«Making a Murderer» es impactante, es vibrante, es adictiva… Pero lo importante aquí es preguntar: ¿es una serie documental de la que nos podamos fiar?
La finalidad de este texto (de hecho, la finalidad de cualquier texto sobre esta serie a día de hoy) no debería ser informar o «picar» al lector para que le eche un vistazo a «Making a Murderer«, la nueva serie estrella de Netflix. Ni mucho menos. Llegados a este punto del cuento, y teniendo en cuenta que la serie documental de Laura Ricciardi y Moira Demos se estrenó el pasado mes de diciembre, lo mejor será que el punto de partida de este artículo sea que sólo existen dos tipos de lectores aquí y ahora: los que ya han visto «Making a Murderer» y los que no la han visto pero que, debido al buzz extremo que ha levantado en redes sociales y medios de todo el mundo, ya la tienen en su radar y la catarán lo antes posible.
Así las cosas, ¿de qué sirve escribir nada sobre esta serie? Básicamente, porque es en casos como este en los que resulta totalmente necesario que desde el periodismo se abran espacios de debate que maticen, profundicen y aclaren. Que incluso adviertan. En ningún momento se podrá negar que «Making a Murderer» es una serie apasionante y vibrante que consigue enganchar a algo inicialmente tan ajeno a los gustos del común de los mortales como puede ser la realidad procedimental y judicial de un caso de homicidio. Para empezar, en un país como el nuestro esto es algo que ni existe: el periodismo de juicios es prácticamente inexistente, y el estado del documental en largo ya es suficientemente precario como para que alguien se lance a algo tan (supuestamente) descabellado como una serie documental.
Así que es necesario preguntarse: ¿qué es lo que he hecho que la serie de Ricciardi y Demos se convierta en una pandemia popular entre un público a priori ajeno a las bondades del documental? Básicamente, que «Making a Murderer» no tiene formato de documental. De hecho, desde el minuto cero (y, sobre todo, en los títulos de crédito), las directoras dejan bien claro que su lealtad está en una ficción tan poderosa como «True Detective«: las panorámicas cenitales desde helicópteros mostrando un paisaje puramente redneck vendrían a ser la piedra filosofal de este estilo calcado a la serie de Cary Fukunaga. En lo respectivo a la planificación de guión, por otra parte, se nota la mano de las directoras continuamente. Lo que suele llamarse un guante de seda forjado en hierro. En un hierro poderosamente inflexible.
Y es que, al fin y al cabo, «Making a Murderer» puede disfrutarse, puede apasionarte… Pero no debería perderse de vista que, al fin y al cabo, es una visión sesgada de un caso de homicidio. Desde los orígenes del documental como género, siempre se han debatido las cargas de subjetividad que el autor introduce en lo mostrado. Es imposible mostrar la «realidad», porque todo documental implica un proceso de selección de imágenes y momentos. Hay quien siempre ha pensado que el director ha de ser lo más invisible posible, y ahí están maestros como Frederik Wiseman para probarlo.
Pero en los últimos tiempos el debate parece haber cambiado de dirección. En la reciente película «Mientras Seamos Jóvenes«, Noah Baumbach ironizaba sobre todos esos nuevos documentalistas que directamente se convierten en uno de los protagonistas de lo explicado, de tal forma que, al final, lo explicado es relevante precisamante porque acaba atañiendo a quien lo explica. El caso pluscuamperfecto sería, por ejemplo, el de Andrew Jarecki y sus sospechosos golpes de suerte tanto en «Capturing The Friedmans» como en «Catfish» (del que fue productor). Demos de comer a parte, sin embargo, a «The Jinx«. Y es que, al fin y al cabo, al lado de «Making a Murderer«, la serie sobre Robert Durst fue un dechado de periodismo de investigación que, aunque tampoco mantenía las distancias con lo explicado, sí que se permitía una posición ambigua y pendular: ahora se fiaba del supuesto asesino, ahora no, ahora sí, ahora no.
