Ponemos a examen los nuevos trabajos de Woody Allen, Jafar Panahi y László Nemes en nuestra quinta crónica del Festival de San Sebastián 2015.
Como la cita anual con el dentista, la nueva película de Woody Allen se ha convertido casi en una obligación que uno afronta con escepticismo y cierto temor. Sin embargo, siguiendo la famosa regla del director de combinar una película decente con una mala año tras año, y después del fracaso del pasado «Magic in the Moonlight» (2014), esta «Irrational Man» presentada en el Festival de San Sebastián 2015 cumple con la premisa de ser una obra menor, “pero que ni tan mal”.
Allen ha hecho otro «Crimen y Castigo» (más), cogiendo sus últimas películas, exprimiéndolas y alterándolas, convirtiendo «Irrational Man» en un murder mystery invertido, sin nada nuevo que ofrecer, pero agradable para pasar el rato. En esta, Joaquin Phoenix interpreta a Abe Lucas, un profesor de filosofía que está pasando por su propia crisis existencial y que la única manera de salir de ella parece ser cometiendo el asesinato perfecto. De hecho, Allen aprovecha la condición de su protagonista para introducir todas las reflexiones filosóficas que le apetece, tanto sobre la moral, como el azar, dejándose siempre llevar por la corriente continental.
«Irrational Man» se sostiene, sí, pero ni sorprende ni emociona. Como es típico en las películas de Woody Allen, la transcendencia de los personajes pasa a los diálogos, y se desaprovecha el potencial de actorazos como Phoenix. Y, como la canción de jazz que suena una y otra vez de fondo, nos preguntamos si no se habrán equivocado de proyección y puesto alguna otra cinta del director, porque esta nos suena demasiado.
Por su parte, ver «Taxi Teheran» sin conocer la historia de Jafar Panahi es un sinsentido. Tras varias encarcelaciones por participación en protestas políticas, a Panahi se le retiró el pasaporte para salir de Irán y se le prohibió dirigir películas. Desde ese momento, se ha dedicado a hacer “films” que técnicamente no se consideren películas, pero que le permitan expresar todo lo que opina del país y de su gobierno y de ahí que su ingenio se vea reflejado en anécdotas tan surrealistas como cuando envió su anterior film a Cannes en un USB dentro de una tarta.
Si la anterior cinta (no quiero meterme en problemas con el gobierno Iraní llamándola de otra forma) de Panahi fue «Esto No Es Una Película» (2011), «Taxi Teheran» tampoco es un documental, sólo un taxi que recorre las calles de la capital iraní con el director de conductor. Con unos saltos de cámara que, aunque aporten ayuda a la hora de seguir la historia, restan en realismo, y con unos personajes que son muy conscientes de la presencia de una cámara, el género de falso documental se queda corto para describir lo que tenemos delante. Porque esto es una reivindicación, más interesante como ejercicio inteligentísimo de rayar los bordes de la legalidad que como propio film.
Con «Taxi Teheran«, Panahi incumple los mandamientos del gobierno iraní con premeditación y alevosía, de los mismos que han hecho de su vida una celda de prisión y que ahora impiden que muestre su propia “realidad sórdida”.
La idea de ver OTRA película más sobre el holocausto es exhaustiva. Pronto crearán un género entero, “¿Qué te apetece más, una peli de terror, romance u holocausto?”. A pesar de esto, «Son of Saul» de László Nemes venía ya hinchada desde Cannes donde, a parte de recibir el Gran Premio del Jurado, cosechó una cantidad innumerable de críticas positivas que la enmarcaban como una de las películas del año (a falta aún de seis meses para que este se acabase) y, por lo tanto, la expectación con la que fue recibida en San Sebastián era, en parte, justificable.
El film de László Nemes no es un drama que aprovecha el genocidio para sus propios bienes lacrimógenos en vez de denunciarlo, sino una crudísima visión de la desgracia en segunda persona. Saul, un judío que trabaja en un campo de concentración, encuentra en una cámara el cadáver de su hijo y hará todo lo posible por encontrar a un rabino para enterrarlo. Con una cámara que sigue a Saul allá donde va, plano secuencia tras plano secuencia, siempre enfocada en él y con un fondo algo visible pero difuminado. Y el fin justifica los medios, ya que sin una desgracia tan familiar como contexto, sería imposible que una forma de contar la historia tan críptica como esta pudiese ser llevada a cabo. Nemes rehace así el tópico: el horror no es ahora la violencia implícita a la que nos tienen acostumbrados estas películas, sino la claustrofobia. No es morir mal sino vivir mal.
«Son of Saul«, sin embargo, funciona mejor como idea que como película. La cámara no causa empatía y con esto la conexión con la propia película, cuyo eje es el personaje principal, se recrudece. Y lo de perseguir cogotes tampoco es tan original, que ya lo hizo Gus Van Sant en «Elephant» (2003).