Coincidiendo con el lanzamiento del nuevo disco de Suede, se impone preguntar: ¿por qué se les considera el mayor ejemplo de traición generacional?
Hay una escena de la última «Star Wars: El Despertar de la Fuerza» que se ha convertido en una verdadera sensación internetil, en un lubricadísimo generador de memes y gifs animados a cada cual más cachondo. Me estoy refiriendo a esa secuencia en la que un StormTrooper al que se ha bautizado de forma más que elocuente como TR-8R ve al protagonista masculino, Finn, le grita «¡traidor!» y se enzarzan en una animada pelea. (Si no sabes de lo que estoy hablando, mira esta recopilación de lo mejor de TR-8R, por ejemplo.) Y, la verdad, si recuerdo ahora esta escena es porque, en cuanto me he puesto a escribir este texto, me ha venido a la cabeza la estampa de Brett Anderson viendo «Star Wars: El Despertar de la Fuerza» y, ante ese grito de «¡traidor!», soltando una risita que demuestra a la vez empatía, reniego y ese sentimiento maravilloso de «been there, done that«.
Al fin y al cabo, si alguien ha tenido que aguantar que lo tilden de traidor una y otra vez, ese ha sido Brett Anderson en particular y su banda Suede en general. De hecho, el reciente lanzamiento de su nuevo disco, «Night Thoughts» (Suede Limited, 2016), no ha hecho más que avivar las llamas de una polémica que viene de muy lejos… Suede siempre fue un grupo que parecía estar traicionando continuamente a sus fans, estableciendo así una relación de amor / odio basada en un continuo tira y afloja pocas veces visto en un panorama musical, el británico, en el que la industria suele primar sobre la creatividad y en la que, por lo tanto, el leit motif suele ser «el cliente siempre tiene la razón».
Para Brett y Suede, el cliente no siempre tiene la razón. Y si alguien me pregunta, este es un rasgo de puta madre si lo contrastamos contra un panorama de bandas sin alma creadas en un laboratorio de marketing. Pero empecemos por el principio: uno de los rasgos de identidad que catapultaron a la formación en sus inicios fue, sin lugar a dudas, la ambigüedad sexual de su líder (¿hola? ¿Hemos olvidado que «Animal Nitrate» es el nombre del popper en inglés?): Brett Anderson jugó ostentosamente con la bisexualidad igual que muchos otros lo habían hecho antes que él. Igual que Bowie, sin ir más lejos. De hecho, la comparación esta más que justificada: como Bowie, Anderson no alimentó esta imagen pública. Simplemente se dedicó a vivir como le daba la gana y, a partir de ahí, que los fans y el resto del mundo infiriese lo que quisieran.
Poco a poco, sin embargo, a medida que los años iban pasando, parecía quedar más y más claro que lo de la bisexualidad fue una chorrada sin importancia: a Brett Anderson le gustan las mujeres más que a Arturo Fernández. ¿Fue una fase? ¿Fue un juego? ¿Fue un pájaro? ¿Fue un avión? Mirad, ¿qué carajo importa? Fuera lo que fuera, nos dio para hablar, para cuchichear, para fantasear e incluso para normalizar la cuestión bisexual. Aun así, aquí fue precisamente cuando muchos pusieron el «¡traidor!» en el cielo por vez primera: los fans que creían haber encontrado en Brett un espejo en el que reflejar sus inseguridades sexuales post-adolescentes de pronto se encontraban huérfanos. Y muchos de ellos no le llegaron a perdonar nunca a Suede esta presunta farsa, este juego de máscaras.
Coincidía en el tiempo esta traición con otra igual de sonada… Después de marcarse dos primeros discos pletóricos, «Suede» (Nude, 1993) y «Dog Man Star» (Sony, 1994), Bernard Butler abandonaba la banda… y los fans ponían el grito en el cielo. ¿Cómo podía ocurrir tal cosa? El guitarrista habitualmente comparado con Johnny Marr se consideraba (y se sigue considerando) la piedra filosofal del primer sonido de Suede, así que es normal que muchos volvieran a recurrir a lo de «¡traidor!» cuando Brett Anderson decidió que Suede era mucho más que Bernard y seguir adelante. Llegados a este punto, ¿la formación podría haber cambiado de nombre? Sí. Claro que sí. Sobre todo porque lo que estaba por venir iba a suponer un viraje en el sonido al que nos habían acostumbrado.
