La primera publicación de «A Merced de la Tempestad» (publicada en nuestro país por Libros del Asteroide) data de 1951, un momento histórico en el que sorprende leer cómo Robertson Davies se aferra a cierta tradición literaria del melodrama social que mucho (muchísimo) tiempo antes ya había sublimado una genealogía de escritores que van -cronológicamente- desde Jean Austen hasta E.M. Foster. El autor, sin embargo, con un pico y una pala tremendamente silenciosos, consigue abrir ciertas brechas en las paredes de este género para que se filtre el aire nuevo de la afición por la partícula «meta», de la literatura dentro de la literatura que, en esta ocasión, se traduce en la historia de una compañía de teatro de aficionados que pone sobre el escenario «La Tempestad» de William Shakespeare. Lo que en manos de cualquier otro autor se hubiera convertido en un flamante vehículo para la exhibición de unas capacidades extremas para lo sardónico (el choque entre lo elevado de la obra del dramaturgo británico y lo bajo de las vivencias de los canadienses que la interpretan daría para mucha ironía), en la pluma de Davies se traduce en ligeras pinceladas que ayudan a hacer más liviano -y moderno- un cuerpo narrativo que no oculta en ningún momento su voluntad de explorar las posibilidades del mencionado modelo tradicional.
De esta forma, desde el principio el autor juega al ratón y al gato con el lector. Si las primeras páginas podrían hacer pensar que «A Merced de la Tempestad» va a ser un libro fuertemente austeniano, con esa protagonista infantil llamada Freddy abriendo la trama (aunque dejando claro su postura modernizada -y cachonda- dejando claro desde un buen principio que la niña es una aficionada a la producción de alcohol ilegal además de una alcohólica en potencia), pronto nos damos cuenta de que la intención de Davis pasa más bien por un relato de relatos en el que las primeras personas se entrecruzan formando una red social con una finalidad superior: enmarcar el talante canadiense que embarga diferentes estratos sociales y generacionales impecablemenete orquestados en la ciudad inventada de Salterton, en la que el autor situaría más tarde otras dos novelas que cerrarían la «Trilogía de Salterton«. En la compañía de aficionados y periferias encuentran cabida desde las hipócritas damas quiero-y-no-puedo fascinadas por las últimas luces de la antigua nobleza hasta los artistas bohemios de vida disoluta pasando por todo un elenco de jóvenes en los que se espejan tanto las chicas de moral más disoluta a las de buena familia, además de hombres y mujeres a la búsqueda de la profesionalidad en un campo tan difícil -y caótico- como el teatro.
Destaca por encima de todos la caracterización descorazonadora de Hector Mackilwraith: el metódico matemático y tesorero de la compañía que, subitamente, decide que también quiere ser actor. De esta forma, el personaje inicia un proceso de cambio en el que quedan patentes no sólo los límites sociales implícitos en todo sistema de relaciones (la cuestión, al fin y al cabo, no es que Mackilwraith actúe mejor o peor: la cuestión es que ciertos compañeros reniegan de sus pretensiones alegando una falta de espíritu poético que parece ir solapada tanto a su condición social como laboral), sino también el desastroso accidente frontal de un hombre que ha perdido completamente los mitos (religiosos y de cualquier calaña) contra una aventura sin mapas ni brújulas como es el amor. El desamparo de Hector en su enamoramiento hacia una chica mucho más joven acaba traduciéndose en un drama grotesco que sólo puede finiquitarse con la ironía de lo teatral… Y, de esta forma, lo que parecía en «A Merced de la Tempestad» que sería un melodrama clasicorro con toques de humanismo (post)modernista acaba convirtiéndose, en la socarrona sonrisa torcida de Robertson Davies, en un bodevil paródico del modelo clásico que habla del vacío existencial del hombre moderno. De un hombre moderno, sin embargo, que bien puede ser el tesorero de una esperanza futura.
[Raül De Tena]