El humor de «Vil y Miserable», la novela gráfica de Samuel Cantin editada por La Cúpula, sintoniza a la perfección con el nuevo humor absurdo español.
Soy una persona que, cuando va al cine, le gusta ir con los deberes hechos: ya no sólo conociendo al dedillo la filmografía del director en cuestión, sino incluso habiendo leído tanto sobre el argumento como sobre las diferentes capas de sentido del film. Dicho de otra forma: los spoilers me la pelan cuando de cine se trata. Pero con los libros y los cómics me ocurre completamente lo contrario: intento saber lo mínimo posible. Por eso mismo, casi nunca leo la biografía del autor que suele constar en la solapa izquierda de todo tomo antes de adentrarme en la lectura… Y así lo hice, por ejemplo, con «Vil y Miserable«.
Es por eso mismo por lo que hasta el final de esta novela gráfica creí a pies juntillas que Samuel Cantin debía ser español. Al fin y al cabo, el humor de esta novela gráfica publicada ahora en nuestro país de la mano de La Cúpula sintoniza de una forma (extrañamente) armónica con el nuevo humor español, ese que está creciendo al calor cinematográfico del cine low-cost de gente como Venga Monjas o Burnin’ Percebes o también en las brasas del cómic y la ilustración de gente como Héctor Bometón o Molg H. Es un ese tipo de humor absurdo y profundamente antisocial que cada vez conecta de forma más directa con un imaginario colectivo más y más amplio. Por extraño que parezca.
Pero resulta que no, que Samuel Cantin no es español, sino canadiense. Debería haberlo sospechado al ver que su apellido no estaba acentuado en la i. O debería haberlo imaginado también al ver que «Vil y Miserable» juega de forma tan sugerente con iconos de la cultura anglosajona como el disfraz de demonio típicamente halloweenesco o con referentes literarios tan básicos en la cultura yanki como el «Moby Dick» de Herman Melville. Y, a la vez, una vez re-enmarcado el contexto de «Vil y Miserable«, sigue sorprendiendo su capacidad de apelar directamente a todo un conjunto de temáticas y sensibilidades que van a entenderse aquí, en Quebec o en Helsinki.
Al llegar al final de «Vil y Miserable» te quedas con ganas de más. De mucho más. Como un final de temporada de «Lost». Así de fuertecitos vamos.
Al fin y al cabo, el punto de partida de la novela gráfica de Cantin resultará tronchante para cualquiera que en los últimos años se haya lamentado del triste estado de la industria literaria. Lucien Vil es un demonio que trabaja en una librería. Esto necesita dos puntualizaciones… La primera es que, sí, Lucien es un demonio. Uno de verdad. Uno de los pocos que quedan después de que Cielo e Infierno explosionaran en una guerra de lo más absurda. Y la segunda puntualización es que la librería en la que trabaja Lucien no es una cualquiera: es una librería anexa a un concesionario de coches. Si compras un vehículo de segunda, te llevas el «Moby Dick» de Melville, por ejemplo. También de segunda mano.
Es innegable la sorna con la que Cantin retrata una industria ya no muerta, sino tan enterrada como para que sólo pueda tener sentido como «regalo» de otro mercado que no tiene nada que ver con él. Pero también es visible la gana de cachondeo con la que el autor aborda una trama que, como suele ocurrir en este tipo de humor, toma como protagonista un ser asocial y rozando lo abyecto con el que, sin embargo, es imposible no sintonizar. En sincronía con personajes como Larry David o Louis C.K., Lucien Vil es la boca por la que salen muchas de las cosas que la corrección política nos impide expresar en voz alta en nuestro día a día.
Y después está la capacidad que tiene Cantin para, en escasas páginas, presentar a un compendio de personajes secundarios que piden a gritos una serie regular: el psiquiatra de Lucien, su jefe y su nuevo compañero de trabajo. Todos ellos conforman un universo fascinante y tronchante mucho más seductor que el del 90% de sitcoms actuales. También mucho más elocuente. Un universo que pide más espacio y tiempo… Y no porque el autor no haya aprovechado al 100% este «Vil y Miserable«. Sino, simple y llanamente, porque al llegar al final de todo (y, si eres como yo, leerte la bio del autor), te quedas con ganas de más. De mucho más. Como un final de temporada de «Lost». Así de fuertecitos vamos.