En «Making a Murderer» no hay espacio para la ambigüedad: desde el primer capítulo se muestra la figura del protagonista, Steven Avery, como un mártir en manos de la justicia norteamericana, que en este caso vendría a ser la metaforización del mayor villano de la historia del cine y la televisión juntos. La historia, por si hay alguien que no la conozca, va tal que así: en 1985, a Steven Avery le condenaron a prisión por una violación e intento de asesinato que no había cometido. Todo podría haber sido un gran error de un sistema que todos sabemos que no puede ser infalible, pero Ricciardi y Demos lo tienen claro: Avery fue condenado porque había ciertas personas en la policía del condado que le tenían ojeriza. Después de 18 años de condena, los avances científicos probaron que Avery no era culpable, pero justo cuando el protagonista se hace con la ayuda de dos abogados de relumbrón y empieza a señalar incómodamente a culpables dentro de ese mismo sistema, ¡zas!, acaba siendo procesado por el asesinato de otra mujer.
Y hasta aquí puedo leer. Es necesario comentar, sin embargo, lo curioso que resulta pensar «Making a Murderer» en una clave algo terrorífica. Casi la totalidad de la serie documental está puesta al servicio de introducir en la mente del espectador la idea de que la fiscalía manipuló a la población a través de una rueda de prensa llena de falsedades y que, de la misma forma, jugó con las cabezas del jurado mostrando tan sólo una cara de los sucesos. Pero, espera, un momento, ¿no es exactamente eso lo que están haciendo Ricciardi y Demos? ¿No están jugando a azuzar al espectador contra el sistema judicial corrupto diseminando un discurso sesgado y unilateral?
La siguiente pregunta es sencilla: ¿no podrían las directoras haber trabajado con mayor profundidad (y simpatía) la otra cara de todo el caso sobre Steven Avery? ¿No deberían haberle cedido la palabra no sólo a la fiscalía, sino también a la familia de la víctima Teresa Halbach? Aquí las cosas se ponen peliagudas. Ken Kratz, el fiscal que finalmente consiguió enchironar a Avery, ha afirmado públicamente que se ofreció a declarar para el documental de Netflix, pero que las directoras declinaron su invitación. Las directoras dicen que ese ofrecimiento nunca ocurrió. Kratz también afirma que «Making a Murderer» opta por no mostrar algunas pruebas que fueron determinantes tanto en el caso de Steven Avery como en el de su sobrino Brendan Dassey, a las postres principal motivo por el que acabarían encerrando a su tío debido a una confesión que tiene mucho de forzada (o no).
La misma ex-pareja de Avery, Jodi Stachowski, de repente desaparece de la serie en su momento más álgido, así que no es de extrañar que después haya decidido ir declarando en off-camera que ella cree a pies juntillas que su ex-prometido sí que cometió el asesinato y que no ha dudado en amenazarla desde la propia cárcel. Sólo hace falta escarbar un poquito en la superficie del caso de Steven Avery para encontrar que, realmente, Ricciardi y Demos han decidido dejar mucho (pero que mucho) fuera de su serie documental para que, al fin y al cabo, esta funcione a la perfección como un artefacto de destrucción masiva. Al fin y al cabo, ¿quién quiere casos no resueltos y llenos de ambigüedades? ¿No es más fácil apasionar con una historia de líneas argumentales tan claras que parezca una serie de televisión al uso? ¿No resulta terriblemente fácil partir de esa simplicidad de líneas argumentales para fabular una estructura fascinante a rebosar de cliff-hangers y twists que dejen al espectador totalmente ojiplático?
Vaya por delante que, con todo esto, no estoy intentando arrojar sombra sobre «Making a Murderer«, ni mucho menos. Me remito a mis propias palabras al principio de este artículo: esta serie documental es jodidamente adictiva, vibrante y, sobre todo, efectiva. Vale: es efectiva como artefacto de ficción, por mucho que sea más que dudosa como documental. La única recomendación en este caso (y, de hecho, en todos los casos habidos y por haber), es agudizar la mirada crítica y no dejarnos llevar por lo que nos explican. Eso es lo que se crítica en el juicio presuntamente injusto de Steven Avery, así que ¿por qué hacer exactamente lo mismo pero desde el punto de vista contrario?
Hay una petición a la casa blanca firmada por más de 128.000 personas para que se indulte a Avery y Dassey. Y algo así da miedo: la petición no reclama un nuevo juicio, sino directamente el indulto. Lo que viene a significar que, tras ver «Making a Murderer» en la comodidad del sofá de su casa, 128.00 personas decidieron que estaban en poder de la verdad y que iban a luchas para que se hiciera justicia. Y esto, la verdad, a mi me produce más terror que todo lo que cuenta la serie de Ricciardi y Demos. [Más información en la web de «Making a Murderer»]