«The real people went away.» Así abre su último disco Bill Callahan: como un fogonazo en medio de la oscuridad y del silencio absoluto. Los instrumentos vienen después. Las melodías vienen después. Las canciones vienen después. El disco viene después… Pero justo al principio está esa frase escupida como tabaco de mascar, con la ataraxia inherente a la voz -y a la pose- de Callahan: la gente real se fue y, acto seguido, empezó el Apocalipsis. Lo más probable es que el mismo artista piense que la gente real se fuera detrás de los cantos de sirena de su anterior disco, «Sometimes I Wish We Were an Eagle» (Drag City, 2009), y que ya es hora de ponerse a otra cosa. Ya se sabe: a los grandes artistas no les gusta repetirse, así que lo normal es que caigan en un movimiento pendular en espiral sobre sí mismos. Es lo que pasa con autores que, como Bill Callahan (o ese Bonnie ‘Prince’ Billy que le queda lejos en forma pero cerca en fondo), han acabado por ser una especie de súpernova que orbita alrededor de su propia galaxia, lejos de modas y de tendencias: funcionan bajo su propia ley y van allá donde ese sentido de lo correcto les lleve, por mucho que el público preferiría la repetición de las fórmulas de éxito. De esta forma, lo que hace tres años era expansión emocional se ha convertido en «Apocalypse» (Drag City, 2011) en una especie de colapso introspectivo: un big crash silencioso, irónicamente sordo, en el que Callahan se repliega sobre sí mismo a la búsqueda de ese núcleo desnudo formado por frágiles huesos de pollo que se disgregaron en su anterior big bang.
El primer signo de esta búsqueda de lo esencial salta a la vista: tras la opulencia insturmental de «Sometimes I Wish We Were An Eagle«, donde la exhuberancia de las redes melódicas era sin duda la mejor herramienta para dar forma a la pulsión emocional y emotiva que parecía embargar a Callahan, en «Apocalypse» priman las líneas instrumentales simples, claras y (casi casi) ramplonas. Como un pulso primigenio que surge de esas raíces folkies norteamericanas con las que siempre se ha asociado al antiguo Smog. Y no es de extrañar: algo se pudo intuir cuando, a la hora de llevar de gira su anterior trabajo, Callahan optó por un set básico de batería y su propia guitarra. Por aquel entonces, muchos echaron en falta los ropajes brillantes de las canciones que estaba presentando, pero era inevitable que, tarde o temprano, acabaras por abrazar un nuevo formato en el que la desnudez no alteraba la fuerza de los temas. Y ahora que tanto Callahan como nosotros aprendimos a abrazar el menos es más (como si no lo hubiéramos aprehendido ya en su época como Smog), el artista aborda «Apocalypse» como un directo de estudio grabado en petit comité, con una banda pequeña y huyendo de alardes. Como una forma de volver al hipnótico primitivismo rítmico de piezas tan básicas de la discografía de Smog como «Bathysphere» (en «Wild Love«; Drag City, 1995) o «Bloodflow» (en «Dongs of Sevotion«; Drag City, 2000).
Esta es, sin duda, la forma más directa de llegar al corazón de su búsqueda: aquí hay múltiples elementos que suenan a cercanía y cordialidad (onomatopeyas en las letras e incluso errores instrumentales que rompen una perfección nunca buscada), pero también hay canciones que suben rápido como un chute directo en vena… ¿O es que existe algo más directo que esa guitarra acústica que se acelera y se frena en «Baby’s Breath» como si observaras el latido desigual en la arteria carótida de un animal en época de hibernación? ¿O algo más certero que las cuerdas eléctricas de esa «America!» en la que se referencía a Johnny Cash y Kris Kristofferson (como parte de un imaginario ejército yanki) pero en la que al final se recurre irónicamente a unas filigranas casi AOR que recuerdan más bien a los momentos más masivos de Neil Young? ¿Algo más esencial que el bombear de platillos susurrantes que hace de «Free’s» una especie de riachuelo primaveral en el que puedes escuchar las últimas nieves derritiéndose? ¿E incluso algo más básico que ese goteo de teclado que llueve sobre «Universal Applicant» recordando al placer de estar en la cama escuchando cómo una tormenta suave golpea en tu ventana?
Claro que también es cierto que en esa misma «Universal Applicant» hay un quiebro final en el que se libera sutilmente una flauta que, sin perder el minimalismo, remite directamente a un preciosismo presente en «Sometimes I Wish We Were An Eagle» que aquí parecía haberse substituido por un feísmo reducido a su mínima expresión. De hecho, la mayor parte de las canciones mencionadas anteriormente pertenecen a la primera parte de «Apocalypse» (que coincide con la Cara A del vinilo), de tal forma que «Universal Applicant» de paso a una segunda manga de canciones en los que el esencialismo del nuevo Callahan se permite ciertos mohines sentimentales que, en vez de dar al traste con el conjunto, más bien consiguen matizarlo por la vía de la profundidad de campo. Es en este tramo donde se concentran las canciones más a pecho descubierto, como el excepcional vals «Riding for the Feeling» (posiblemente el anzuelo imprescindible que se enganchará al estómago a los fans del anterior disco para, a continuación, desgarrarle las entrañas) o el extenso cierre de ocho minutos con «One Fine Morning«, donde Callahan se marca una especie de canción-río que actúa de compendio de todo lo escuchado anteriormente en «Apocalypse«.
De hecho, resulta curioso observar cómo, a través de la letra de esta última canción del disco, el autor consigue cerrar un conjunto repleto de cuerdas que se tienden de un lado al otro: aquí canta Callahan «And the baby and we all lay in state» mirando hacia «Baby’s Breath» («There grow a weed looks like a flower / Looks lika baby’s breath on a mirror«), exclama «No more drovering!» enlazando con el tema de apertura «Drover» («And then I rose a colossal hand / Buried in sand / I rose like a drover«) y, sobre todo, puntualiza «We’re going to ride out in a country silence» con un pie puesto en la puerta de salida del álbum y el otro en la ya mencionada «Riding for the Feeling«. Entre estas dos últimas canciones hay otro punto en común: son en los dos únicos temas en los que Callahan hace referencia a ese Apocalipsis que da título al álbum. Y de hecho, si hasta llegar a este momento del álbum nos pensábamos que, después de que la gente real se hubiera marchado, Bill se había convertido en el cuentacuentos de un «Apocalypse» narrado entre el sosiego y el sarcasmo desde una fogata en mitad del bosque, resulta que más bien ha estado todo el disco hablándonos de su Apocalipsis personal. Lo deja bien claro: «Yeah, it’s all coming back to me now / My apocalypse!«. El posesivo lo cambia todo y pasamos de imaginar un pasaje arrasado a lo Cormac McCarthy a abrazar la posibilidad de un alma torturada mucho más cercana a un Faulkner sin ruido pero con mucha furia. Si esto es el Apocalipsis, ojalá hubiera llegado antes.
Bill Callahan – Drover by FlatRat