Nos vendieron que «Deadpool» iba a ser la película más gañán del mundo de los superhéroes… Pero al final es un poco como tu cuñado insoportable.
Sucede a menudo que, en grupos de amigos, compañeros de trabajo y en general cualquier evento de tipo social donde se interactúe con mucha gente, acabe por emerger la figura del gañán. Ese tipo simpático, abierto y extrovertido que es experto en coñas, chistes jocosos y con el que te echas unas risas bien buenas. Pero también sucede que al gañán no lo puedes sacar de ahí, porque el resultado lo conocemos todos: lo acabas detestando. Por pesado, repetitivo y porque al final se cree realmente más gracioso de lo que es (y, por supuesto, mucho más que el resto de mortales que tienen el privilegio de escucharle).
Algo así es lo que sucede con Deadpool y lo peor de todo es que ni siquiera parece ser aposta. Entendámonos, Tim Miller (ese paquete sobrevalorado como él mismo se define en los créditos) nos dibuja y planifica un film que pretende transgredir, romper una y otra vez la cuarta pared, inundarnos de referencias para mearse en ellas y así elaborar un discurso que nos diga: esta es una película autoconsciente, transgresora y, por ende, inteligente. Y efectivamente, en este sentido todo este propósito es cumplido a rajatabla. Tanto, que es cumplido en demasía.
En este sentido, lo que se consigue es que «Deadpool» se aleje en resultados de las intenciones planteadas ya que, por desgracia, tanto cachondeito y tanta broma soez no sólo no consigue tapar la inanidad y rutina de su escasa trama, sino que acaba por constituir un ejercicio de pesadez, de reiteración, de chistacos, para entendernos, dignos de cinta de casete de Arévalo. Claro está que los hay que funcionan moderadamente bien, y otros que lo hacen a las mil maravillas, pero es que sólo faltaría que ante el aluvión de gags por minuto mostrados no hubieran algunos buenos o que hicieran reír a la audiencia.
Sí, es cierto que la película tiene sus dosis de escenas vibrantes, de planos inverosímiles y acción espídica que sin duda consiguen impactar a base de exagerar cada una de las cosas que pasan. Sangre, explosiones, persecuciones y giros de cámara imposibles que parecen sacados del ojo de un Matthew Vaughn pasado de farlopa y que, no nos engañemos, se ajustan al tono buscado pero que, por desgracia, tienen un gran pero: no confiar en ellas cómo espectáculo pirotécnico visual per se y, por tanto, no poner la mordaza a un protagonista empeñado en comentar cada pose, gracieta o pirueta espectacular que se marque.
«Deadpool» es pues una película que pretende epatar e interaccionar con su público potencial con la finalidad de hacerle creer que es un espectador inteligente pero que, al final, mastica y regurgita tanto su mensaje que acaba por producir el efecto contrario: tomarlo por tonto. Estamos ante un film que es pura pretensión, que quiere disfrazarse de gamberro inteligente, de serie B gozosa de producto capaz de reírse de su madre y del universo (Marvel) que la rodea. Y ahí está el problema: que todo ello es una gran falacia, una pose, como el tipo gracioso que comentábamos al principio. Y es que, en el fondo, Deadpool no es ese puto amo anunciado en el póster de la película, sino más bien el prototipo de cuñado al que aguantas diez minutos para querer luego verle lejos. Muy lejos.
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