Después de tres años de silencio y con la polémica de la marcha de Butler por medio, «Coming Up» (Nude, 1997) ponía sobre la mesa un cambio de rumbo hacia paisajes más pop con ligeros toques de electrónica. Y, sobre todo, suponía la presentación en sociedad de dos nuevos miembros de la familia Suede: Richard Oakes, que venía a substituir a Bernard a la guitarra, y Neil Codling, destinado a ser un ídolo de masas y eterna fantasía sexual de niñas soñando con una peli porno protagonizada para este chaval y el propio Brett Anderson. El montante final está claro: una pérdida (la de Butler) y dos ganancias (Codling como icono y un sonido fresco)… ¿De verdad que era necesario volver a recurrir a lo de «¡traidor!»?
Sea como sea, a partir de ahí la cosa se pone fea… Está claro que los siguientes discos que editaron Suede fueron más bien justitos: «Head Music» (Nude, 1999) todavía tiene algún acierto, pero es que «A New Morning» (Sony, 2002) ya no hay por donde cogerlo… Así las cosas, no es de extrañar que, tras este último lanzamiento, la banda decidiera disolverse. O, por lo menos, disolverse como suelen disolverse las bandas a día de hoy: hasta que los fans piden que vuelvan y la cantidad de dinero sobre la mesa es demasiado bestia como para ignorarlo. Igualmente, en el caso del retorno de Suede en el año 2010, no hubieron voces en contra: la posibilidad de reconciliarse con el cancionero de los británicos sobre los escenarios fue abrazada por absolutamente todo el mundo. Si alguien me pregunta, su actuación en la Sala Razzmatazz consta entre las más emotivas que he vivido en mi vida…
Pero, también como suele ocurrir con las reuniones de última generación, al final la cosa se va de madre: la banda se viene arriba, decide que lo de «nos reunimos para ofrecer unas pocas actuaciones» pasa a ser «vamos a ampliar la gira para que nos vea absolutamente todo el mundo«. Y ya se sabe, de ahí a «¡ah!, y también vamos a grabar un disco» hay un paso pequeñito que Suede dieron en el año 2013 con «Bloodsports» (INgrooves, 2013), un álbum que, pese a no ser un descalabro, tampoco fue lo que muchos esperaban de una banda con tanta solera histórica. Ahí volvió a escucharse el grito de «¡traidor!» en el aire… Y, de hecho, a partir de ahí, ese mismo grito se ha quedado allá, suspendido en medio del firmamento, a medida que Suede iban dando más y más muestras de que su regreso no fue un polvazo de una noche, sino una relación duradera y adulta (con todo lo bueno y todo lo malo que esto implica).
No nos queda otra: debemos acostumbrarnos a esta sensación de traición generacional que vivimos cada vez con mayor frecuencia «gracias» a reuniones como las de The Stone Roses o LCD Soundsystem. De hecho, el mismo James Murphy admitía entender a los fans que se tomaron a mal el regreso de su banda por lo que este tenía de «abaratamiento» de sus recuerdos. Eso mismo pasa con Suede: los primeros conciertos de su regreso consiguieron hacernos olvidar los traspiés de sus últimos discos de tal forma que lo que primara fuera el buen recuerdo. Y no digo que «Night Thoughts» sea un mal trabajo o que no estén en forma sobre las tablas: su último álbum incluye por lo menos dos singles bastante pletóricos y, en directo, siguen siendo mucho más que solventes. Pero el problema aquí es otro. El problema aquí es que, cuando una banda traiciona su buen recuerdo por segunda (o tercera o cuarta) vez, ¿cómo perdonarlo? Es esta una banda que significó tanto para tanta gente que, la verdad, ¿quién va a negarles a todos ellos la coherencia de sentirse aquí y ahora traicionados?