Te convenciera o no la primera temporada, hay una cosa que está clara: su segunda temporada ha convertido a «The Leftovers» en la mejor serie del año.
Con la perturbadora premisa de la desaparición del 2% de la población mundial se abría el pasado año el fenómeno de «The Leftovers«, la serie bajo la firma de Damon Lindelof («Perdidos«) y Tom Perrotta, el autor del libro que lleva el mismo título. Ciento cuarenta millones de personas borradas del mapa en cuestión de segundos, un dilema sin explicación y otros tantos millares de personas, tanto en la serie como al otro lado de la pantalla en sus casas, perdidas en la búsqueda de respuestas inexistentes. Algunos (muchos eran losties temerosos de vivir otra nueva decepción parecida a la de «Perdidos«) abandonaron la primera temporada de la serie con la seguridad de no encontrar respuestas. Otros, los que nos quedamos aún con desconfianza, hoy podemos asegurar sin miedo a equivocarnos que no tendremos esas respuestas. Pero también que estamos ante una de las mejores series de los últimos años en general y del 2015 en particular.
Y es que «The Leftovers» cometió sus errores. Hoy sabemos que aquella primera temporada fue totalmente necesaria para llegar hasta donde estamos ahora, pero quizá el motivo del abandono de los espectadores fue su falta de consistencia hasta los episodios 6 y 7. El camino hasta entonces fue un posicionamiento necesario a la vez que desgarrador que nos ha depositado en una segunda temporada a la que inunda una tristeza constante aún más abrumadora, que ha superado con creces cualquier tipo de expectativa, enganchado del todo a aquellos que casi abandonaron pero decidieron darle una oportunidad y dibujado el que es posiblemente el relato más deprimente sobre la pérdida y la desesperanza con el que nos hemos topado en televisión en los últimos años.
«The Leftovers» nunca se vendió como una serie que resolvería el dilema de la Ascensión. Como su propio título indica, no es una serie acerca de los que “se han ido”, sino de los que “se han quedado” y de sus dramas y sus fantasmas. En su segunda temporada, la serie de Lindelof y Perrotta intenta con ahínco dar más dimensión al conflicto planteado por la desaparición. Sigue dibujando un escenario desolador, pero a la vez también va deshilando una bobina de temas paralelos al hecho de La Desaparición: la creencia en falsos líderes, la moralidad, la espiritualidad, los elementos fantásticos e incluso los estudios científicos.
Con Miracle, ese pueblo en el que no ha desaparecido nadie, como protagonista y una nueva y curiosa familia vecina de los Garvey (los Murphy), nos adentramos de lleno en el que parece ser el epicentro de las vueltas de tuerca de Lindelof y Perrotta. Donde Mapleton se mostraba en la primera temporada como un microcosmos expositivo de las variadas reacciones ante La Ascensión, Miracle es el desequilibrio emocional en estado puro de ebullición, una Guerra Fría. Miracle es el asentamiento prehistórico de una sociedad creada a sí misma y totalmente embargada por una falsa seguridad y por la felicidad más triste de todas: la de la alegría impostada.
Esa falsa alegría que se intuye y se palpa desde que Kevin, Nora, Jill y Lily bajan del coche para pisar la que será su nueva casa: cuatro paredes dentro de las que inventar una historia de familia feliz pero que se tambalea por todos los costados. El mismo tipo de alegría que también se siente en Matt, ese reverendo y mártir, capaz de dinamitar su vida dentro de los límites de Jarden dispuesto a aceptar el desafío que el propio pueblo parece imponerle constantemente en su bíblica aventura. La misma alegría que parece impregnar a la propia familia Murphy, aunque tras las puertas de su casa esa alegría no sea más que un pájaro enterrado en medio del bosque.
Y es que, desde la perspectiva de los límites de Miracle (o Jarden -el jardín del Edén-), todo parece verse multiplicado, cualquier creencia se divinifica y lo raro no es creer en exceso sino no creer en “nada”. No es casualidad que Perrotta y Lindelof quisieran darle un nuevo aire a esta nueva temporada poniendo a sus pies este contexto, que resulta perfecto para hablar en profundidad del tema primordial de «The Leftovers«, sin el que la serie no existiría, uno de los sentimientos más humanos y que persigue a Kevin atormentándole en forma de Patti Levin (en todas sus edades) y de ese Hotel Limbo del que tendrá que salir no una, sino dos veces en ese maravilloso capítulo que es «International Assassin«.
El mismo sentimiento que persigue a John Murphy y que intenta disfrazarse de amor paternal, el mismo que constituye una verdad existencial para Nora Durst, el mismo en el que se sustentan las bases del Guilty Remanent. No hablamos de otra cosa que del sentimiento de culpabilidad, claro. La culpabilidad y el dolor que provoca. Germen y raíz de una de las máxima de la humanidad: la necesidad de “creer”. Y quien dice creer, dice inventar, divinificar… Como si nuestra salvación estuviera a la vuelta de la esquina o a golpe de papel y pluma.
Precisamente en esta especie de convivencia de lógica divina y terrenal reside la grandeza de «The Leftovers«. Y es que no hay nada que nos saque más de nuestras casillas que un portazo en las narices que desmonte todos los fundamentos que hemos estado creando generación tras generación, sin despeinarse y sin perder la coherencia. Que nos desmonten lo que quieran, pero que lo sigan haciendo tan bien. [Beatriz Muyo]