Meg Wolitzer explora en «Los Interesantes» un tabú del que no se suele hablar en voz alta: de la envidia inherente a toda relación de amistad y amor.
Nos hemos instalado en la sensación de que nuestra cultura (nuestra literatura, nuestro cine, nuestra televisión) hace tiempo que superaron todos los tabúes habidos y por haber: en un panorama en el que el sexo ha pasado de ser tabú a convertirse más bien el cemento que se utiliza como amalgama para unir los diferentes ladrillos de toda narrativa, con las cuestiones de género e identidad sexual acercándose cada vez a una mayor normalidad, hay quien piensa que los tabúes a superar tienen que ser, por definición, una burrada. Parafilias, sangre, la cultura de la carne y la truculencia. Muchos son los autores que creen estar siendo innovadores cuando, al fin y al cabo, a lo único que están jugando es a empujar un poquito más allá la frontera de la incomodidad de quien consume la obre.
Tras la lectura de «Los Interesantes» (editado en nuestro país por Alba) de Meg Wolitzer, sin embargo, es inevitable pensar que todavía quedan tabúes por superar… Y que no tienen por qué ser tan espectaculares como los mencionados más arriba. Puede que, en ocasiones, haya cosas de las que la gente prefiere no hablar porque, al fin y al cabo, están mal vistas. Eso, por definición, es un tabú. Y, a día de hoy, el público en general se mostrará más permeable y comprensivo con una protagonista que se produce autolesiones debido a múltiples traumas sexuales que con otra que, por ejemplo, se deje llevar por la envidia hacia sus propios amigos. De las autolesiones se habla. Y tanto que se habla. Pero ¿de la envidia? ¿No es eso algo que tenemos que guardarnos para nuestros adentros con tal de evitar ser juzgados como inapropiados? Una persona que se autolesiona merece compasión y ayuda. Un envidioso no: es estigmatizado como una mala persona.
«Los Interesantes» indaga en este sentimiento tan negro. Y, de hecho, lo hace con tanto ahínco, profundidad y certeza que, al final, incluso puede permitirse ciertas definiciones y diferenciaciones en las que no todo el mundo se habrá parado a pensar en su vida: «Un día leyó un artículo online sobre la diferencia entre los celos y la envidia. Los celos eran en esencia ‘Quiero lo que tienes tú», mientras que la envidia era ‘Quiero lo que tienes tú, pero también quiero quitártelo para que no lo tengas’«. La persona que acaba aprendiendo esta diferencia básica entre dos emociones tan cercanas es Jules Jacobson, una adolescente de clase media tirando a baja que, por casualidad, tiene la suerte de pasar un verano en un campamento de verano para chicos con aptitudes artísticas.
Duele admitir que no eres especial. Que eres uno del montón. Pero más duele vivir aferrándose a un fantasma que hace mucho tiempo que se desvaneció en el aire sin dejar ni rastro.
La mayor parte de asistentes a este campamento provienen de casas adineradas o de familias de artistas de éxito. La concatenación de casualidades querrá que Jules acabe una noche en un tipi junto a un grupo de chicos y chicas que brillan con un fulgor de esos en los que parece verse claramente una capacidad innata para arrasar con el futuro. El grupo acoge a la protagonistas y se bautizan a sí mismos como Los Interesantes. A partir de aquí, el libro de Meg Wolitzer seguirá la existencia de Jules y sus amigos durante prácticamente toda la vida. Y si el retrato incómodo de la envidia como emoción / motor al que abrazar y de la que avergonzarse intermitentemente (más todavía cuando el objeto de la envidia son tus propios amigos) es el centro «Los Interesantes«, poco a poco esta tema central va abriéndose como una flor de fuego para acabar convirtiéndose en algo mucho más ambicioso y destructivo: la aceptación de que la existencia está hecha de derrotas y de que ser adulto consiste, básicamente, en reajustar las expectativas que tenías al respecto de tu vida intentando que este desbarajuste te traume de la forma menos hiriente posible.
Los miembros del grupo de Los Interesantes acaban brillando de forma desigual. Ethan es el que triunfa de forma más ostentosa con su serie de animación «Figland» (una especie de «Los Simpsons» mucho más de autor) y, aunque inicialmente (y eternamente) muestra un interés sentimental en Jules, acaba emparejándose con Ash, la mejor amiga de la protagonista que obtendrá un éxito en el campo del teatro feminista no se sabe muy si porque puede permitir perseverar en ello gracias al colchón de su familia y su marido o porque tiene verdadero talento. Jonah, el hijo de una cantante folk famosa, vivirá toda su vida de espaldas a su propio talento musical por culpa de un trauma de infancia. Wolfman, el hermano de Ash, tendrá que desaparecer del mapa tras un suceso turbio… Y, así, a la fuerza, Jules y sus amigos tendrán que enfrentarse a las múltiples decepciones que van forjando la existencia adulta humana. Tendrán que sobreponerse a la facilidad de las comparaciones, de criticar la suerte ajena y cubrir la mediocridad propia con un lamento de clase baja.
Uno de los aciertos más sublimes de Wolitzer es, además, la estructura con la que presenta esta historia río. Cada capítulo tiene una especie de hilo central que narra una vivencia de alguno de los personajes. Pero, a partir de ahí, ese hilo central va espoleando recuerdos que van adelante y atrás, que van conformando un puzzle deliciosamente desordenado que tiene una coherencia interna emocional y conceptual mucho más poderosa que la temporal. Cada episodio de «Los Interesantes» es un pequeño gran caos del que se acaba extrayendo una imagen clara y profunda… Como la vida misma. Como esta existencia que, pasada cierta edad, somos incapaces de vivir de forma lineal porque, al fin y al cabo, los recuerdos se van interponiendo una y otra vez en nuestro camino.
Y así, con la cronología alterada pero con los sentidos abiertos al máximo, «Los Interesantes» llegan a un final que sólo puede pasar por la aceptación de otro tabú: «No hacía falta ser siempre el que deslumbra, el explosivo, el que hace partirse de risa a la gente, con el que todos quieren acostarse o el que escribe e interpreta una obra de teatro que todos ovacionan. Podrías dejar de obsesionarte con la idea de ser interesante. Y en cualquier caso, la definición podía cambiar«. Vivimos en la era del refuerzo positivo, de la corrección política, de la crítica positiva (o, directamente, de la ausencia de crítica), de la sobreprotección de los niños y la necesidad de hacerles creer que serán grandes, que serán famosos, que tendrán éxito. Que son y siempre serán especiales. Meg Wolitzer, con la mayor de las dulzuras, te invita en «Los Interesantes» a que dejes de vivir esta mentira. Duele admitir que no eres especial. Que eres uno del montón. Pero más duele vivir aferrándose a un fantasma que hace mucho tiempo que se desvaneció en el aire sin dejar ni rastro.
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