«El Animal Moribundo» de Philip Roth es un clasicazo que consigue algo de valor incalculable: hacerte entender que no deberías perder nada de tu tiempo.
Una novela no deja de ser ese artefacto del cual hablaba Stendhal cuando se refería al libro como un espejo paseándose por una gran avenida. Toda narración supone una exposición -por inconsciente que sea- del propio escritor, que a su vez requiere de la mirada ajena para ser interpretada y, con ello, cobrar vida. Lo que pretendo decir al comenzar esta reseña colando la metáfora del espejo y la posterior reflexión acerca del rol del público lector es que una historia, al igual que una persona, no es sólo lo que aparenta ser, sino lo que subyace en ella y lo que los lectores pueden interpretar leyéndola.
«El Animal Moribundo» (editado por Alfaguara), de Philip Roth, se centra en la figura de David Kesh, un hombre de 80 años, crítico cultural, colaborador en televisión y profesor universitario a tiempo parcial que se dedica a conquistar a sus alumnas favoritas. Narrado en primera persona, el cuento se basa en las crónicas del viejo y sus conquistas, centrándose especialmente en su relación sentimental con la joven cubana Consuelo Castillo.
David Kesh nos habla con una sinceridad desbordante, sin medias tintas. Con su relato asistimos a una espiral de narraciones sexuales tan minuciosas como explícitas, que van acompañadas de una mirada al pasado, acercándonos concretamente a la revolución de los años 60 en Estados Unidos e intentando justificar con sus valores la forma de vida hedonista que defiende nuestro personaje principal. El punto de vista no cambia en ningún momento, y se hace hincapié en ciertos temas que se repiten de forma constante: el sexo, la revolución sexual y la vejez.
Por eso, mientras algunos lo describen como un monólogo soporífero, otros lo ven como un sórdido diario sexual e incluso los hay que lo pintan como una memoria sociopolítica. Yo, por mi parte, prefiero tomarlo como un relato nostálgico donde el sexo compulsivo y la memoria histórica son sólo meras excusas para dar forma a lo que verdaderamente interesa: el miedo al inevitable paso del tiempo y sus consecuencias, la dictadura de lo efímero, una apología del hedonismo que resulta paradójica confrontada a los modelos avalados por la sociedad como lo políticamente correcto. Roth nos plantea aquí la mítica problemática que ya vimos en otras de sus obras como «La Mancha Humana«, representando la dicotomía entre lo que uno desea y lo que se supone que debería desear.
«La trayectoria de mi crianza y mi educación me engañaría, haciéndome aceptar una vocación doméstica para la que yo carecía de tolerancia. El recto padre de familia, casado y con un hijo… Y entonces empieza la revolución. Todo estalla y están todas esas chicas a mi alrededor, ¿y qué iba a hacer yo, seguir casado y cometiendo un adulterio tras otro y pensando -ahí tienes, ésta es tu manera limitada de vivir?»
El conflicto de una sociedad opresiva y el yugo de la propia decadencia son recurrentes en la obra del escritor estadounidense. La noción del convencionalismo y la lucha contra el conformismo se repite en trabajos como «El Lamento de Portnoy» o «La Humillación«. Supongo que, por eso, la mayoría de sus personajes están en una eterna lucha no sólo contra el despotismo de la sociedad, sino contra ellos mismos y los valores que saben que deberían respetar. Y, quizás, debido a esos mismos motivos, el autor plantee habitualmente unos protagonistas que, a pesar de pertenecer a un entorno privilegiado y gozar de un notable éxito profesional o personal, se sienten frustrados y acomplejados.
Por otra parte, la temática de la caduquez que atormenta a los personajes también se reitera a menudo, en especial en obras como «Elegía» o «Sale el Espectro«. Junto al concepto de la senectud viene la fijación por la muerte, una obsesión que aparece continuamente en las creaciones de Roth. Todas estas problemáticas suelen venir representadas por personajes enrevesados que buscan cierto tipo de auto comprensión; y de ahí el uso de monólogos largos y críticos.
