¿Sigue «Creed: La Leyenda de Rocky» el patrón de la película original? Sí, seguro. Pero eso no la hace menos gozosa y, sobre todo, menos épica.
No hay que llevarse a engaño: «Creed: La Leyenda de Rocky» es un déja vu catedralicio. Te la sabes de arriba abajo, como si te hubieras visionado los movimientos de combate de tu rival hasta saber exactamente cuál va ser su reacción. Cada golpe, cada movimiento, cada plano supone una correa de transmisión que nos lleva directos, sin pasar siquiera por un flashback (a priori obligatorio) sobre la muerte del Gran Apollo Creed.
Sí, «Creed» es ni más ni menos que un copycat hereditario de «Rocky«, una suerte de sobrino bastardo de aquella película que no sólo copia sus dinámicas, sino que hace lo propio con trama, diseño de personajes, conflictos, etc. ¿Significa todo ello que estamos ante una enorme pérdida de tiempo fílmico? Pues la respuesta que nos da a ello su director, Ryan Coogler, es un sonoro puñetazo en forma de no. Porque la estructura puede ser una copia funcional, de acuerdo, pero lo importante no es el armazón, sino el alma que lo rellena. Y, a este respecto, no cabe llevarse a engaño: el espíritu insuflado en cada fotograma está compuesto de pura y jodida épica.
Este es un film que, sin duda, tiene como gran virtud no sólo su ansia de vincularse emocionalmente con el espectador, sino su capacidad para conseguirlo desde bases muy simples: Desde la simpleza de la historia a su capacidad para ir al grano, a su humanidad en el tratamiento creíble de los personajes hasta su perfecto mix entre espectacularidad en los combates y profundidad empática en el retrato de problemas, traumas y superación en sus personajes.
Parte de ello está construido en la vuelta a las raíces, al muestrario de espacios reconocibles pero también en el pavimento consistente en otorgar a Sylvester Stallone la condición de pegamento generacional, de “voz” de la consciencia omnisciente que aporta no sólo el punto de vista de otro tipo de lucha (una auto-asunción de la enfermedad del cáncer que ríete tú de la vista en «Truman«), sino que muestra un conjunto de diálogos e interacciones tan alejados de la retórica “viejocebollista” cómo certeros en la descripción del ocaso de un mito.
«Creed» no busca, desde luego, ser un manual de autoayuda ni pretende que confrontemos dilemas morales o que saquemos lecciones vitales de amplio calado. En cierto modo, se posiciona como exposición neutra de hechos convenientemente adornados, sea a través de la banda sonora, de un ritmo de cámara nervioso (que no epiléptico) o del uso de iconos fetichistas de la saga (como el uso reverencial a modo de epílogo de la escalera en Philadelphia) para dejar vía libre tanto a los sentimientos de los protagonistas como a su uso y disfrute por parte del patio de butacas.
De esta manera «Creed» sobresale por ser ante todo una película libre: de pretensiones, de ataduras e incluso de formalismos. No hay necesidad de crear un «Rocky» de autor, ni de hacer piruetas argumentales en busca de una sorpresa que ni se quiere ni se necesita. Llamémosle reboot, spin-off, secuela o como nos plazca, da igual. «Creed» no es más que la consecución de volver no sólo a las raíces de la saga, sino a aquel espíritu de cine como bello artefacto de entretenimiento puro, de transferencia bidireccional entre butaca y pantalla, entre la máquina de crear sueños hollywoodienses y la necesidad de la audiencia de crear nuevos mitos. Un auténtico misil teledirigido al corazón del espectador que acierta de lleno.
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