El nuevo libro de Nickolas Butler, «Algo en lo que Creer», te obliga a reflexionar: ¿estarías dispuesto a creer en milagros si estuvieras desesperado?
«Canciones de Amor a Quemarropa» supuso la puesta de largo literaria de Nickolas Butler con la historia de un grupo de amigos que resultó particularmente fascinante por proponer una visión diferente de la masculinidad en pleno latigazo del #metoo. Los personajes masculinos retratados por el escritor supuraban una sensibilidad en las antípodas del macho alfa tradicional. Y, de hecho, esa sensibilidad quedaba al descubierto sobre todo en la amistad entre hombres. Butler postulaba, al fin y al cabo, que la masculinidad tradicional no tenía por qué ser tóxica, sino que un hombre clásico también es el que ama (sí, ama) a sus amigos.
Su siguiente libro, «El Corazón de los Hombres«, supuso un paso más allá en las coordenadas que el escritor ya había explorado en su debut. La novela se dividía en tres partes, cada una dedicada a un miembro de una misma familia: el abuelo, el padre y el hijo. En los tres casos, la acción se centraba en un episodio de juventud, que es precisamente el momento vital en la que la relación paterno-filial actúa de material conductor a través del que traspasar todo un conjunto de valores morales. De nuevo, el autor volvía a doblegar el concepto de hombre tradicional para poner en tensión todo un conjunto de valores tradicionales contra una actualidad en la que esos valores (y esa masculinidad) ya no parecen tener sentido alguno.
Ahora, Libros del Asteroide acaba de publicar el nuevo libro de Nickolas Butler bajo el nombre de «Algo en lo que Creer«. Y, de entrada, cualquiera podría pensar que el escritor ha decidido alejarse de su temática habitual… Al fin y al cabo, hay que reconocer que la pluma translúcida de «Amor a Quemarropa» se complicó con la prosa más compleja y algo opaca de «El Corazón de los Hombres«, lo que al final le restaba un poco -pero solo un poco- de efecto wow. Dicho de otra forma: el segundo libro del autor pareció convencer menos que el primero. ¿Es eso motivo suficiente para que un escritor se aleje de las que creíamos que eran sus señas de identidad?
No vayamos tan deprisa. Este tercer libro de Butler recupera la pluma cristalina de sus inicios para plantear la historia de Lyle, un hombre maduro (entrando en la recta final de su vida) que ya está jubilado y que trabaja cuidando el huerto de manzanas de un colega. Vive felizmente junto a su adorable mujer Peg. Y su mayor apoyo es Hoot, un amigo de toda la vida, fumador empedernido, al que le acaban de diagnosticar un cáncer terminal que no le deja con demasiada esperanza de vida. La existencia de Lyle, sin embargo, se trastoca cuando su hija Shiloh, madre soltera, regresa a la casa familiar con su hijo pequeño Isaac.
Bueno, la existencia de Lyle se complica realmente cuando Shiloh se une a una comunidad religiosa que sus padres empiezan a sospechar que más bien es una especie de secta comandado por un pastor hipster. Un pastor hipster que, además, cree que Isaac puede sanar a la gente con su propia luz… Y, ojo, porque si este twist argumental parece alejar a Butler de su hiperrealismo rural yanki habitual, resulta que esta es una de esas ocasiones en las que la realidad supera a la ficción. El autor toma un caso real, el de la niña Madeline Kara Neumann en 2008, y a partir de ahí construye su propia ficción en «Algo en lo que Creer«.
Ahora bien, ¿significa todo esto que Nickolas Butler se ha alejado de esa visión particular de la literatura con la que estaba retratando las vicisitudes, transformaciones y dilemas del hombre clásico en pleno siglo 21? Ni mucho menos. Puede, sin embargo, que el autor amplíe el campo de batalla para poner al lector contra las cuerdas de la metafísica. Es inevitable que, ante los sucesos que se aceleran alrededor de Lyle cuando su entorno empieza a tratar a su nieto como una especie de salvador, quien lee se vea arrinconado contra preguntas incómodas…
Algo así: si tú estuvieras a los pies de la cama de tu mejor amigo moribundo y te pidieran que participaras en un rezo casi ritual en el que un niño sanador intentara curarle, ¿te sumaría por mucho que no fuera creyente? ¿Te esforzarías en creer en algo en lo que no crees llevado no solo por el desespero de la situación, sino también por la presión de tu entorno familiar? Eso para empezar. Porque, al fin y al cabo, Lyle lo tiene claro: «No son la oración o la fe lo que cura el cáncer. Es la quimioterapia. No puedes tener fe en que puedes saltar de un acantilado y sobrevivir. No puedes tener fe en que puedes pegarte un tiro y seguir vivo«. Pero que lo tenga claro no significa que no se cuestione sus propias creencias y, por el camino, obligue al lector a cuestionar las suyas propias.
Lo interesante de «Algo en lo que Creer«, sin embargo, es que Butler sabe que las cosas nunca son tan sencillas, así que las complica en un fascinante juego de poderes en el seno familiar. Como en «El Corazón de los Hombres«, el escritor vuelve a hablar de la tensa relación de tres generaciones de una misma familia (en este caso, padre, hija y nieto) cuando ambas partes tienen concepciones del mundo realmente irreconciliables. Porque, al fin y al cabo, Lyle es plenamente consciente de una verdad universal: «No hay fuente mayor de esperanza que la que un padre deposita en un hijo -perder la esperanza en un hijo es perderla en el mundo-«. Una verdad que le guiará a la vez que le martirizará.
Como en «Amor a Quemarropa«, Butler sigue hablando de lo que significa ser un hombre tradicional en un mundo que ya no es que no crea en esas tradiciones, sino que incluso las vilipendia. La relación de Lyle con Hoot se aborda con una delicadeza emocional realmente sublime. El autor sabe que la amistad masculina se basa en silencios y en gestos mínimos, y más cuando uno de los amigos tiene que apoyarse en el otro porque su cuerpo empieza a fallarle. Pero el retrato de la masculinidad de Lyle va mucho más allá de esto (que, de hecho, ya había sido explorado por el escritor en sus anteriores novelas) y sube las apuestas al intentar (y conseguir) apresar la conexión del hombre con lo divino.
No con la religión católica ni con ningún otro tipo de religión. Simple y llanamente, su relación con lo divino. Porque, mientras que el mundo a su alrededor intenta forzar en Lyle una creencia en una liturgia concreta, él encuentra su divinidad en otros lados. La encuentra en ese campo de manzanas que Butler describe en un capítulo de forma magistral y que el protagonista intenta salvar de forma desesperada en otro capítulo que te deja con el alma en un puño. La encuentra en los retratos vívidos con los que Nickolas inmortaliza el paisaje del Medio Oeste yanki. La encuentra en Hoot. La encuentra en Peg. La encuentra, sobre todo, en Isaac. Y, por eso mismo, ¿no es comprensible que un hombre lo arriesgue todo en este mundo para que nada extinga esa divinidad encarnada en los pequeños detalles que le rodean? [Más información en el Twitter de Nickolas Butler y en la web de Libros del Asteroide]