En «El Animal Moribundo» encontramos todas estas inquietudes resumidas en David Kesh. El profesor constituye, al ser la única voz y el protagonista absoluto, el punto central sobre el cual gira toda la novela. Aparece como alguien inteligente y culto pero, a la vez, egoísta y autocomplaciente. Frente a los lectores que le despreciarán, otros -entre los que me encuentro- no sólo le tendrán estima sino que además sentirán pena hacia ese viejo peculiar que intenta justificar su presente usando el pasado. En Kesh no sólo encontramos la complejidad propia de los personajes de Roth, sino también la frustración resignada, la ansiedad y el pilar sobre el que se basa la temática central de la novela: el sexo.
«Las chicas del arroyo no tenían nada que objetar a la discusión social o política (…). La turbulencia presentaba dos tendencias: la tesis del libre albedrío, que extendía la autorización orgiástica al individuo y se oponía a los tradicionales intereses de la comunidad, pero con ella, a menudo fusionada, estaba la rectitud pública acerca de los derechos civiles y contra la guerra (…). Las dos tendencias interconectadas dificultaban el descrédito de la orgía.»
La revolución de la década los 60 es la excusa de nuestra protagonista para explicarnos qué le llevó a cortar sus ataduras familiares, despojarse de toda responsabilidad y dedicar su vida al disfrute del placer. La contracultura que aparece en aquella época defiende no sólo una anarquía social antibelicista, sino que se extiende a muchos otros ámbitos, entre ellos la música, el arte, el consumo de drogas o la revolución sexual. Precisamente eso es lo que ilustran las citadas chicas del arroyo, esas mujeres que inician la ola donde prima la idea de una vida no sólo placentera, sino igualitaria.
Por ello se nos presenta las zonas residenciales universitarias en aquellos años como un campo donde los jóvenes hacían realmente lo que querían. La píldora, la hierba o el divorcio: símbolos de una nueva sociedad liberada. Por primera vez, tanto mujeres como hombres iniciaron una forma de vida donde la autonomía y el placer primaban por encima de todo. En resumidas cuentas, un movimiento hedonista y liberador, dos rasgos que nuestro protagonista no sólo adopta, sino que además usa como justificación absoluta a su forma de actuar y sus continuas conquistas sexuales.
«Intentaba excusarte, intentaba comprenderte. Pero ¿los años sesenta? Aquella explosión de infantilismo, aquella regresión colectiva vulgar e insensata… ¿y eso lo explica y excusa todo? ¿No se te ocurre una coartada mejor?»
La diferencia generacional, una temática que ya apareció en su libro «Goodbye Columbus«, vuelve a resurgir aquí. El conflicto entre padre e hijo aparece en esta novela como un cuestionamiento al mito del movimiento liberador de los años 60. Frente a la concepción de una corriente que defiende valores y derechos sociales muy respetables, de pronto nos encontramos con otra vertiente mucho más superficial que nos hace verla como una mera coartada para un pobre ensalzamiento del hedonismo. David Kesh se sitúa entre esas dos facetas: es, como diría Yeats, un corazón enfermo de deseo atado a un animal moribundo.
«Es preciso distinguir entre el morir y la muerte. Si uno está sano y se encuentra bien, el morir es invisible (…). Tal vez todavía ofende un poco a la gente quien no se rige por el viejo reloj de la vida.»
La eterna lucha entre Eros y Tanatos rige el desarrollo de los acontecimientos, y no sólo nos hace entender el título de la novela, sino que le da sentido al origen del personaje de Consuelo Castillo. La joven estudiante cubana viene a representar la diferencia de edad entre ambos y, con ello, el reflejo de la vejez de nuestro animal moribundo, un hombre que cobra conciencia de su futuro limitado en contraposición con el de su conquista. Consuelo, sin embargo, sirve mucho más que como reflejo de la diferencia generacional, ya que con ella asistimos a la conversión del personaje de David Kesh.
En definitiva, Roth consigue ser crítico y a la vez irónico, lúcido y a la vez desordenado, amargo y a la vez tremendamente divertido. Como si de un espejo se tratase, juega con los diferentes temas contraponiéndolos y permitiendo que cada cual se refleje según su propia visión de la historia. «El Animal Moribundo» es una de esas novelas que te hacen pensar, como diría cierto francés, que no deberíamos perder nada de nuestro tiempo. Porque quizás los hubo más bellos, pero éste es el nuestro.