diferentes. El primero es una familia en la que el crimen se extiende en todas sus ramas de forma entrópica y desesperada con la misma urgencia que el protagonista preconiza en la apertura del film cuando afirma que los ladrones viven siempre con la consciencia de que, en última instancia, el criminal es el que siempre pierde la partida. El segundo cuerpo social es mucho más estructurado y pulcro, pero no por ello menos cruel en su ejecución: el cuerpo de policía se ve representado por la presencia falsamente paternal del inspector Leckie (interpretado con un tino sosegado por Guy Pierce). Y, arrojado en la tierra de nadie entre las dos manadas, el protagonista: el primo desterrado de la familia de ladrones que, de pronto, aterriza en un panorama conflictivo tras la muerte de su madre. De hecho, esta muerte es la que proporciona el tono de toda la película ya en la escalofriante primera escena de la cinta: el protagonista, Jay Cody, está sentado en un sofá viendo la televisión al lado de su madre dormida. Pasado un rato (y sin variar un mismo plano), entran dos enfermeros y descubrimos que la madre del protagonista no está dormida, sino muerta por sobredosis. Mientras los enfermeros intentan reanimarla, Jay sigue mirando su programa televisivo con una enajenación sorprendente pero comprensible… ¿No es la alienación el mejor método de supervivencia?
El problema es que el resto de actores en esta obra de teatro (nada shakespeariana, por mucho que haya quien se empeñe en seguir comparando este tipo de tramas con las de Shakespeare) no ven esta actitud de Jay como lo que es, un forma de preservar su propia vida, sino más bien como un símbolo de debilidad… Y la debilidad es algo que no se permite en las praderas arrasadas por el fuego de «Animal Kingdom«. Estas praderas son el escenario al que vamos a parar al acabar una presentación pluscuamperfecta: tras la muerte de la madre y la salvación que llega por la vía de la abuela a la que hacía años que no veía (y unos créditos fascinantes protagonizados por una placa de metal en la que aparece, en relieve, una manada de loneos dorados pero oxidados) asistimos a dos escenas preclaras en las que los tíos de Jay le plantean las dos únicas coordenadas de comportamiento necesarias para la convivencia, por un lado la ley del más fuerte (en esa escena en la que Sullivan Stapleton obliga a su sobrino a que asuste a unos tipos con una pistola) y por otra las leyes de cortesía del civismo más básico (en ese momento en el que Joel Edgerton le reprende por no haberse lavado las manos al salir del lavabo).
Y, como se afirmaba al principio de esta reseña, es en este espacio / escenario donde se desarrollan las dos relaciones entre rivales que dinamizan el reino animal de David Michôd. Por un lado, la relación más evidente es la de dos familias de depredadores que se persiguen unos a otros de forma feroz y despiadada: los policías van acorralando a unos ladrones que actúan de forma primaria, casi primitiva. No hay otro adjetivo para describir las miradas de estos criminales sublimemente captadas por la cámara del director, especialmente las que dirige Sullivan Stapleton a los policías y las que van demostrando, poco a poco, el frágil estado mental de un sublime Ben Mendelsohn. E incluso la que, hacia la mitad de la película, el protagonista (James Frecheville) dirige al compañero de Guy Pierce al despertar en una cama en la que supuestamente le están protegiendo, dejando claro así que, debajo de su coraza de ambivalencia, ya ha decidido la manada a la que pertenece… Es en la interrelación entre estas dos manadas de machos feroces donde queda expuesta la crueldad de la táctica de los policías: cercar a los ladrones, aplicar violencia aleatoria (el asesinato del primer de los hermanos por parte de la policía llega totalmente injustificado y por sorpresa) y asediarlos sembrando entre ellos la desconfianza hasta que revelen su naturaleza salvaje y empiecen a hacerse pedazos los unos a los otros.
Pero si hay otra relación entre rivales que caracteriza a este reino animal es, precisamente, la que se establece mucho más subterráneamente entre los roles masculinos y femeninos: por mucho que durante toda la película hayamos creído que este era un mundo preeminentemente macho, donde las mujeres quedan relegadas a un segundo plano en el que recoger las migajas de sus hombres (esos besos con los que la abuela del clan criminal, la increíble Jacki Weaver, marca su territorio desde el principio), al final se revela que ellas son las verdaderas reinas. Las leonas que cazan para alimentar a los leones… No hay otra forma de describir la fría y cortante aportación de la abogada en el tramo final y, sobre todo, la participación de la misma Weaver que acapara por completo un desenlace en el que no sólo descubrimos lo que ya sabíamos al respecto de Jay Codi (que, debajo de su armadura de alienación, no latía un cachorro débil, sino un león rey), sino que, sobre todo, nos topamos con la incómoda certeza de que el reino animal que habíamos creído poblado por leones es una ilusión al fondo del verdadero reino animal que David Michôd siempre ha tenido en mente: el de unas arañas (en femenino) que tejen sus telas casi invisibles pero mortíferamente pegajosas.