«Los Odiosos Ocho» es mucho más que el flirteo de Quentin Tarantino con el género western… Es un peliculón de cinco estrellas que esconde muchas sorpresas.
El plano de apertura no puede ser más significativo: un figura de Cristo crucificado enterrado bajo la nieve. Violencia y martirio, sacrificio redentor que acaba en la nada. Porque sí, porque esta nieve no busca la pureza sino el entierro, la cobertura de las vergüenzas de un proceso que acabara sepultado bajo la nada del olvido. «Los Odiosos Ocho«, en este sentido, desafía las obviedades temáticas. Aparentemente un western, aparentemente una historia de Agatha Christie en el Far West. Apariencias y espejismos perfectamente codificados y disfrutables como tales. Pero ¿qué esconde en realidad la última película de Quentin Tarantino?
Vayamos, sin embargo, a la obvio: el director entra en el terreno del western setentero desmitificador. Grandes planos generales paisajísticos a lo John Ford, diligencias, forajidos y una puesta en escena pausada que hace pensar por momentos que el bueno de Quentin está adoptando trazas cada vez más y más clásicas a la hora de filmar. El toque Tarantino sigue ahí, esencialmente en lo afilado de sus diálogos y sus iteraciones humorísticas, pero el conjunto destila una seriedad y empaque que no da respiro a la chanza referencial tan del gusto del director.
Tarantino plantea su film como un díptico donde el gran western de tonos épicos copa toda su primera parte. Todo ello, sin embargo, se rompe con la llegada de un segundo bloque que violenta todo lo expuesto y se centra en la claustrofobia, en la opresión de un espacio cerrado, casi en estado de sitio permanente. Evidentemente, las reminiscencias situacionales a «Reservoir Dogs«, tanto por espacio como por tempo y violencia desencadenada, están ahí. «Los Odiosos Ocho«, por el contrario, opta por ir algo más allá: ya no se trata tanto de resolver sus misterios, de crear un whodunnit de Agatha Christie. No. Ya desde el título del film somos conscientes que no hay héroes, sino únicamente seres que se van a enfrentar desde posturas diversas en su ruindad. Como máximo, sólo hay espacio para una cierta honestidad en los motivos, lo que no resta en absoluta mezquindad a los actos y personalidades.
Con este panorama, Tarantino rompe la mitología clásica del western y entra en terrenos más pantanosos de desmitificación del pionero, del «how the west was won» luminoso. Nada de solitarios cabalgando hacia el futuro, nada de expansión. Aquí estamos en el terreno del no lugar barrido por esa ventisca metáforica, esa tormenta que no es más que un futuro que engullirá a seres anacrónicos incapaces de salir de sus carcasas ideológicas. Porque, y ahí está la clave de «Los Odiosos Ocho«, en realidad estamos ante un film que no es otra cosa que un comentario en toda regla sobre la violencia y el racismo en Estados Unidos a día de hoy. Porque lo que engulle la tormenta no sólo son prejuicios, sino precisamente también la voluntad de colaboración, la idea de la superación del conflicto mediante la colaboración y la amistad (con la carta de Lincoln como símbolo a la manera de la maleta de «Pulp Fiction«).
Sí, Tarantino filma un gran western, qué duda cabe. Pero lo principal es que, en este caso, el género es el mcguffin que envuelve a lo que podría ser sin lugar a dudas uno de los ejemplos más contundentes, efectivos y clarificadores de la falsedad del sueño americano perfecto. «Los Odiosos Ocho» es, pues, un artefacto de demolición de sueños, de destape de vergüenzas y de visualización de esos andamios, ya casi en ruinas, que sostienen la falsedad de la América actual y que, ya de paso, explican los motivos del conflicto racial aún latente en la sociedad estadounidense.
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